TIRANDO DEL HILO, VII
Libros, placeres y mujeres solas
Buscamos asideros que nos den ciertas pautas para entender el presente, lo que nos está pasando
Carmen G. de la Cueva 16/07/2022

Fotograma de la serie 'Gente normal', basada en la novela de Sally Rooney.
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Dice Zadie Smith en uno de sus breves ensayos reunidos en Contemplaciones que hay libros que se leen como si fueran las instrucciones para armar una mesa. Buscamos asideros, los necesitamos, asideros prácticos que nos den ciertas pautas para entender el presente, lo que nos está pasando. Para ella, uno de esos libros-asidero es el de las Meditaciones de Marco Aurelio. Zadie tomó entre sus manos su ejemplar subrayado que le ha servido para varios trabajos académicos y comenzó a leerlo desde otro lugar. En plena pandemia, cuando el mundo entero parecía desbordarse, las reflexiones y pensamientos del emperador romano le hicieron darse cuenta de dos cosas: hablar consigo misma a veces ayuda y escribir significa que alguien puede oírte.
Mientras terminaba de escribir mi último libro, sumergida como estaba en una abundante bibliografía, necesitaba encontrar un asidero práctico, algo que me permitiera desconectar de ese libro y, al mismo tiempo, seguir leyendo. Al fin y al cabo, pocas cosas me dan tanto placer en la vida como leer, por eso necesitaba desconectar de la lectura laboral, leyendo. Como Zadie Smith, yo también busco asideros prácticos, asideros que van cambiando según mi estado emocional o mi momento vital.
Algo parecido a lo de Zadie Smith con las Meditaciones me ha pasado en las últimas semanas con una escritora bien distinta de Marco Aurelio, una escritora que genera encendidos debates sobre sus protagonistas millennials. El otro día abrí de nuevo Conversaciones entre amigos, el primer libro de Sally Rooney que leí en el verano de 2018 cuando estaba embarazada y no había vuelto a leer. Animada por la adaptación de la novela que ha hecho HBO y que cada domingo por la noche, como en un pequeño ritual, veo en la cama mientras mi hijo duerme a mi lado, recordé algunas de las emociones que me había provocado entonces y quería recordar qué quedaba de aquello. Creo que tardé dos días en leer la novela, dos días en los que cualquier pausa de la escritura y la crianza –un desayuno a las seis y media de la mañana, la merienda, el juego de mi hijo en la bañera, la espera de un guiso lento– era idónea para sumergirme en la historia de Frances. Los vaivenes entre ella, Bobbi, Nick y Melissa me tenían completamente entregada. ¿Cómo era posible que una novela que ya había leído me produjese la misma intriga y curiosidad que la primera vez?
En cuanto terminé, cogí mi ejemplar de Gente normal, la segunda novela de Rooney, y empecé a leer. Hay un momento en el que Connell, uno de los dos protagonistas, sale de la biblioteca del Trinity donde estaba leyendo Emma de Jane Austen y comienza a caminar por la calle con una extraña y particular agitación emocional. Había dejado la lectura justo en el momento en que parece que el señor Knightley se va a casar con Harriet. Connell, sorprendido ante su estremecimiento, se divierte a sí mismo, no tiene mucho sentido quedar envuelto de esa manera en el drama de una novela, no parece serio intelectualmente preocuparse de con quién se casan o se dejan de casar los personajes. ¿No? Igual que no es serio que yo me quedara despierta hasta las tres de la mañana, a pesar del cansancio, a pesar de tener que levantarme a las seis para escribir, intentando saber qué pasaría entre Frances y Nick en aquella casita de veraneo francesa.
Creo que tardé dos días en leer la novela, dos días en los que cualquier pausa de la escritura y la crianza era idónea para sumergirme en la historia de Frances
Mientras Connell camina por las calles de Dublín pensando en Emma, se siente conmovido, es más, la literatura le conmueve. Uno de sus profesores lo definió en clase como el “el placer de ser tocado por el gran arte”. “Con esas palabras”, se dice Connell, “parece algo casi sexual”.
Connell, agitado, conmovido por el gesto que el señor Knightley hace al besar la mano de Emma, comienza a pensar que la misma imaginación que emplea como lector es necesaria para entender a la gente real. Algo que parecía trivial, ordinario, sentarse en una biblioteca a leer una novela escrita hace dos siglos, se convierte en una clave para entenderse mejor a sí mismo. Entonces, ¿no es Emma para Connell uno de esos asideros de los que habla Zadie Smith? Algo que escribió Jane Austen en 1815, quizá para entenderse mejor a sí misma, ha viajado hasta el presente. Emma no solo conmueve a Connell, es una novela que también ha conmovido a millones de lectores en todo el mundo. Y que ha proporcionado infinitas horas de placer. Escribir significa que alguien puede oírte, decía Zadie.
Acabé de escribir mi libro y me quedaban apenas unas páginas para terminar Gente normal. Con mi ejemplar manoseado hasta el extremo, lleno de minúsculas manchas de grasa de todo lo que comí y cayó accidentalmente entre las páginas mientras lo leía, viajé hasta Mérida con mi hijo. Y mientras mi hijo pasaba tiempo con su familia paterna, yo me quedaba en el hotel terminando de leer la novela con las piernas metidas en la piscina. Había acabado de escribir mi libro y podía permitirme pequeños ratos de descanso en el tiempo que me quedaba después de entregar lo que tenía pendiente todavía –dosieres, artículos, encarguitos–. El primer día cargaba con el libro a todas partes y apenas leía unas líneas porque no quería terminarlo. Sabía que el final que me ofrecía Rooney era abierto, Connell se iría a Nueva York, Marianne se quedaría en Dublín y yo ya no podría seguirlos más en ninguna de las experiencias vitales que les quedaban por vivir. Lo malo de las novelas que te gustan es que se acaban en algún momento. Y al cerrar la última página, toda esa agitación, todo el dolor y la alegría vividas con los personajes, se quedan en una. Como lectora, no puedo evitar contagiarme del estado emocional de los personajes y confieso que Rooney me ha dado estos días un asidero inesperado: además del placer de releer, he visto cómo las voces de todos sus personajes, la mirada atenta de la escritora me ha hecho observarlo todo con otra atención y, al mismo tiempo, observarme con más atención también a mí misma. En Mérida, en la habitación del hotel, al borde de una piscina de agua salada o paseando bajo los arcos del acueducto romano, he apreciado la soledad, la he agradecido más que nunca. He escrito con calma, me he dejado llevar en el agua con el cuerpo mirando hacia arriba y los ojos fijos en el movimiento de las nubes en un azulísimo cielo de verano. He afinado los sentidos para oír el canto de las chicharras y el crotoreo de las cigüeñas que anidan en los extremos más altos del acueducto.
También, empujada por el espíritu de Connell, de Frances y de Marianne, he hecho cosas que nunca había hecho sola, por ejemplo, ir a ver una obra al Festival Internacional de Teatro Clásico. Mi viaje a Mérida tenía un doble propósito: que mi hijo pasara tiempo con su padre y ver Safo, la obra que ha escrito mi amiga María Folguera. Allí, en mitad de la noche, con la luna creciente alumbrando la oscuridad del teatro y la diosa Ceres presidiéndolo, he visto encarnarse a Safo en Christina Rosenvinge. El paso de mi amiga por la ciudad me permitió, además, compartir una cena con ella. Otro de los grandes placeres: las amigas. En la oscuridad más absoluta, casi a ciegas, apunté alguna de las frases de la obra que me conmovieron profundamente: “Amamos lo que se ha ido”.
El día que llegué a Mérida estaba tensa, inquieta, una ciudad que forma parte de mi geografía sentimental, una ciudad en la que he veraneado doce años seguidos, ahora convertida en uno de los dolorosos escenarios de mi ruptura sentimental. Esa primera noche ni siquiera pude dormir, mi cuerpo recordaba más que mi memoria todo lo que había vivido allí. A la mañana siguiente, pasé la última página de Gente normal y decidí pasar también una página de mi propia vida. Amamos lo que se ha ido, decían las musas de Safo, y también amamos esa parte de nosotras que se fue cuando comenzó la relación. Ahora sé que esa entrega a la lectura, esos vagabundeos solitarios por la ciudad, la soledad de una mujer sentada leyendo en bragas en una cama de la habitación de un hotel como si se tratara de un cuadro de Edward Hopper, eran cosas que necesitaba recuperar porque formaban parte de mi idea de placer, de quien soy. Termino de escribir esto en el parador de Mérida. Empiezo a leer un libro nuevo, un libro que no he leído todavía, Cauterio, de Lucía Lijtmaer y, desde las primeras páginas, sus protagonistas –una mujer joven en Barcelona y Deborah Moody– parecen hablarme a mí justo en este momento. Quién sabe, puede que haya encontrado otro asidero en ellas.
Dice Zadie Smith en uno de sus breves ensayos reunidos en Contemplaciones que hay libros que se leen como si fueran las instrucciones para armar una mesa. Buscamos asideros, los necesitamos, asideros prácticos que nos den ciertas pautas para entender el presente, lo que nos está pasando. Para ella, uno...
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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