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Lectura

Mala hierba nunca muere

Fragmento del prólogo a ‘Poco hombre’, antología de las crónicas de Pedro Lemebel que recupera la editorial ‘las afueras’

Ignacio Echevarría 14/10/2022

<p>La captura de Atahualpa, óleo de Juan Lepiani. 1920-1927.</p>

La captura de Atahualpa, óleo de Juan Lepiani. 1920-1927.

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Más que una construcción literaria, mi escritura es una estrategia.

Pedro Lemebel

 

Dos o tres años antes de morir, víctima de un cáncer de laringe, Pedro Lemebel perdió la voz. En 2012 le hicieron una laringectomía, y a los pocos meses perdió la voz. Ocurrió mientras se armaba esta antología, que contó con su complicidad. Y yo me preguntaba, durante los trabajos de selección de los materiales aquí reunidos, qué iba a escribir Pedro, y cómo, en adelante. Porque se suele pensar de los escritores que escriben en silencio, desde el silencio. Pero Pedro Lemebel escribía con la voz, por la voz, desde la voz. La suya –conviene destacarlo en muy primer lugar– es una escritura sustancialmente parlante. Lo que no significa que remede la oralidad, el habla corriente. No se trata de eso, o al menos no exactamente. Se trata más bien de una escritura transida toda ella de voz, empeñada tanto en dar voz como en ser voz ella misma. Y empeñada también en hacerse oír.

En un texto cardinal colocado al frente de este volumen, Lemebel recuerda el tristemente célebre encuentro del inca Atahualpa con fray Vicente de Valverde, emisario de Francisco Pizarro. Fue en la Plaza de Cajamarca, Perú, en noviembre de 1532. Nos han llegado múltiples versiones de ese encuentro, que terminó con la masacre de la comitiva del Inca. Uno de los testimonios, el de Francisco de Jerez, notario de la expedición de Pizarro, cuenta cómo, “con la cruz en una mano y la Biblia en la otra”, Valverde le dijo a Atahualpa, a través de un intérprete: “Yo soy sacerdote de Dios y vengo a enseñaros lo que Dios nos habló, que está en este libro”. Entendidas estas palabras, Atahualpa le habría pedido a Valverde el libro. “Valverde se lo entregó pero Atahualpa no supo cómo abrirlo. Cuando Valverde extendió el brazo para ayudarle, Atahualpa le golpeó el brazo. Finalmente el Inca volvió a probar y logró abrirlo. Luego lo arrojó al suelo con desprecio”. El gesto habría servido de detonante para que, a una señal de Valverde, los españoles agazapados en las inmediaciones comenzaran a disparar sus fusiles y su artillería, al tiempo que la caballería diezmaba a la multitud congregada en la plaza.

En un texto cardinal, Lemebel recuerda el tristemente célebre encuentro del inca Atahualpa con fray Vicente de Valverde, emisario de Francisco Pizarro

En su película Aguirre, la cólera de Dios (1972), Werner Herzog reelabora a su manera este episodio, que Lemebel evoca también de modo muy libre, diciendo que Atahualpa confundió la Biblia que le ofrecía Valverde con una caracola marina, que habría llevado a su oído “para escuchar la letra parlante del creador”. Para Lemebel, el episodio parece ilustrar la violencia que la palabra escrita no ha dejado de ejercer sobre la cultura oral, mucho más rica y más diversa. Y si bien admite que “el mecanismo de la escritura es irreversible”, él mismo se alinea con testimonios como el del peruano Felipe Huamán Poma de Ayala, del siglo XVII, o, más contemporáneamente, el de la boliviana Domitila Barrios de Chungara, que “ejemplifican cómo la oralidad hace uso de la escritura doblando su dominio y apropiándose al mismo tiempo de ella”. Esa misma es la estrategia de Lemebel.

Importa leer con atención el texto al que me vengo refiriendo (“El abismo iletrado de unos sonidos”) porque contribuye como ningún otro a encuadrar convenientemente la literatura de Lemebel. Lo hace cuando evoca, oponiéndolo al castellano, “otro lenguaje difícil de transcribir a la lógica de la escritura”, un lenguaje que quizá contenga “el habla y la risa”, “la oralidad y el llanto” de una voz que “el alfabeto español amordazó”. Para Lemebel, “estamos apresados por la lógica” de ese alfabeto, dificultados por ello para percibir que, “más allá del margen de la hoja que se lee, bulle una Babel pagana en voces deslenguadas, ilegibles, constantemente prófugas del sentido que las ficha para la literatura”.

El triunfo de la cultura escrita sobre la cultura oral viene a señalar, por encima de todo, “que leer y escribir son instrumentos de poder más que de conocimiento”. Pero es posible, añade Lemebel, “que la cicatriz de la letra impresa en la memoria pueda abrirse en una boca escrita para revertir la mordaza impuesta”. La literatura de Lemebel se postula a sí misma como eso: como una “boca escrita”. Es una literatura resuelta a “usar lo que omiten, niegan o fabrican las palabras, para saber qué de nosotros se oculta, no se sabe o no se dice”.

La tensión entre cultura escrituraria y cultura oral, determinante de los rumbos de la literatura latinoamericana, lo es también de la literatura de Pedro Lemebel

La tensión entre cultura escrituraria y cultura oral, determinante de los rumbos de la literatura latinoamericana desde sus comienzos (como certeramente observa Ángel Rama en su imprescindible ensayo La ciudad letrada, de 1984) lo es también de la literatura de Pedro Lemebel. Él mismo, en el texto con que se cierra este volumen (“A modo de sinopsis”), dice que llegó a la escritura “sin quererlo”. Y cuenta también cómo se dejó “embaucar por alegorías barrocas y palabreríos que sonaban tan relindos”. Es decir, no sólo fue ganado impremeditadamente por la escritura (“Para los pobres –ha declarado en alguna ocasión– esto de escribir no tiene que ver con la inspiración azul de la letra volada: más bien lo define e impulsa el estruje de la supervivencia”), sino que fue ganado, además, por los brillos y los oropeles –por el barroquismo– de la escritura más floreada, de aquella que se regodea en su propia materialidad. Se reconoce así una tensión más, una paradoja añadida a la literatura de Lemebel: la que, ya insertos en el plano de la escritura, se da entre la urgencia digamos política de su propósito, que llevaría aparejado el imperativo de “escribir clarito”, y su tendencia natural a escribir con “tantos recovecos”, con tanto “remolino inútil”.

El arte de Lemebel se juega en el campo de tensiones así creado. Su instintiva, casi atávica suspicacia hacia la cultura escrituraria se traduce, por un lado, en la “ansiedad oral” que traspasa todos sus escritos, y por otro, en el empleo de toda una serie de estrategias comunicativas –performances, emisiones radiofónicas, difusión por internet– que obvian la letra impresa. Se traduce, además, en su prioritaria apuesta por medios de divulgación escrita poco elitistas, escasamente institucionalizados, como pueden ser revistas de izquierda, fanzines, etcétera.

“Escribo desde una territorialidad movediza, tránsfuga”, ha dicho Lemebel; “de alguna manera lo que hacen mis textos es piratear contenidos que tienen una raigambre más popular para hacerlos transitar en otros medios donde el libro es un producto sofisticado. Así, por ejemplo, mis crónicas, antes de ser publicadas en libros, son difundidas en revistas o en diarios. Era lo que antes hacía en Página Abierta, que era un medio con una llegada bastante masiva. Lo mismo hago en la radio, de alguna forma panfleteo estos contenidos a través de la oralidad, para que no tengan esa difusión tan sectaria, tan propia de la llamada crítica cultural o de los ámbitos académicos. En mí hay una intención consciente de hacer transitar mis textos por lugares donde el pensamiento no es sólo para paladares difíciles, finos”.

Lemebel muestra una resuelta orientación por la crónica urbana, aun después de haber debutado como narrador

Es en este contexto en el que conviene encuadrar la resuelta orientación de Lemebel por la crónica urbana, aun después de haber debutado como narrador. En polémica alusión a lo que no tardó en ser bautizado como “nueva narrativa chilena de los noventa”, fenómeno contemporáneo a los comienzos de su andadura como cronista, declaraba Lemebel a la altura del año 1997: “Tal vez fue la crónica el gesto escritural que adopté porque no tenía la hipocresía ficcional de la literatura que se estaba haciendo en ese momento. Esa inventiva narrativa operaba en algunos casos como borrón y cuenta nueva. Especialmente en los escritores del neoliberalismo. Ese mercado, esa foto familiar de la cursilería novelada. El Chile novelado por el whisky y la coca del status triunfalista. Un país descabezado, sin memoria, expuesto para la contemplación del rating económico”.

Por lo que toca al género mismo de la crónica, declaraba en otro lugar: “Digo crónica por decir algo, por la urgencia de nombrar de alguna forma lo que uno hace. También digo y escribo crónica por travestir de elucubración cierto afán escritural embarrado de contingencia. Te digo crónica como podría decirte apuntes al margen, croquis, anotación de sucesos, registro de un chisme, una noticia, un recuerdo al que se le saca punta enamoradamente para no olvidar. La crónica fue un desdoblamiento escritural que se gestó cuando los medios periodísticos opositores me dieron cabida en el año 90. Algunos editores se encandilaron con estas hilachas metafóricas que tenían mis primeras crónicas. Creo que pasé a la crónica en la urgencia periodística de la militancia. Fue un gesto político, hacer grafiti en el diario, ‘cuentar’, sacar cuentas sobre una realidad ausente, sumergida por el cambiante acontecer de la paranoia urbana”.

¿Cómo se compadece esta poética de asalto y emboscadura con ese barroquismo, esa calidad a menudo preciosista que adquiere el género de la crónica en manos de Lemebel? Conviene, al hacerse esta pregunta, tratar de despejar un malentendido frecuente en torno al concepto de barroquismo. Me refiero al que, dadas su riqueza y complejidad expresiva, dado el abundante empleo que suele hacer de metáforas y toda suerte de figuras retóricas, dada también su tendencia a superar los propios logros conforme a una lógica del más difícil todavía, que deriva algunas veces en un críptico culteranismo, establece un vínculo más o menos automático entre barroquismo y alta cultura. Cuando lo cierto es más bien lo contrario: el barroquismo es una tendencia innata de la expresión popular. Por decirlo extremadamente: el clasicismo es cuico (‘pijo’), el barroquismo es popular. El pueblo llano tiende a identificar “decir bien” con “decirlo bonito”, sensible como es al impacto de toda marca de virtuosismo, de esplendor, de poderío. Cabría ir más lejos y postular que el barroquismo constituye no pocas veces el punto de encuentro, sí, pero también de fricción entre lo que se entiende comúnmente por alta y baja cultura, o más precisamente entre cultura aristocratizante y cultura popular. Resultado de esa fricción serían las categorías sucedáneas de “lo kitsch” y “lo cursi”, que admiten ser entendidas como desviaciones del gusto popular, o más bien como malas traducciones de la alta cultura por parte de la cultura popular, eso que a veces se reconoce peyorativamente como baja cultura.

Su barroquismo admite ser tomado indistintamente ya como resultado espontáneo de la vena profundamente popular de su dicción, ya como una muy consciente estrategia para embaucar a los lectores

Pedro Lemebel se desliza peligrosa pero confiadamente a través de estas categorías, y su barroquismo admite ser tomado indistintamente ya como resultado espontáneo de la vena profundamente popular de su dicción (y de su sentimentalidad, muy apegada a la del cancionero musical), ya como una muy consciente estrategia destinada a embaucar a unos lectores –cultos o no– que, atraídos por los brillos de su prosa, prestan oído a palabras que de otro modo obviarían.

Esto último invita a relacionar la estrategia retórica de Lemebel, la que caracteriza sobre todo su primera etapa como cronista, con la estrategia de seducción de la loca o del travesti, figuras con las que él mismo se identifica. Ya sea desde las páginas de una revista o de un diario, ya desde una emisora captada quizás al azar, las crónicas de Lemebel, con sus brillos y su teatro tan dado al exceso, encandilan al lector o al oyente de manera comparable a como el travesti callejero convence con su “mascarada ambulante” al transeúnte “que se queda boquiabierto, adherido al tornasol del escote que patina la sobrevivencia del engaño sexual” (véase la crónica titulada “Su ronca risa loca”). Como el del travesti callejero, por otro lado, el artificio barroquizante de la escritura de Lemebel no deja de constituir una cosmética, un vestido de lentejuelas con el que, para atraer la atención sobre ella, se envuelve la sordidez de una realidad a la que de otro modo nadie querría prestarle esa atención.

El término clave viene a ser, en cualquier caso, el de seducción. Carlos Monsiváis señaló cómo en Lemebel la intencionalidad barroca, tan “desmesurada y compleja” como la de, por ejemplo, Néstor Perlongher, es sin embargo “menos drástica, menos enamorada de sus propios laberintos, más ansiosa de invocar la complicidad del lector”. De ahí que, una vez establecida esa complicidad, y en cierto modo asegurada, esa intencionalidad barroca quede rebajada, mostrando Lemebel un estilo más directo, menos rebuscado.

Hay un cierto consenso crítico a la hora de establecer, grosso modo, dos etapas en la trayectoria de Lemebel (los profesores Fernando A. Blanco y Juan Poblete han discurrido muy certeramente a este respecto). El tránsito de una a otra, con un punto de inflexión que cabría situar a finales de los años noventa, estaría determinado por el predominio creciente del yo autorial, por la adopción de una perspectiva cada vez más acusadamente autobiográfica (aunque siempre con “espejeos de fuga en el género y la identidad”), a la que correspondería un desnudamiento progresivo del vistoso ropaje estilístico que envolvía las primeras crónicas, en las que adquiere un implícito protagonismo la figura impersonal de la Loca, emblema de una identidad prófuga e irreductible. Conforme se consolida y se amplifica la reputación literaria de Lemebel, en tanto su figura pública adquiere una notoriedad que hace imposible el anonimato ni la clandestinidad –poniendo en evidencia todo disfraz, toda pretensión de impostar la voz: el embeleco de la ventriloquia–, el reto consiste para él en, sacando partido a esa visibilidad, administrar su propio personaje, ponerse en juego él mismo, contrariando las expectativas, autoperformándose, escenificándose cada vez de la manera más eficaz para su objetivo, que, combinando siempre la denuncia con el testimonio, sigue siendo contrabandear “contenidos, entre comillas, marginales, entre comillas, periféricos”, con el propósito de “dignificarlos, más que legalizarlos o adscribirlos a una cultura urbana”. Un reto, por cierto, del que Lemebel se muestra consciente en todo momento, y del que suele salir muy bien parado.

Más que una construcción literaria, mi escritura es una estrategia.

Pedro Lemebel

 

Dos o tres años antes de morir, víctima de un cáncer de laringe, Pedro Lemebel perdió la voz. En 2012 le hicieron una...

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Autor >

Ignacio Echevarría

Es editor, crítico literario y articulista.

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