the queen
Isabel II, la reina del silencio
La monarca más longeva de Inglaterra, que sabía cuándo debía callar, deja un país acosado por una crisis múltiple y con reticencias hacia su sucesor
Walter Oppenheimer Londres , 13/09/2022
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Isabel II se marchó como vivió: sin hacer apenas ruido. La reina del silencio, la soberana más longeva de Inglaterra, no modernizó la monarquía tanto como el país se modernizó a sí mismo durante sus 70 años de reinado, pero le dio un giro radical muy concreto: aprovechó el avance tecnológico de las comunicaciones –primero la radio, luego la televisión– para darle la vuelta al paradigma monárquico tradicional de que los reyes han de ser invisibles. Isabel II hizo todo lo contrario: vestía colores llamativos para ser el foco de atención y acercó al pueblo al trono a través de miles de visitas personales y de estudiados y cortos discursos por radio y televisión. Sabía cuándo debía hablar o callar y, sobre todo, cómo: discrepando en privado pero guardando siempre silencio en público sobre esas discrepancias y acatando la decisión final de los gobiernos de cada momento.
Quizás ese es el secreto de que una institución tan rancia y tan antidemocrática como la monarquía siga siendo tan popular en el Reino Unido. Eso y el gusto de los británicos por la pompa y el ceremonial, que se extiende a casi todo: la monarquía, la política pero también el fútbol (en la Premier no se juega el mejor fútbol del planeta pero lo parece gracias al ambiente en los estadios y las retransmisiones de televisión). Todo aquí tiene algo de teatral y los británicos tienen una gran tendencia a creer que lo suyo es siempre lo mejor y, por lo tanto, hay que preservarlo.
Los reyes reinan, pero no gobiernan y el fallecimiento de Isabel II no debería ser un factor de inestabilidad. Y, sin embargo, puede acabar siéndolo. Gran Bretaña vive un momento histórico de incertidumbre. Cuando la ahora fallecida reina llegó al trono, en 1952, aún estaba viva la memoria de la II Guerra Mundial y racionados algunos productos de primera necesidad. Sin embargo, el país y Europa entera, auxiliada por el dinero americano, se encaminaban hacia una época de crecimiento económico y demográfico galopante. Ahora ocurre todo lo contrario y la desaparición de la reina se ha producido tan solo 48 horas después de que llegara a Downing Street una nueva primera ministra, la conservadora Liz Truss, que ha entrado por la puerta de atrás, con un programa de Gobierno refrendado tan solo por una ínfima representación del electorado: los 81.326 militantes tories que votaron por ella en las primarias del Partido Conservador para elegir al sucesor de Boris Johnson.
Los reyes reinan, pero no gobiernan y el fallecimiento de Isabel II no debería ser un factor de inestabilidad
La llegada de una primera ministra de dudosa legitimidad coincide con un momento histórico particularmente delicado: el Brexit está convirtiendo al Reino Unido en un país cada vez más irrelevante y en decadencia económica; el abandono de la Unión Europea ha reforzado a los independentistas en Escocia y también a los partidarios de la unificación de Irlanda en el Ulster; las promesas de Truss para asegurarse el apoyo de los militantes conservadores auguran un empeoramiento de las relaciones ya de hecho muy deterioradas con los socios de la UE; la desconfianza en la economía y la política británicas (junto a factores externos como la guerra en Ucrania) ha desplomado el valor de la libra esterlina frente al dólar a niveles de debilidad no vistos desde 1985; la guerra en Ucrania es un factor de incertidumbre enorme en un país que está particularmente comprometido con la ayuda militar a los ucranianos y en el que la crisis del coste de la vida es especialmente aguda pese a tener una dependencia mucho menor del gas ruso que países como Alemania, por ejemplo.
No es que la reina hubiera podido hacer mucho para amortiguar esos factores de crisis, pero solo los republicanos más recalcitrantes niegan que su presencia era un polo de estabilidad. De la misma manera que son muchos los monárquicos que aceptan que esa estabilidad no está absolutamente garantizada con su sucesor, Carlos III. Las dudas sobre Carlos se basan en dos aspectos: por un lado, una parte notable de la opinión pública aún no le ha perdonado la ruptura de su matrimonio con Diana de Gales. Carlos es visto por casi todos como el causante de aquel fracaso debido a su relación con Camila, su amante (y su amor) de toda la vida, con la que se acabaría casando en 2005 y que, gracias al expreso apoyo público de Isabel II, se ha convertido ahora en reina consorte. El paso del tiempo y los esfuerzos de Carlos y Camila para congraciarse con la opinión pública han suavizado las dudas sobre la popularidad del nuevo rey, pero los jóvenes hubieran preferido como sucesor de la reina a Guillermo, el hijo mayor de Carlos y ahora príncipe de Gales. Algo inconcebible en una monarquía como la británica.
Las promesas de Truss para asegurarse el apoyo de los conservadores auguran un empeoramiento de las relaciones ya de hecho muy deterioradas con los socios de la UE
El otro aspecto que genera dudas sobre Carlos es su capacidad de ser un rey políticamente neutral. En su larga espera como sucesor ha defendido tenazmente sus ideas personales, en especial en materias como arquitectura y urbanismo (con una visión muy conservadora) y en medioambiente (el tiempo le ha dado la razón y le ha convertido en uno de los pioneros de la lucha contra el cambio climático). En sus primeras horas y días en el trono, Carlos III ha puesto especial énfasis en dejar claro que conoce muy bien la diferencia entre ser príncipe de Gales y ser rey y que va a ceñirse siempre a sus obligaciones constitucionales, entre las que figura la neutralidad política.
Pero ser políticamente neutral no significa no tener opinión sobre las cosas. La diferencia entre Isabel II y su hijo es que ambos tenían opiniones pero mientras él las expresaba en público, ella lo hacía solo en privado. La reina silenciosa no siempre estaba callada, pero sus querellas con los primeros ministros del momento no se basaban en política de partidos.
Algunas de esas querellas son conocidas. Por ejemplo, su malestar por la invasión del canal de Suez en 1956. O su oposición a recibir en visita de Estado al dictador rumano Nicolae Ceausescu, en 1978. Una resistencia inútil porque el primer ministro de la época, el laborista James Callaghan, insistió y Ceausescu fue recibido con honores de Estado y a lo largo de su visita firmó un contrato por valor de 200 millones de libras con British Aerospace, considerado entonces el mayor acuerdo en aviación comercial entre dos países.
Los desencuentros entre Isabel II y Margaret Thatcher fueron numerosos y profundos y se explicaban en parte por la misoginia de ambas y por la competencia que se estableció entre ellas. La reina, que sentía que la primera ministra se comportaba a menudo como si fuera la soberana, no le ocultó su malestar por la radicalidad de su enfrentamiento con los mineros o los experimentos del Gobierno conservador al auspiciar el desempleo masivo en el bienio 1981-82. Pero quizás las disputas más legendarias fueron a cuenta de las políticas racistas de apartheid en dos territorios del viejo imperio: la entonces Rhodesia y Suráfrica. En agosto de 1979 la reina desoyó los consejos de su primera ministra y asistió a la cumbre de la Commonwealth en Zambia, que puso las bases para el acuerdo que pondría fin al apartheid en Rodesia del Sur y daría paso a la independencia de lo que ahora es Zimbabwe a partir de la igualdad racial. En 1985, la reina y la primera ministra chocaron por la oposición de Thatcher a la imposición de sanciones a Suráfrica por el apartheid. No es que Thatcher defendiera esa política racista, pero pensaba que sería más fácil suprimirla por la vía del acuerdo que de las sanciones.
Los desencuentros entre Isabel II y Thatcher fueron numerosos y se explicaban en parte por la misoginia de ambas y por la competencia entre ellas
Retratar a Isabel II como una líder del antirracismo puede ser excesivo, pero las posiciones antirracistas de la reina han sido públicas y notorias. Tan notorias como la extraordinaria sintonía que tuvo con Nelson Mandela. Quizás había detrás de ello sobre todo una querencia por el modelo de entendimiento y hermandad que a juicio de la reina emanaba de la Commonwealth, pero Isabel II se comprometió en público de forma asidua. Quizás una de las ocasiones más notables fue cuando transformó su tradicional discurso de Navidad de diciembre de 2004 en un poderosísimo alegato antirracista de la mano de la parábola del Buen Samaritano, “una historia imperecedera de un hombre víctima de un robo que fue ignorado por sus propios compatriotas, pero ayudado por un extranjero; por cierto, un extranjero despreciado”, dijo. Un mensaje lanzado cuando las tensiones raciales habían vuelto a las calles de varias ciudades del Norte de Inglaterra.
El recurso de Isabel II a ese tipo de mensajes no solo se ha ceñido a la Navidad. Quizás uno de los discursos que más impacto ha tenido en sus 70 años de reinado fue el que pronunció en abril de 2020, cuando el Reino Unido estaba en cuarentena por la pandemia de la covid, pésimamente gestionada por el Gobierno de Boris Johnson hasta la aparición de las vacunas. “Aunque es posible que todavía tengamos que soportar más cosas, llegarán días mejores: estaremos otra vez con nuestros amigos; volveremos a estar con nuestras familias; nos reuniremos de nuevo”, vaticinó.
La propia reina vivió en carne propia los efectos de la pandemia. Su marido, el duque de Edimburgo, que falleció un año después de aquel discurso, no murió a causa del virus pero la reina tuvo que asistir sola a su funeral debido a las restricciones que aún estaban en vigor. Luego se supo que en Downing Street se había celebrado la noche antes una de esas fiestas prohibidas que acabaron precipitando la caída de Boris Johnson. La foto de Isabel II, sola, enlutada y enmascarada en la capilla del castillo de Windsor, circuló con fuerza al descubrirse la coincidencia de fiesta y funeral.
La reina evocó en aquel mensaje sobre la epidemia el primero que había lanzado, cuando tenía solo 14 años, en 1940. Un mensaje dirigido a los niños que estaban abandonando el país para refugiarse de los bombardeos nazis. La guerra sin duda marcó el carácter de Isabel II de la misma forma que ha marcado al conjunto del Reino Unido, que oculta a menudo su declive como potencia mundial detrás de épicas referencias a la resistencia frente a Hitler y a su papel clave en la reconquista de la Europa invadida por las tropas nazis. La propia Commonwealth parece creada para enmascarar la pérdida del Imperio Británico. Ahora, la guerra ha vuelto a su cita regular con la vieja Europa.
¿Qué pasará a partir de ahora con la monarquía británica? Su fortaleza parece indiscutible y los temores que suscita la sucesión de Isabel II por su hijo Carlos III parecen exagerados. Sin embargo, la monarquía británica ha entrado en crisis con relativa facilidad en el pasado más o menos reciente. La primera, en 1936 con la abdicación de Eduardo VIII, precisamente el factor que acabaría convirtiendo a Isabel en reina de Inglaterra al cambiar la línea de sucesión. La segunda, con la irrupción de Diana de Gales y, sobre todo, su repentina e inesperada muerte en 1997. La reina mostró entonces su cara más estirada y elitista en una reacción que sus defensores atribuyen a su deseo de proteger a sus nietos Guillermo y Enrique, que acababan de perder a su madre, pero que la población británica interpretó como un desdén a la princesa muerta.
Pero la reina reaccionó a tiempo y las dudas desaparecieron con tres gestos: viajar a Londres, dirigirse a los británicos en directo “como reina y como abuela” para rendir homenaje a Diana y, aunque de forma brevísima, inclinando la cabeza con respeto al paso del féretro con los restos de la princesa. Desde entonces, su popularidad y la de la monarquía no han dejado de crecer.
En UK, los problemas personales están en la base de dos crisis, la abdicación y Diana, y el acceso de Carlos III al trono plantea interrogantes sobre su neutralidad
La supervivencia está en los genes de la familia real británica, que en realidad es alemana. La reina Victoria hablaba el alemán con tanta facilidad como el inglés. Los Mountbatten eran originariamente Battenberg y los Windsor no existieron hasta 1917, cuando el rey Jorge V cambió el nombre original de la actual dinastía, Saxe-Coburgo-Gotha, para distanciarse de Alemania en plena I Guerra Mundial. El rey Jorge VI, padre de Isabel II, se llamaba en realidad Alberto, un nombre demasiado germánico para el gusto de Winston Churchill, que le convenció para que reinara como Jorge, el santo patrón de Inglaterra.
La facilidad con la que la monarquía británica es capaz de entrar en crisis existenciales invita a los paralelos con la monarquía española, cuya fragilidad ha llevado a sus reyes al exilio y dado paso a dos repúblicas. En la España de hoy, Juan Carlos I ha tenido que renunciar al trono por sus abusos personales y Felipe II se ha visto muy cuestionado tras romper la neutralidad política en los momentos más conflictivos del auge del independentismo en Catalunya. En el Reino Unido, los problemas personales están en la base de las dos crisis mencionadas, la abdicación y Diana, y el acceso de Carlos III al trono plantea interrogantes sobre la neutralidad futura de su monarquía.
En UK, los conservadores de Truss no tienen votos que perder si endurecen su oposición a un segundo referéndum de independencia en Escocia
Es curioso también que ambos países coincidan en los problemas territoriales, tanto de independentismo como de desigualdad. Un paralelo de especial relevancia política es que los partidos dominantes de la derecha en el gobierno central (el PP en España y los conservadores en el Reino Unido) apenas tienen presencia electoral en los territorios más afectados por la cuestión independentista. En España eso es especialmente cierto en Catalunya y explica en gran medida la radicalidad del PP frente al nacionalismo catalán, que está en el origen de su rechazo al Estatut de 2006 y, como consecuencia, el auge del independentismo. En Reino Unido, los conservadores de Liz Truss no tienen votos que perder si endurecen su oposición a un segundo referéndum de independencia en Escocia y crispan así las relaciones entre Londres y Edimburgo.
¿Qué tiene que ver Carlos III con todo eso? Directamente, muy poco. Indirectamente, mucho más: hace más patente la necesidad de que aporte estabilidad para que los británicos no empiecen a echar de menos a su madre y desear que su hijo Guillermo le sustituya cuanto antes. Por eso ha de demostrar que es capaz de ser el rey del silencio, algo a lo que no está acostumbrado.
Isabel II se marchó como vivió: sin hacer apenas ruido. La reina del silencio, la soberana más longeva de Inglaterra, no modernizó la monarquía tanto como el país se modernizó a sí mismo durante sus 70 años de reinado, pero le dio un giro radical muy concreto: aprovechó el avance tecnológico de las comunicaciones...
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