Noches del Botánico II
Aristócratas y populistas: jazz de altos vuelos
Se acabó. Cincuenta veladas en las que han florecido buena música en el amable verdor del jardín madrileño. Se agradece el buen rollo, un fenómeno a estudiar y a contrapelo en este Madrid de gritos y cervezas, turres y terrazas
Pedro Calvo 5/08/2022
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A llorar al cuarto de al lado. Se acabaron las Noches del Botánico. ¡Snif! Han sido cincuenta veladas en las que han florecido buenas y rebuenísimas músicas en el amable verdor del jardín madrileño. Y todo hay que decirlo –somos seres sociales–, se agradece el buen rollo entre personal asistente y trabajadores diligentes. Todo un fenómeno a estudiar y a contrapelo en este Madrid de gritos y cervezas, turres y terrazas. La soberbia calidad del sistema de sonorización ayuda mucho a la función clorofílica. Biotecnología y feracidad. Un edén.
Hancock y Krall son hoy por hoy dos fulgurantes estrellas de jazz. Dos guías desde esquinas muy distintas del género
El populismo en la música no está reñido con la condición virtuosa del arte. Herbie Hancock (Chicago, 1940) tiene al gran público de su lado desde hace más de medio siglo. Que buscaba el calor de las masas ya estaba claro desde que era veinteañero. Herbie entró en una de las levas más intelectuales del hard bop. Veintidós años tenía cuando en 1962 compuso ‘Watermelon Man’; y tan solo dos años más tarde se inventó ‘Cantalupe Island’. Hoy esos dos temas son celebérrimos estándares del jazz, la cosa latina y hasta del rap. Por aquella época, Hancock hacía migas con Freddie Hubbard, Dexter Gordon, Ron Carter, Tony Williams y ese Billy Higgins. Todos eran valientes.
Contraste: lo de Diana Krall (Nanaimo, Canadá, 1964) fraguó más lento, trabajándose en esencia su personalísima relectura del Great American Songbook. Diana dio la campanada con sus dos primeros discos durante los años noventa del siglo pasado. Hancock y Krall son hoy por hoy dos fulgurantes estrellas de jazz. Dos guías desde esquinas muy distintas del género.
Herbie Hancock es todo un mito viviente por su portentoso jazz de arranque, por graduarse desde dentro de la revolución del Miles Davis eléctrico, por ese funky-jazz futurista que inventó con Head Hunters y por mil y una aventuras más, que pueden ir desde dúos a piano de cola con Chick Corea o la ecuménica celebración del legado de Joni Mitchell. La alquimia en Madrid vino dada por el fabuloso wild bunch acompañante. El trompetista Terence Blanchard, un superfiera soplando por todos los palos. Defiende el castillo de Nueva Orleans en todas partes (incluidos el cine y la tele). Y hasta compone óperas. Lionel Loueke, nacido en Benin (África occidental), es un guitarrista prestidigitador, trotamundos encumbrado con la aristocracia jazzística y otras noblezas. Y en la rítmica encontramos un acelerador de partículas: James Genus al bajo y Justin Tyson a la batería.
Con esos mimbres de titanio, Hancock hizo una panorámica de sí mismo con alto grado de condensación. La parte del león se la lleva esa avanzada del progreso que Herbie viene protagonizando desde que se puso a los mandos de un mellotron hace cincuenta años. Desde entonces ha venido haciendo maravillas con el piano acústico. Una multipolaridad que le convierte también en pilar de los sintetizadores y la tecnología electrónica aplicada a su receta mágica: Funky-Jazz Trek. Es muy milagroso que con 82 años se meta en esa bomba de neutrones, se cuelgue el teclado al hombro y se lance a tocar en vivo como si fuera un chaval, porque eso que toca está un paso más allá de la galaxia de Sly Stone y James Brown. La ciencia que estudia la vitalidad de los humanos –y sus inventos– debería centrarse en la estratosférica recreación que Hancock hizo de su tema ‘Chameleon’ (1973), que es un llena-pistas cósmico. El trance se apoderó de todo. Y allí se armó una rave de mil pares de demonios. Herbie, jinete de las estrellas.
Herbie Hancock es todo un mito viviente por su portentoso jazz de arranque, por graduarse desde dentro de la revolución del Miles Davis eléctrico
Elegancia, clase, savoir faire, distinción: Diana Krall. Vino en modo tenue, que paradójicamente me resultó más intenso en este estado hipotenso que en las demás veces que he visto a la dama. Esa fabulosa sonorización al aire libre –insisto– hizo posible no perder detalle en este concierto tan exquisito, tan en modo confesional. Diana tocó para sus adentros delante de miles de personas. Una experiencia tranquila pero profunda. Su revisión del American Song Book va por los senderos de la delicadeza y el buen gusto. Es sobrehumana a su manera sutil, matizada y contenida. En la parte añeja del repertorio, ‘Boulevard of Broken Dreams’ sacó a pasear cierta melancolía prerrafaelista. Especial vértigo quietista en ‘Cheek to Cheek’, de pulso tan sosegado que me hizo tener visiones con Fred Astaire bailando a cámara lenta.
Como la jefa es hiper-cool, el grupo de la Krall hace encaje de bolillos. Y como pone en sus últimos discos, Diana incluyó perlas cultivadas de autores más cercanos. Ese tema de Paul McCartney, ‘If I Take You Home Tonight’, que es un alucinante viaje al interior del universo Maca. ‘Jockey Full of Bourbon’, tomada de la leyenda del santo bebedor Tom Waits dándole al frasco. De final, temblor pleno, una esperanza desesperada: ‘This Dream of You’, que fue la pieza más juguetona de la noche. Es una enorme canción del último Bob Dylan aferrado a ese sueño imposible, como la mayoría de sus amores cantados. Luxury a flor de piel. La melenaza rubia cayendo sobre un largo vestido estampado me hizo apartar de un manotazo aquella ignominiosa expresión de una tipa de la política chunga madrileña que va de lista y parlotea de “hacerse la rubia”. Diana Krall no tiene un solo pelo de ese cliché tan insultante para todas las mujeres.
La salsa venezolana de Oscar D´León y la música afro-peruana de Eva Ayllon se sirven en caliente, hirviendo. Oscar D´León, como nuestro Fary, fue trabajador de la rosca antes que músico. Y quizá del taxi le venga ese don de gentes. Tiene 79 añacos, pero canta, baila y dirige su banda a la manera en que el mítico cubano Beny Moré gobernaba su Orquesta Gigante. El Faraón de la Salsa exuda energía por todos los poros: candela rítmica, sabor y sensualidad. Repertorio bárbaro: ‘El que siembra su maíz’, ‘Mata Siguaraya’, ‘De dónde son los cantantes’, ‘La piragua’, ‘Calculadora’ o ‘La murga de Panamá’. Descarga brutal. Es increíble que este casi octogenario showman se mantenga en pie con tales sobredosis de adrenalina.
En otra velada coincidieron Muchachito Bombo Infierno y Emir Kusturica con su No Smoking Orchestra. Para mí, sin ánimo de pugilatos, Muchachito se merendó a Kusturica. El serbio ofició más que nada de maestro de ceremonias de su show. La banda es enorme, pero tiene que lidiar con los empujones y parones que ordena Kusturica, cuyos héroes son Ché Guevara, Pancho Villa, Tito (Puente) y Heineken. El serbio se sobra sin escatimar pudores. Entre skas, ritmos balcánicos y fragor etílico, la noche iba subidita para el bienhumorado Emir. Estribillo de su himno:
“La cerveza es mi único dios.
Y el de mis amigos también”.
Con otro humor excelente, nervio electrizante y gracia callejera, Muchachito Bombo Infierno anunció que iba a hacer una de George Michael y largó ‘La quiero a morir’, de Francis Cabrel. El de Santa Coloma de Gramanet tira de una arrolladora brass band con los sacramentos de la percusión. Homenajes furibundos a Gato Pérez y Renato Carosone. El show fluye de arriba a más arriba. Disfruté muchísimo del rumberío. Muchachito, arriba de la bola. Y nadie en el bate.
El próximo año volveremos a las oxigenantes Noches del Botánico. Músicas virtuosas al amor de nuestras hermanas las plantas. Clorofila forever.
A llorar al cuarto de al lado. Se acabaron las Noches del Botánico. ¡Snif! Han sido cincuenta veladas en las que han florecido buenas y rebuenísimas músicas en el amable verdor del jardín madrileño. Y todo hay que decirlo –somos seres sociales–, se agradece el buen rollo entre personal asistente y trabajadores...
Autor >
Pedro Calvo
Periodista chusquero. Nací en Cuatro Caminos (Madrid), en 1954. Vengo de los felices tiempos del estajanovismo plumilla. Me dio por escribir de músicas y de la tele. Tengo el humor ahí. Una manía. En RNE me dejan ponerme fino delante del micro.
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