reportaje
Los derechos LGTBI+ también son una cuestión de clase
Muchos refugiados que llegan a España huyen de sus países tras sufrir una vulneración de sus derechos humanos por su orientación sexual. Sin embargo, demostrar su situación puede llegar a ser muy difícil
Israel Merino 7/07/2022
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Alexandra sale de la boca de metro de Plaza España esquivando el viento repleto de polvo, además de un chaparrón de barro. Una tormenta de verano ahoga Madrid y baja la temperatura de uno de los días más calurosos de junio desde que se tienen registros.
Llega con un vestido blanco con rayas azul marino y una cazadora vaquera sobre sus hombros. El viento va cargado de partículas que rasgan los ojos. Alexandra acude puntual, aunque ha tenido que darse prisa porque acaba de salir del gimnasio: “Me acabo de duchar y no sabía muy bien si llegaba”.
Lleva ya en España tres años, pero Madrid es una ciudad que no deja de sorprenderle: “Los españoles sois muy mal hablados”, asegura. “Habláis muy feo; decís muchas palabrotas. No es tan habitual en Latinoamérica”. Con paso convencido, se quita los auriculares y camina sobre el asfalto lleno de baches de la calle de los Reyes.
Alexandra es una mujer trans de 23 años proveniente de Chinandega, una ciudad de 100.000 habitantes en el oeste de Nicaragua. Como tantas otras personas LGTBI+ oriundas de países en los que mostrarse como uno es puede suponer una auténtica amenaza, Alexandra decidió dejar Nicaragua a los 20 años en busca de seguridad jurídica, sanitaria e incluso física.
“Mi país es complicado para las personas LGTBI+, sobre todo, para la gente trans”, asegura mientras se sienta en un taburete de un bar desde el que se ve la Gran Vía. “Hay una magnitud de violencia muy grande. Grandísima. En Nicaragua se realizan auténticas matanzas contra el colectivo trans”.
Según la Gay Travel Index de 2021, una lista elaborada por Spartacus, una organización que reúne recursos para viajeros LGTBI+, Nicaragua es el país 117º del mundo más seguro para las personas de este colectivo; esto es, el 85º más inseguro.
“Mi infancia no ha sido nada feliz. Tampoco mi adolescencia”, empieza a relatar mientras juguetea con sus auriculares e intenta mantener una compostura serena. “Yo salí del armario a los 6 años”.
“No me acuerdo muy bien de eso porque era muy pequeña, pero mi tía, que es como mi madre, me dice que a esa edad ya empezaba a mostrar ‘moditos’. Al principio, empecé a considerarme un chico gay. En la escuela había algo de bullying, pero la mayoría de mis compañeros me respetaban. No tuve demasiados problemas durante esa etapa”.
“El problema de verdad vino cuando me di cuenta de que no era un hombre, sino una mujer. A los quince años, entendí por fin quién era, pero mi familia no me aceptó. Son gente muy católica y superficial; consideraban que yo era una humillación para ellos, una vergüenza. Se preocupaban más por lo que dijeran los vecinos que por cómo estaba su propia hija. Ese mismo año, con solo 15, mi madre me echó de casa”.
“Tuve que irme a vivir con mi tía. Mi madre de verdad”, sigue contando mientras fuerza la garganta para tragar saliva, bebe agua e intenta no perder la sonrisa en ningún momento. “A los 15 y 16 años, mientras seguía estudiando, ya me ganaba la vida”.
“Mi tía tenía una tiendita, un quiosco. Ahí estuve trabajando mientras iba al instituto. En el instituto mis compañeros entendieron lo que yo era y se portaron casi todos muy bien conmigo. El problema fueron los profesores”.
En muchos países, entre ellos Nicaragua, existe una LGTBIfobia tan extendida que se puede denominar estructural. Este tipo de violencia no solo se refiere a la discriminación directa que los gobiernos pueden hacer contra las personas de este colectivo, sino también a la falta de mecanismos y recursos que garanticen una educación igualitaria y unas herramientas de protección que permitan que sus derechos no se vulneren.
“El mayor problema vino con los profesores. Ellos nunca aceptaron mi condición. Seguían refiriéndose a mí con pronombres masculinos, aunque yo les decía que no lo hicieran. Era humillante”.
Alexandra, que quería iniciar su transición cuanto antes, no pudo hacerlo en Nicaragua porque, en un nuevo ejemplo de discriminación institucional, este país no cuenta con ningún tipo de ley trans que oriente, ayude y proteja a estas personas: “Los médicos no hacían caso. Se reían de mí. Allí no podía hacer nada”.
A pesar de esto, Alexandra no barajó irse de Nicaragua hasta que, a los 19 años, sufrió un episodio traumático. Al recordarlo tiene que hacer un esfuerzo para reprimir las lágrimas y no ocultar el rostro.
“Tenía 19 años y volvía a casa después de una fiesta con amigas. Iba sola, de noche, cuando un hombre me golpeó muy fuerte en la cabeza. Caí al suelo y me quedé inconsciente”.
“Todavía lo recuerdo y me entra, no sé, esa angustia”, relata entre suspiro y trago de agua. “El hombre me violó. Acabé muy mal. En el hospital”.
“Mi tía se había ido a vivir a España, yo estaba sola allí, y decidí venirme. Aquí empecé mi transición y encontré trabajo y empecé a estar feliz. Me encanta Madrid. Mi madre, o sea, mi tía, está muy orgullosa de mí y de la mujer que soy”.
Aunque Alexandra está enormemente feliz por lo que ha encontrado en España, los hay que no tienen tanta suerte como ella. En España, viven 500.000 personas migrantes en situación irregular, dentro de las que hay miembros del colectivo LGTBI+. De hecho, son tan fuertes los coletazos de la Ley de Extranjería, que hay muchas personas migrantes con papeles que tampoco pueden acceder a según qué derechos.
El lunes 27 de junio, el Consejo de Ministros aprobó la Ley Trans, lo que permitirá llevarla al Congreso. Finalmente, gracias a la presión de organizaciones y colectivos, las personas trans migrantes podrán cambiar su nombre legal en España, aun sin haber iniciado los trámites de transición en sus países de origen.
“Es obvio que las personas LGTBI+ migrantes tienen que aguantar una serie de discriminaciones y violencias específicas que otros colectivos no”, asegura José Luis Martín Rojas, técnico y activista de KifKif, en su sede, muy cerca de Tirso de Molina.
KifKif es una ONG española con veinte años de trayectoria que se dedica a dar apoyo moral y legal a migrantes y refugiados LGTBI+. A través de esta organización, personas como José se encargan de aspectos como la intervención social o la inclusión laboral de personas de este colectivo, además del asesoramiento legal.
“En las instituciones españolas, las personas migrantes LGTBI+ se encuentran con muchas más puertas cerradas, e incluso burlas, que una española blanca. Hay mucha burocracia con la que estas personas no pueden combatir”.
De hecho, uno de los grandes problemas a los que se enfrentan muchos migrantes, y uno de los aspectos en los que también da apoyo KifKif, es con el tratamiento frente al VIH.
Hay gente seropositiva que tiene que esperar 90 días para poder recibir su tratamiento. Los médicos les ponen mala cara
“Hay gente seropositiva que viene a España y tiene que esperar 90 días para poder recibir su tratamiento. Cuando los acompañamos al hospital, vemos que los propios médicos les ponen mala cara y les preguntan quién los ha mandado para allá”.
Un claro ejemplo de esta discriminación es la que sufre la gente trans y migrante que decide iniciar una transición: “Por ahora, las personas migrantes no pueden cambiar su sexo legalmente”, continúa José.
“Ten en cuenta que les piden pruebas de que han iniciado una transición en sus países de origen… ¡pero es que no las tienen! No las tienen porque en esos países no existe ninguna estructura que les permita hacerlo; no hay ningún tipo de cobertura sanitaria o legal que los reconozca como son”.
En España existe la figura del refugiado LGBTI+. Como para cualquier otro refugiado, este estatus se otorga a las personas que deciden huir de sus países y pedir refugio en este al sufrir una vulneración de sus derechos humanos por su orientación sexual. Pero, nuevamente, conseguir este estatus no es fácil.
Los refugiado LGBTI+, como otros solicitantes de asilo, se acogen a un estatus especial que se otorga a las personas que deciden huir de sus países y pedir refugio al sufrir una vulneración de sus derechos humanos por su orientación sexual. Pero, nuevamente, conseguir este estatus no es fácil.
“Ahora está un poco mejor, pero antes era una locura. Tanto las pruebas físicas como las psicológicas. Por ejemplo, en estas últimas, todavía a día de hoy, siguen intentando ‘desmontar’ al solicitante de asilo en lo que se refiere a su orientación sexual”, explica Martín Rojas.
Es habitual que les pregunten si son vírgenes. Muchos responden que sí; entonces el entrevistador les dice que cómo saben que son gais
“Es muy habitual que les pregunten si son vírgenes. Muchos, que pueden venir de países como Senegal, les responden que sí; entonces, claro, el entrevistador los pone en jaque diciéndoles que cómo saben que son gais, por ejemplo. Evidentemente, haber tenido o no relaciones sexuales no te hace dudar de tu orientación sexual, pero si a este tipo de preguntas le sumamos la situación, los nervios y el idioma… pues imagínate”, añade.
Las personas que piden este tipo de asilo internacional están in extremis, pues se ven atrapadas en un país hostil en el que la discriminación los empuja a un sentimiento perpetuo, como un péndulo movido por la decadencia, de estar atrapados; sin salida; viendo peligrar sus vidas. Maykol, que es un chico colombiano, gay, alto y con facilidad para cruzar los brazos, lo demuestra.
“Yo tuve que huir de Colombia porque, a pesar de existir un marco de protección jurídica para las personas LGBT, no está disponible para el ciudadano. Solo pueden acceder a ella las personas con más recursos”.
El Estado colombiano funciona mediante estratos socioeconómicos que determinan el destino de cada persona
El Estado colombiano funciona mediante estratos socioeconómicos. Dependiendo de dónde esté ubicada tu residencia, pertenecerás a un estrato entre el uno y el seis, siendo el seis el destinado a los ricos y el uno a los más pobres.
Esta clasificación influye tanto a las personas que, desde el día en el que naces, marca dónde vas a estudiar, dónde vas a trabajar e, incluso, qué tipo de relación vas a tener con la Administración. Y esto, por supuesto, repercute en la forma en la que puedes beneficiarte de tus derechos.
“Yo pertenezco al estrato dos. Vengo de una población de Barranquilla, en la que los pueblos no están gobernados por el Estado, sino por comités de autodefensa. Ahí manda el más fuerte”.
Fraccionada y controlada, sobre todo en las zonas rurales, por grupos armados, es habitual que en Colombia haya zonas en las que la policía no tiene ni poder ni acceso. De hecho, al padre de Maykol lo mataron cuando él solo tenía ocho años: “En mi familia siempre se ha vivido con miedo”.
“En donde yo nací, la policía no actúa. No hay. El orden lo lleva el grupo de autodefensa. Aunque hay policía a la que acudir y una serie de protocolos contra la violencia al colectivo LGTBI+, es para las personas de otros estratos. La gente pobre no puede acceder a esos recursos”.
Tras recibir todo tipo de amenazas de los comités de autodefensa de su pueblo –algunas de ellas, por debajo de su puerta– Maykol decidió mudarse a Chapinero, el barrio gay por excelencia de Bogotá.
“Pero volví a mi casa, con mi familia. ¿Por qué tenía que estar pagando una renta carísima en Bogotá, si yo no había hecho nada? Yo quería estar en mi sitio. Estuve doce años viviendo allí, hasta que decidí volver”.
Cuando volvió, ya con 32 años, las cosas no habían mejorado en su pueblo. La violencia enlodaba el ambiente como el agua la arena, y las amenazas, además de las “vacunas” (pagos a los grupos paramilitares para garantizarse la protección), seguían estando a la orden del día.
“Hasta que decidí irme definitivamente del país. Cuando me negué a seguir pagando las ‘vacunas’, regresaron más fuertes las amenazas. Un día, volviendo de fiesta con unos amigos, empezaron a perseguirme con pistolas. Ahí fue cuando dije que ya bastaba, que no más, que se había acabado. Denuncié a la Fiscalía, pero no me hicieron mucho caso. Como yo era del estrato que era, pues ya sabes…”.
“Cuando llegué aquí, trabajaba en albergues a cambio de techo y comida. Desde que tengo el carné rojo ya puedo trabajar legalmente”
A los 33 años, tras informarse previamente y contactar con una organización similar a KifKif, Maykol consigue entrar en España con el estatus de refugiado. Oficialmente, él es un apátrida. No puede volver a su país a ver a su madre, tampoco puede pisar la embajada de Colombia. En estos momentos, tras tres largos años de espera, este chico de 36 años espera a que le lleguen los papeles definitivos.
“No me quiero hacer muchas ilusiones, pero si me lo dan, mi vida cambiaría muchísimo. Al principio, cuando llegué aquí, trabajaba en albergues no por dinero, sino a cambio de techo y comida. Desde que tengo el carné rojo, ya puedo trabajar legalmente”.
“De verdad que cambiaría muchísimo mi vida”, recalca mientras amplía aún más su sonrisa, que en ningún momento ha flaqueado durante la entrevista. “Lo que quiero hacer cuando me den el estatus es pedir el reagrupamiento familiar para poder ver a mi mamá”.
Alexandra sale de la boca de metro de Plaza España esquivando el viento repleto de polvo, además de un chaparrón de barro. Una tormenta de verano ahoga Madrid y baja la temperatura de uno de los días más calurosos de junio desde que se tienen registros.
Llega con un vestido blanco con rayas azul marino y...
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