AMÉRICA LATINA
Defensa del nombre
Reflexiones ante el próximo plebiscito constitucional de Chile
Roberto Brodsky 20/07/2022
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Escribo este texto en defensa del nombre.
Al igual que la gran mayoría de mis compatriotas dentro y fuera del país, hasta hace pocos días también yo formaba parte del gigantesco contingente de indecisos, insatisfechos y acorralados chilenos y chilenas convocados a aprobar o rechazar, en voto obligatorio el próximo 4 de septiembre, la propuesta constitucional surgida de un año de trabajo de la Convención Constitucional elegida en 2021.
Pues bien, hoy me convencí de votar Apruebo. Con esto quiero decir que me preparo para perder, ya que según las encuestas de opinión el Rechazo aventaja por casi diez puntos las opciones del Apruebo en el inédito experimento político que se está llevando a cabo en Chile. No voy a argumentar mi voto: las visiones de pertenencia son auto-evidentes, aunque en este caso debo la iluminación a un tal Patricio @cincinatochile y su tuit, quien, con mis datos biobibliográficos mal copiados de internet (“exiliado en Caracas, Brodsky ha escrito cuatro novelas, varios guiones cinematográficos y teatrales, y más de 250 artículos y publicados en revistas y periódicos nacionales”), más una foto de mi hermano Ricardo junto a una cita de sus razonados motivos para votar Rechazo a la propuesta constitucional, ha puesto sin quererlo ni buscarlo la flecha de la verdad en mi corazón.
Patricio ha usado mis datos para hacerme decir algo que nunca he dicho, en una especie de ventriloquismo fraudulento, pirateando aquí y allá antecedentes que no se ha tomado el trabajo de comprobar. Como la mayoría de los chilenos, Patricio tiene dificultades de comprensión lectora que superan el clima de insultos que reina actualmente, y entre Rubén, Ricardo, Raúl, y Roberto no ve diferencia alguna. Entonces usa el Twitter en modo aplanadora. No lo culpo especialmente de nada, salvo de frivolidad. La ocasión hace la diferencia, ya que no es la primera vez que sucede ni será la última. Un periodista español puso una imagen de Enrique Lihn con mi nombre en la lectura de foto para ilustrar su artículo sobre el autor de Bosque quemado (yo mismo), y el vespertino La Segunda publicó no hace mucho una entrevista donde mi hermano Ricardo decía estar disfrutando de su mudanza a Nueva York. Es un verdadero misterio que tuiteros, periodistas, y comunicadores no sepan distinguir entre Rubén, Ricardo, Raúl, y Roberto, pero luego de analizarlo desapasionadamente creo que el problema del nombre está en el apellido. Quiero decir, supongo que a mí me pasaría lo mismo con Catrileo, por ejemplo, apellido mapuche donde los haya. Entre Juan Catrileo y Jorge Catrileo no veo ninguna diferencia, y lo que opine uno es perfectamente atribuible al otro. No porque se parezcan, sino al contrario: son lo mismo por mucho que se diferencien: los dos son mapuche, gente del sur, así como todos los Brodsky son judíos, gente de la diáspora. Es la fórmula mágica para no perderse.
Lo que ha hecho conmigo Patricio nosécuanto es de agradecer: me aclaró de un flechazo por qué mi prioridad el 4 de septiembre debe ser la de recuperar el nombre propio y votar Apruebo. Para el pueblo mapuche, como para mí mismo, se trata en el fondo de que nadie siga diciendo y haciendo cosas en mi nombre. El nombre propio es la política de un escritor del mismo modo que la lengua es la realidad más profunda de un pueblo o de una nación. Que nuestras tierras son hermosas, que nuestros valles son fértiles, que nuestra gente es amable y cariñosa, que nuestros poetas son magníficos y nuestra democracia es laboriosa y transparente, que nuestros pueblos originarios son unos artesanos prodigiosos y que esta canción pertenece a todos, es una narrativa tan inverosímil como la moral de los rostros de televisión y otros turistas del Apruebo que vienen a decirnos cómo votar, después de treinta años de bañarse en las sufridas termas del capitalismo salvaje.
Desde el primer día el ánimo refundacional de la Convención fue desastroso para su propio cometido, el cual no era otro que alcanzar un consenso mayoritario
Se dirá que esta definición autorreferida de mi voto por el Apruebo es de una frivolidad alarmante, considerando lo que está en juego para el futuro del país. Pues sí, es una manera de ponerse a tono con el debate en curso, de sintonizar con los procesos y las paradojas a las que asistimos y hemos sido convocados. ¿Acaso no es una frivolidad la forma en que todo se ha desarrollado hasta ahora? Lo subrayo porque desde el primer día el ánimo refundacional de la Convención fue desastroso para su propio cometido, el cual no era otro que alcanzar un consenso mayoritario o al menos cercano al 80% que le dio origen en el plebiscito de entrada. Por democrática que haya sido la elección de los convencionales, la conducta que tuvieron los constituyentes durante un año de sesiones estuvo teñida de frivolidades conceptuales (veían su cometido como una continuación del estallido social de octubre de 2019, y no como representantes del pacto político que abrió paso a la Convención); estafas flagrantes (qué más frívolo que el convencional Rojas Vade que ‘performó’ un cáncer terminal para reunir dineros durante su campaña y luego aterrizó en una de las vicepresidencias del organismo constituyente, hasta el momento de ser desenmascarado en un reportaje del diario La Tercera), y contumacias corporativas de una frivolidad apabullante como la de no invitar al acto de clausura a los expresidentes de la democracia que antecedía a la existencia de la Convención, cerrando las deliberaciones al grito de el pueblo unido avanza sin partidos. La sala de sesiones parecía rendir en ese minuto un homenaje a Mussolini más que despedir un año de trabajo.
Frivolidad
La frivolidad ha sido de tal magnitud que sus manifestaciones han logrado opacar sus resultados. ¿Hay algo más frívolo, por ejemplo, que un constituyente votando propuestas desde la ducha de su casa o de una convencional buscando likes en su cuenta de Twitter, mientras discute en tiempo real las leyes de la República con la atención puesta en la barra brava que merodea fuera del recinto? De hecho, no existe ninguna posibilidad de generar compromisos y confianzas mutuas cuando se legisla a través de las redes sociales, pero eso fue lo que ocurrió desde el inicio. Si la tarea de la Convención era entregar una propuesta que permitiera unir al país detrás de un gran acuerdo, según lo expresara el propio presidente Boric, eso no solo no ocurrió sino que profundizó el clima de agresión y descalificación mutua que se impuso como segunda naturaleza del texto constitucional. Si se tomara este solo dato como índice, es claro que la Convención fracasó. No se trata solo de que las encuestas tiendan a favorecer la opción del Rechazo. Incluso si la tendencia se revirtiera y el Apruebo conquistara la mayoría, ésta sería demasiado estrecha para dar por concluido el proceso constituyente, tal y como lo expresara el expresidente Ricardo Lagos en una tirada de mantel monumental sobre su propio sector político de la centro-izquierda, sector cuya frivolidad –todo hay que decirlo– solo es comparable al modo en que trata de sobrevivir aferrado a un timón que lo desprecia. El mismo Boric recogió la posibilidad de un triunfo del Rechazo hace unos días, anunciando en un matinal de televisión que en ese caso el proceso continuará su curso por uno o dos años más y con una nueva Convención.
Es para tentar al mismo demonio, pero la frivolidad del aggiornamento a las circunstancias cambiantes se ha tomado la escena: después de haber participado en una dictadura de veinte años que dejó desaparecidos, ejecutados, torturados y cientos de miles de exiliados, junto a una Constitución aprobada en 1980 sin registros electorales ni condiciones mínimas de transparencia –y todo para perpetuar una democracia amarrada durante medio siglo con clavos, cadenas y amenazas–, hoy la derecha chilena se muestra olímpicamente dispuesta a dar un paso adelante para rebajar los quórum de reforma a la Constitución actual, en caso de que se rechace la propuesta de la Convención. ¡¡¡Un paso adelante!!! Magnífico, pero el prontuario democrático del sector requiere más de una vuelta a la manzana para dejar el canibalismo en el pasado.
El fantasma de la frivolidad recorre Chile, diría Marx, y no se detiene hasta llegar a los sospechosos de siempre. Para verificarlo basta oír del otro lado la frivolidad parlamentaria con que la bancada del PC y el FA, ambos de la actual coalición de gobierno, rechazaron la oferta de rebajar el quórum de las reformas a la actual Constitución, y esto con el único objetivo de que nadie acaricie la idea de votar Rechazo como alternativa al texto de la Convención. Uno de los cerebros grises del Apruebo, el abogado constitucionalista Fernando Atria, llegó al extremo de profetizar el caos para Chile en caso de no aprobarse el texto: “No hay espacio para una estrategia de rechazar para reformar. La opción sigue siendo Apruebo o Rechazo, a secas. Un triunfo del Rechazo significaría abrir un proceso incierto y largo, que puede tener costos altísimos para todos”.
La situación se ha vuelto tramposa, doctrinaria, encarnizadamente ideológica. Lo anterior no excluye al pueblo mapuche, mis hermanos en la frivolidad autorreferencial, quienes manifestaron a viva voz, antes incluso del inicio de la Convención, la posibilidad cierta de cambiarle el nombre al país cuyas leyes constitucionales se aprestaban a escribir, y esto gracias a los escaños reservados que el mismo Estado les aseguraba con el fin de poder deshacerse de un país al que no deseaban pertenecer, pero cuyas leyes estaban dispuestos a redactar. Desopilante y trágico, el oxímoron constitucional se despliega como una opereta en el Reino de Ubú. Con razón dicen que los chilenos nos parecemos más a los polacos que a los ingleses. Nos sobra disparate y orden al mismo tiempo.
La cuestión mapuche
“Chile podría cambiar hasta su nombre, porque ¿qué representa Chile?, es una historia bien triste, bien dolorosa, es una historia que quizás no debería volver a repetirse”, aseguró la candidata a constituyente Ingrid Conejeros, entonces vocera de la machi Francisca Linconao. La propuesta hace referencia directa al weichan, la guerra eterna que desde hace cuatro siglos el pueblo mapuche ha mantenido –con intermitencias periódicas– contra la conquista (primero), la colonización (después), y la asimilación y aculturación que el Estado-nación le ofrecen finalmente a cambio de su nombre.
La machi Linconao, quien obtuvo la mejor votación entre los candidatos indígenas, con poco más de once mil votos, ratificó esta idea poco antes del cierre de la Convención. Sepan, dijo, que el tema mapuche no es cuestión de devolver tierras que nos pertenecen, sino de un territorio, de una nación que estuvo antes que existiera Chile, y que se extiende de este a oeste y de norte a sur. La latitud geográfica de la machi empieza en Chillán y termina en Mar del Plata, del Pacífico al Atlántico, y en un paralelo que va desde Río Cuarto en territorio argentino hasta el sur de Chiloé, es decir el NguluMapu y el PuelMapu, que no son lo mismo aunque se parezcan por el apellido. Tiemblen si quieren, dijo la machi Linconao, pero aquí no se trata de que el Estado chileno nos devuelva el baño de la casa: aquí se trata de recuperar la casa completa, el territorio entero, el suelo y el techo, los animales y los muebles, los árboles y las piedras, los ritos y el lenguaje, la realidad toda del Wallmapu, cuyo nombre se alzará sobre la historia, quiéranlo o no. Remachando el concepto, la expresidenta de la Convención, Elisa Loncón, se destapó con un broche de frivolidad partisana al cierre mismo de las deliberaciones: “No habrá reformas al texto una vez que se apruebe”, prometió Loncón.
Se entiende así el entusiasmo que profesó –vía Zoom, eso sí– el catalán Carles Puigdemont hacia la Convención chilena: de ahí no saldrá una Constitución de salón, dijo Carles, porque hoy los chilenos saben quién escribe la Constitución y para quién se escribe. Todo un lector de García Márquez, Carles dijo sentirse “muy inspirado” por el ejemplo de los convencionales, a quienes felicitó desde algún lugar de Bélgica, país donde se ha refugiado para eludir la orden de arresto que pesa en su contra por convocar de forma unilateral a un referéndum para la independencia total de Cataluña. Una semana después de que la Convención entregara el texto definitivo, la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), uno de los principales grupos radicales que operan en la Araucanía, dio a conocer un comunicado que debió remecer la frivolidad clandestina del mismísimo Carles: “La plurinacionalidad no es más que una aspiración vacía en la mente de pseudointelectuales (sic) indígenas, nostálgicos de izquierda y del nuevo aparato estatal que quiere atomizar a las expresiones revolucionarias y de resistencia de nuestro pueblo con políticas sin legitimidad territorial y sin la moral de haber reconocido la verdadera lucha autonomista Mapuche”.
Hasta ahí el saludo de bienvenida a Carles. El comunicado de la CAM revela no tanto la frivolidad ideológica por parte de un sector del pueblo mapuche y de la izquierda radical que ha decidido acompañar la aventura, como la dificultad que ese mismo pueblo encuentra para darse una conducción política unificada ante un momento que parece exigirlo. De hecho, ni Héctor Laitul, líder de la CAM, ni la machi Linconao ni la académica Loncón, han podido darle a la Convención y al texto constitucional la impronta particular que requiere “la cuestión mapuche” como el verdadero mar de fondo de la discusión constitucional. Vulnerado el principio de igualdad ante la ley y de proporcionalidad democrática en procura de resolver la postergación histórica de los pueblos originarios (12,8% de la población total, según el censo de 2017), el texto propuesto por la Convención aboga por una plurinacionalidad que produce más ruido que aceptación y reconocimiento de una norma que hace de los humillados de la tierra los nuevos privilegiados ante la ley.
Bastaría, sin embargo, aproximarse al problema con otros ojos para levantar el velo y ajustar el retrato de cada cual. Los ojos del soldado Francisco Núñez de Pineda, por ejemplo, quien en 1673, tras meses de cautiverio en manos del cacique Maulican, dejó escrita una joya literaria, digresiva y retorizante pero sin romanticismo alguno sobre la real condición de sus captores, los mapuche, “pues cuando aguardaba ver de la muerte el rostro formidable, me hallé con más seguras prendas de la vida”. Enrolado en la infantería al servicio del rey Carlos II, Núñez de Pineda fue hecho prisionero en la batalla de Las Cangrejeras en mayo de 1629, cerca de Chillán, permaneciendo cautivo hasta noviembre de ese año. Su libro, Cautiverio feliz, es el relato de esa experiencia donde los roles se intercambian: el humillado es el huinca, el extranjero, y el hombre libre es el cacique. El soldado escribe y describe su cautiverio; el cacique lo vigila, lo cuida, lo amansa, le dicta las normas de la comunidad que ha de obedecer para preservar la vida. En su crónica, Núñez de Pineda se explaya con admiración sobre “la patria” de sus captores y habla de “esta nación de guerreros” en párrafos que merecen ser reproducidos para respirar lejos de la frivolidad partisana: “De esta calidad y naturaleza son los indios, que algunos llaman ingratos, desconocidos y traidores, cuando con ciertas experiencias y antiguos conocimientos podemos decir los que dilatados tiempos los hemos manijado (sic) (dejando aparte el odio y la pasión que sus barbaridades han causado a muchos) que sus acciones y arrestos valerosos han sido justificados, por haberlos ocasionado nuestras tiranías, nuestras inhumanidades, nuestras codicias y nuestras culpas y pecados, que continuados más en estos tiempos con más descoco y descaramiento, atropellando la virtud y avasallándola, con que la guerra de Chile es inacabable, más sangrienta y más dilatada, que es a lo que se encaminan mis discursos ciertos y verdaderos”.
Lo que hay
La lógica llama a rechazarlo. Pero los países no son lógicos: son historias, luchas, mezclas, dominios, deseos, frustraciones, rupturas y continuidades
Por fortuna, a la salida de la borrachera constituyente hay un texto del cual afirmarse. De las casi 180 páginas con sus 400 artículos y 54 normas transitorias en la edición de un millón de ejemplares que hizo imprimir el gobierno, hay que decir que la armonización escrita funcionó mejor que el examen oral. Munificente en derechos sociales, devotamente paritaria en temas de género, generosa en su perspectiva de un Estado de bienestar, ambigua en su concepción de “Estado plurinacional” con autonomías políticas indígenas y pluralismo jurídico para los pueblos originarios, al tiempo que cautelosa del carácter “único e indivisible” del Estado de Chile, el texto es amenazador respecto de un orden político que elimina el Senado, permite la reelección del presidente, otorga amplio protagonismo a una asamblea reunida en torno a una Cámara de Diputados, hostiga la independencia de los tribunales y fomenta un inédito pluralismo judicial, al tiempo que crea escaños reservados para los representantes de los “pueblos pre-existentes” y otorga un discutido veto indígena o voto de consentimiento (al respecto, la discusión interpretativa está desatada entre los constitucionalistas) en caso de futuras reformas que puedan afectar los intereses de esos pueblos y comunidades.
La lógica llama a rechazarlo. Pero los países no son lógicos: son historias, luchas, mezclas, dominios, deseos, frustraciones, rupturas y continuidades. Por lo mismo, el texto que se propone es un comienzo, no un final. Y todo comienzo, tanto en arte como política, ha de ser saludado por sobre lo ya vivido, porque indica una libertad humana específica que se moviliza en la acción. Fue Hannah Arendt quien lo subrayó apenas terminada la guerra en Comprensión y política, un ensayo breve de 1953 que prefigura su célebre Eichmann en Jerusalén, y donde la frivolidad es equivalente a la estupidez humana, entendida como la “enfermedad sin remedio” del juicio cuando pierde sus herramientas de comprensión de la realidad. Extendida hoy tanto como lo estaba antes el sentido común, la estupidez es enemiga de la imaginación por la cual una persona revela su libertad de acción y elección, escribe Arendt, en una postura que se distancia tanto de los trascendentalismos vernaculares como de las concepciones paranoicas del poder. No hay nada que demonizar en quien vota Rechazo, ninguna estatua que erigir en quien vota Apruebo. Todas las amenazas sobran cuando se derrota a la estupidez.
Habrá que ver quién convence a quién y de qué modo, pero mi Apruebo no se toca: es otro cautivo feliz de las posibilidades humanas que nos atraviesan a todos, de la diferencia y el comienzo, porque el cautivo lleva consigo todas las sangres, para decirlo con el título de uno que nunca se aculturó pero escribió para todos. No veo otra salida, valga la paradoja, y admito que estoy más cerca de Lacan que de la CAM en esto de la identidad; es cierto, para mí la identidad resbala de un pueblo a otro, de un verbo a otro, sin que sepamos con certeza qué es ser chileno, qué es ser pueblo originario, qué un latinoamericano, qué un judío y qué un palestino. Sé que soy inmigrante, y sé lo que eso significa. Soy escritor y también sé lo poco que eso significa hoy, si no va acompañado de algún guiño hacia las comunidades LGBTQI+ o hacia los pueblos pre-existentes. Nieto e hijo de inmigrantes, sin escaños reservados ni tierra prometida ni estancia asegurada: lo que hago soy yo mismo, lo que trabajo y escribo. Ese es mi nombre. Ya lo decía el gaucho Martin Fierro, quien hacía valer su identidad con estrofas que el viento enseguida borraba:
Es la memoria un gran don,
calidá muy meritoria;
y aquellos que en esta historia
sospechen que les doy palo,
sepan que olvidar lo malo
también es tener memoria.
Escribo este texto en defensa del nombre.
Al igual que la gran mayoría de mis compatriotas dentro y fuera del país, hasta hace pocos días también yo formaba parte del gigantesco contingente de indecisos, insatisfechos y acorralados chilenos y chilenas convocados a aprobar o rechazar, en voto obligatorio...
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Roberto Brodsky
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