Novela
Ternura molotov
Apuntes sobre ‘Tengo miedo torero’, de Pedro Lemebel
Ernesto Bottini 14/10/2022
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Hay una zona de la novela latinoamericana –cuya impronta quizá sea la más reconocible y constante en la configuración cambiante del canon– que es una respuesta crítica, ética y estética, a las narrativas estatales totalitarias y a la hegemonía de la moral pequeñoburguesa en el discurso político y social. De esa fricción, de esa violencia, surge el rostro más perdurable de la literatura continental. Digámoslo pronto y sin temor a equivocarnos: la literatura latinoamericana del siglo XX es una cosa seria y en muchos casos una actividad peligrosa (represión, exilio, muerte). Por supuesto que la respuesta es polifónica y multiforme, oblicua y personal, en apariencia insondable. Su seriedad radica en que ha funcionado como una máquina de pensar formas de resistencia y de elaborar memoria colectiva, a la vez que de laboratorio de imaginación para otras vidas posibles.
Aquello que se cuenta en Tengo miedo torero es el idilio entre Carlos, un efebo revolucionario implicado en un plan magnicida, y la Loca del Frente, el personaje protagonista: bordadora mayorcita, por momentos travesti, por momentos “mariflor”, siempre “poco hombre”, “reina calva”. Lo que cuenta Tengo miedo torero es el tránsito entre el ensimismamiento estéril de un sujeto marginado (doblemente: por su condición de pobre y homosexual) y su iniciación en la militancia política (un nuevo escalafón de marginalidad), en el contexto de asfixiante represión de la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet en Chile (1973-1990). La novela, la única que escribió Pedro Lemebel (1952-2015), conocido primero por sus performances situacionistas con el grupo Las Yeguas del Apocalipsis y por sus crónicas en prensa y radio (recogidas en libros como La esquina es mi corazón, Loco afán, De perlas y cicatrices, El Zanjón de la Aguada, etc.), se publicó en 2001 (Seix Barral en Chile y Anagrama en España) y ha sido reeditada en España en 2021 por la editorial las afueras. La acción de la novela se sitúa en el año 1986. La nota introductoria arranca así:
“Este libro surge de veinte páginas escritas a finales de los ochenta y que permanecieron por años traspapeladas entre abanicos, medias de encaje y cosméticos que mancharon de rouge la caligrafía romancera de sus letras”.
Lo que cuenta Tengo miedo torero es el tránsito entre el ensimismamiento estéril de un sujeto marginado y su iniciación en la militancia política
Estas primeras líneas del paratexto liminar resultan imprescindibles para comprender los fundamentos del proyecto general de escritura de Lemebel. Allí está el “descuido” y la vocación de una “literatura menor”, y también la inscripción en el terreno de lo corporal: manchas, rastros de carmín, huellas del tiempo y parte de lo vivido, dispositivos de identificación. La “caligrafía romancera” introduce un guiño a los códigos culturales de orden popular que atraviesan la novela: la prensa rosa, el folletín sentimental, la telenovela, la radiofórmula nostálgica. Junto a las dinámicas narrativas propias de géneros bastardos y en general despreciados por la ortodoxia academicista, hay en la novela un sistema de citas directas y referencias intertextuales más o menos veladas a iconos de la literatura, el cine y la canción. Un caso interesante, por cuanto tiene de elocuente con respecto al tratamiento de estas intertextualidades, es la referencia a Lolita de Nabokov: “Sí, Carlos. No, Carlos. Tal vez, Carlos. A lo mejor, Carlos. Como si la repetición del nombre bordara sus letras en el aire arrullado por el eco de su cercanía. Como si el pedal de esa lengua marucha se obstinara en nombrarlo, llamándolo, lamiéndolo, saboreando esas sílabas, mascando ese nombre, llenándose toda con ese Carlos tan profundo, tan amplio ese nombre para quedarse toda suspiro, arropada entre la C y la A de ese C-arlos que iluminaba con su presencia toda la casa”.
Pero Carlos no es su nombre “real”, sino su nom de guerre, como el de él/ella. “Existe una gran alegoría barroca que empluma, enfiesta, traviste, disfraza, teatraliza o castiga la identidad a través del sobrenombre”, leemos en “Los mil nombres de María Camaleón”, una de las crónicas incluidas en Loco afán. Sus nombres son prótesis que encarnan una identidad más auténtica (por elegida), acorde con sus verdades más íntimas. Los personajes se conocen y se reconocen en las máscaras que adoptan para enfrentarse a las condiciones de vida que pretenden transformar, por caminos que se comunican y solidarizan.
Tengo miedo torero confronta la idea de la novela como objeto prestigioso dentro del sistema cultural burgués y sus formas de producción y consumo, ya que es la burguesía quien sostiene con sus intereses de clase la pervivencia del dictador y su tiranía. Esta desconfianza de la fosilización del género novela, el rechazo de su papel como animal domesticado o artefacto incendiario desactivado dentro de las convenciones artísticas, puede escucharse como un eco de la desconfianza y del rechazo que llevarían décadas antes, en un contexto en más de un sentido análogo, a Rodolfo Walsh a escribir Operación masacre (1956), y con ello a una de las mayores revoluciones literarias del siglo XX: la novela de no ficción. La obra de Lemebel es también un ejercicio constante de ir contra “la supersticiosa ética del lector”, de desafío a las cláusulas que se supone conforman las expectativas de ese “inconsciente colectivo” que se ha dado en llamar El lector. La literatura de Lemebel es una herramienta de uso e intervención, es “popular y copular”, se fragua fuera de la campana de cristal de la Cultura como mercancía de la industria del ocio y del entretenimiento, o actividad, en esencia, económica. O todavía peor: aquella que la entiende como medalla de sofisticación en la pechera del carácter. “Yo tengo algo de pudor frente a los saberes ilustrados, los saberes de catedral”, dirá.
Apropiaciones y reformulaciones, simulacros, teatralizaciones: todas ellas estrategias afines al pastiche posmoderno que permiten establecer una filiación productiva con poéticas como las de Severo Sarduy, Manuel Puig o Copi. Hacer de la marginación con respecto a la novela como producto burgués no un lugar de aislamiento, sino un cuerpo de resistencia. Ante la indeseable realidad de lo impuesto, la vocación del margen y la imaginación de otras formas de convivencia, por tanto también de otras formas de expresión. Frente a la pureza (de la nación, de la raza, de la ideología, del género, de la familia), el mestizaje, la hibridación y la mancha.
El estilo indirecto libre le permite establecer una distancia funcional específica entre narrador y personajes, especialmente útil con respecto al personaje protagonista. Esta distancia habilita una reverberación nominal que se problematiza de manera significativa en la narración. Le permite hacer un encuadre de género según la afectividad y el grado de intimidad de las relaciones, comunicando así el funcionamiento de su identidad en tránsito y la manera en que se percibe a sí mismo. El uso de este narrador complejo, que hace circular el discurso de manera fluida, posibilita la articulación de las partes de la novela, en particular los pasajes de la pareja revolucionaria en diálogo asonante con los pasajes de la pareja del dictador, con coherencia formal, sin perder el foco introspectivo. Este contraste (la dualidad y el juego de espejos deformantes) es uno de los recursos más sustanciosos y constantes de la novela. Así las cosas, el efecto que produce el narrador al abordar los pasajes dedicados al dictador, su esposa y su estilista, es el de la mordacidad, lo caricaturesco y lo cómico. Es la venganza por la ficción: construye una narración mítica alternativa que se postula para cortocircuitar la memoria pública dominante.
El puñado de respuestas civilizatorias y liberales que la sociedad propone a la expresión de género “desviada” y a la identidad sexual “aberrante” de la Loca del Frente son familia, escuela y ejército
Esta minuciosa armazón formal es la que salva al texto de ser arrastrado por el caudaloso río del memorialismo o de la autobiografía, en el que se disuelven –cuando no se ahogan– numerosos registros de la represión militar. Son los mimbres de la obra de arte los que le otorgan solidez para viajar por el tiempo-espacio de la cultura en la que se mueve (¡la nuestra!). En Adiós mariquita linda, Lemebel recoge una anécdota que incide en este sentido. Un fulano le recrimina que el final de la novela contiene un error, porque desde Laguna Verde no se alcanza a ver Valparaíso, como allí se afirma. Su respuesta es tan airada como precisa: “Son recursos literarios y yo hago lo que quiero con la historia, casi le escupí roja de ira”. El artificio, entendido como repertorio de técnicas y saberes, como vehículo de la voluntad creadora, contrariamente a lo que suele asumirse desde cierta perspectiva ingenua, no solo no distorsiona o corroe lo “auténtico”, sino que le permite manifestarse.
La Loca del Frente es un sujeto marcado por la violación del padre, por la medicalización sugerida por la institución escolar, y por la promesa de la reconversión en la disciplina militar: el puñado de respuestas civilizatorias y liberales que la sociedad propone a su expresión de género “desviada” y a su identidad sexual “aberrante”. Familia, escuela y ejército: los pilares sobre los que se sostiene el templo moral de la burguesía nacionalcatólica.
Tratado de zoomorfismo en la subcategoría de repertorio ornitológico simbolista, los pájaros recorrerán la novela como una bandada que de tan presente se hace invisible. Pero antes de que los pájaros levanten vuelo boquea el ave de corral, pichón desplumado bajo el peso del cuerpo del padre:
“Él decía que me hiciera hombre, que por eso me pegaba. Que no quería pasar vergüenzas, ni pelearse con sus amigos del sindicato gritándole que yo le había salido fallado. A él, tan macho, tan canchero con las mujeres, tan encachao con las putas, tan borracho esa vez manoseando. Tan ardiente su cuerpo de elefante encima de mí punteando, ahogándome en la penumbra de esa pieza, en el desespero de aletear como pollo empalado, como pichón sin plumas, sin cuerpo ni valor para resistir el impacto de su nervio duro enraizándome”.
Las terribles condiciones emocionales y materiales en las que sobrevive el personaje hacen que la conquista del amor sea un penoso ascenso por una montaña de excrementos
Venus en el pudridero de un Chile tiranizado y homofóbico (de un homoerotismo violento y culposo), la única experiencia amorosa posible para la Loca del Frente es en sí misma una contravención que solo puede contarse en fragmentos de un discurso infractor. El amor, en el contexto de este relato, no tiene un gramo de sentimentalidad porque sus códigos están invertidos: las terribles condiciones emocionales y materiales en las que sobrevive el personaje hacen que la conquista del amor sea un penoso ascenso por una montaña de excrementos, una épica batalla contra un ejército de monstruos.
[Aquí debería insertar un cameo de despedida de bell hooks: “El amor es profundamente político. Nuestra mayor revolución tendrá lugar cuando seamos capaces de entender esta verdad”.]
La contravención a la norma desplegada por la moral dominante, de naturaleza espuria y tiránica, la resistencia a sus cepos jibarizantes, tiene su correlato en la contravención a las normas de la gramática y la morfología, generando una mímesis que fortalece la elocuencia y la eficacia de su rebeldía. A eso habría que sumarle el hecho de que la relación amorosa entre guerrilleros también contraviene el aparataje masculinizado del coraje revolucionario marxista (“Pero no me hable del proletariado/ Porque ser pobre y maricón es peor/ Hay que ser ácido para soportarlo”). La novela de Pedro Lemebel es una máquina de descabezar títeres. La afirmación de la identidad fluctuante de la Loca del Frente se resiste a las imposiciones restrictivas de las dos identidades políticas en liza (por simplificar), aunque de ninguna manera equivalentes ni asumidas desde la equidistancia. Otra vez nos encontramos con el rechazo de una dialéctica cuya síntesis no puede ser satisfactoria: no hay manera de resolver el cuadro porque el problema está en el marco. En ese marco, su identidad es siempre recibida como una degeneración.
[Toda identidad que ponga en tela de juicio el poder absoluto de los valores impuestos por la dictadura es, en definitiva, una degeneración. Parafraseando la sociología de los años noventa, una sociedad se conoce por lo que desecha, por los colectivos que margina, repudia y acosa.]
El relato, que se presenta como una respuesta crítica al discurso del Estado y sus ramificaciones totalitarias, no es un panfleto (¡nunca lo es!); es la afirmación, a través de la obra de arte, de una sensibilidad que reivindica para sí respeto y libertad, la participación en una comunidad en la que desarrollar una vida digna de ser vivida sin necesidad de renunciar a la propia identidad. Sin hostigamiento, discriminación ni desprecio. De la lucha por conquistar ese derecho brota la ternura: su emblema es una diosa pagana y ambigua con un ambarino cóctel molotov bajo el brazo.
[Que la emoción por la ternura que despierta el texto no parezca exaltada. El entusiasmo tiene que surgir del ANÁLISIS.]
Al menos en dos sentidos el trabajo con el lenguaje es reseñable. Por un lado hay un ejercicio de deformación (en la dirección señalada por Coetzee: “un escritor que deforma su medio”) en el uso del género gramatical, por la vía de la fluctuación pronominal intencionada y significativa; y por otro lado la construcción de un barroquismo personalísimo en el nivel sintáctico y léxico, atravesado por ricos chilenismos que recorren el espectro que va del lirismo a la sordidez (un “vocabulario de loca, un ‘locavulario’”), encadenamientos propios de la nutritiva tradición del neobarroco latinoamericano y la versificación melódica de los géneros musicales populares (boleros, coplas, etc.). En definitiva: con todo ello levanta un texto literario (una Obra), por decirlo con Belén Gopegui, que pasa “por hacer nuevos, o no naturales, los sentidos del lenguaje”. En esa empresa tuvo como singular hermano trasandino al poeta Néstor Perlongher, con quien establece un diálogo fantasmal: hay cadáveres… y tanto desaparecido.
Rito de paso, la metamorfosis del personaje deriva en el descubrimiento de lo político a través de la experiencia amorosa: “el maricón infinitamente preso por la lepra coliflora de su jaula… tan solo, tan encapullado en su propia red… y por suerte para ella, había llegado Carlos a su vida mostrándole la realidad cruel que rodeaba a los chilenos”. Escenario de la transformación, la ciudad de Santiago aparece como organismo vivo y sede del experimento neoliberal de la escuela económica de Chicago, con su particular narrativa sobre las desigualdades y las asimetrías de la sociedad:
“Mucha oferta, mucho de todo, hipnosis colectiva de un mercado expuesto para su contemplación, porque muy poca gente compraba, eran contados los que salían de las tiendas cargando un paquete doblemente pesado por la angustia del crédito a plazo. El resto miraba, vitrineaba con las manos en los bolsillos tocándose las monedas para la micro”.
Una arquitectura de centralidad y marginación que se reproduce en otros muchos materiales constitutivos de la novela, a distintas escalas y con diferentes intensidades, como si su intención fuera reproducir figuras fractales:
“Y no supo en qué momento cerró los ojos y al abrirlos por un violento frenazo, ya estaba llegando a esos prados de felpa verde, a esas calles amplias y limpias, donde las mansiones y edificios en altura narraban otro país”.
[Fogwill diría que el término se ha trivializado, ya que cualquier tarado con un Mac puede fractalizar lo que se le antoje. ¡Cuidado! ¡Urge revisar el repertorio de herramientas críticas!]
En una entrevista recogida en Abismos temporales. Feminismo, estéticas travestis y teoría queer, Nelly Richard pregunta a Lemebel sobre el reconocimiento que le hiciera Bolaño –responsable de que la obra de Lemebel recalara en la editorial Anagrama, y por tanto de su difusión internacional– llamándolo “el mejor poeta de su generación”. Respondió que aquello “fue como ponerme en el ojal una orquídea venenosa”, porque no era poeta y tuvo que cargar “con el odio de los poetas, poetillos y poetistas”. El veneno de esa orquídea, analizado en el laboratorio del paso del tiempo, consiste en que Pedro Lemebel, con una sola novela de apenas doscientas páginas y la descarnada belleza y originalidad de sus crónicas, ha sido sin duda uno de los narradores más interesantes de su generación. En esa misma entrevista, Richard le “reprocha” que Tengo miedo torero no es un libro tan bueno como los otros, porque está escrito a partir de un “esquema” literario demasiado convencional. Pero son justamente la irreverencia de su lenguaje, las tensiones heterodoxas que conforman el deseo de sus personajes y la construcción de un mito alternativo para la memoria colectiva, insertas en un esquema novelesco “clásico” (diseño de la estructura, dibujo del conflicto, línea de la peripecia, etc.), aquello que caracteriza su logro y le confiere interés. Sobre todo: la capacidad de conectar esa potencia transformadora con un público amplio y transversal, inmerso en un proceso de concertación democrática tramposo (al que Lemebel llamaba con filo “demos-gracia”).
Cuando un libro es poderoso y necesario en el seno de un determinado campo cultural, su habla conecta con todos los estratos espacio-temporales de ese campo de fuerzas. Disemina sentido. Cuando el texto es capaz de pulsar un nodo esencial de esa red (digamos la cultura hispano-americana), las terminaciones nerviosas que se activan tienen un alcance insospechado. El Romancero gitano está presente en Tengo miedo torero y ambos son radicalmente contemporáneos y articulables dentro de un mismo tablero cultural. Sobre el influyente libro de Alberto Cardín (Guerreros, chamanes y travestis. Indicios de homosexualidad entre los exóticos), Lemebel comenta: “Durante la conquista se produce un encuentro en Arauco de los españoles con un chamán homosexual, vestido con pieles de serpiente, uñas de gatopardo y algunas plumas grises que completaban su look (¡aquí en Chile no hay papagayos!). A los conquistadores les parecía un ser exótico, ‘raro’. Fíjate que para calificarlo debieron usar esa palabra que, se me ocurre, después devino en afeminado, porque la mujer era lo más extraño para ellos”.
[Thomas de Quincey ya había inaugurado una genealogía en la ficción para la figura del personaje travesti en Chile: su monja alférez, española, vive su propio periplo transandino.]
La novela de Pedro Lemebel (y también el resto de su obra) plantea tensiones que están plenamente vigentes y por tanto tiene la capacidad de interpelarnos aquí y ahora
La novela de Pedro Lemebel (y también el resto de su obra) plantea tensiones que están plenamente vigentes y por tanto tiene la capacidad de interpelarnos aquí y ahora. El neofalangismo obrerista, el feminismo transexcluyente, la Liga de los Señores Cancelados, el nacionalcatolicismo ultramontano o el extremocentro equidistante: todos estos grupos de afectados encarnan hoy una particular aprensión a las identidades disidentes o sencillamente minoritarias, así como a la mera idea de la colectivización periférica. Todos pretenden acallar la voz del que se supone subalterno y se quiere marginado: no soportan la impertinencia de sus réplicas. El ejemplo cabal de esta reacción es la virulencia antiindigenista, anticomunista y antiqueer que desde el neoliberalismo populista español, y más específicamente desde las instituciones madrileñas (capital del capital hispanoamericano), se irradia hacia cualquier forma de identidad que se afirme heredera de la cultura precolombina, del pensamiento marxista (como si a la Segunda República y a Salvador Allende no se los hubieran cargado los “mismos”), de las homosexualidades no asimiladas o que esté fuera del relato imperial. En este giro silenciador se dan cita la burla, el ridículo, la calumnia y el sofisticado guión del cacaculopedopis pergeñado por las mejores mentes de nuestra generación, los spin doctors palilleros que fantasean reconquistas en los war rooms del paseo de la Castellana y en los despachos de la Real Casa de Correos.
[Querer embucharlo todo aquí, como en un botillo de indignación, puede tener un efecto regular. ¡Pero no es más que la energía cinética de un gran texto cuyo combustible es una repulsión de altísimo octanaje!]
Tras un periodo de convulsión social, que removió el lodo de un pasado dictatorial demasiado presente y que expuso en carne viva las profundas desigualdades creadas por el modelo neoliberal amasado desde la llegada de Pinochet al poder, la sociedad chilena se ha enfrentado a sus demonios y sus cantos terríficos: el miedo, el orden y el control. Como primera consecuencia importante de las movilizaciones, las huelgas y las revueltas de finales del año 2019, una Convención Constituyente presidida por Elisa Loncón (lingüista, doctora en Literatura y activista mapuche) tuvo el encargo de redactar una Constitución que por fin reemplazara a la Carta Magna del dictador. El nuevo texto constitucional, probablemente llevado por la urgente necesidad del cambio a no medir con realismo sus ambiciones, recibió un amplio rechazo en las urnas, pero los pasos que se han dado, y el reciente triunfo de Gabriel Boric en las elecciones presidenciales, conforman un desvío de la pesada losa del pinochetismo que debería leerse como inequívoco progreso. La designación de Emilia Schneider como la primera diputada trans en el Parlamento no es un dato menor. A todo ello habría que sumar la muerte, unos pocos días antes de las elecciones, de la viuda de Pinochet, Lucía Hiriart, que forma parte, en un papel descacharrante y patético, de la dicción alternativa del mito que propone Tengo miedo torero.
En el despertar a la conciencia social de la Loca del Frente, que se produce por la vía del amor, la ternura y la afirmación de la identidad, y que dispone cuerpo y lenguaje como máquinas de guerra, su género en tránsito introduce un factor de rebeldía que hace ir mucho más lejos el carácter de la subversión en marcha, atacar raíces mucho más profundas de la estructura opresiva. La oscilación de su identidad de género tracciona la rebelión hacia al corazón del corazón de la infamia.
Hay una zona de la novela latinoamericana –cuya impronta quizá sea la más reconocible y constante en la configuración cambiante del canon– que es una respuesta crítica, ética y estética, a las narrativas estatales totalitarias y a la hegemonía de la moral pequeñoburguesa en el discurso político y social. De esa...
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Ernesto Bottini
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