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PASCUAL GIL GUTIÉRREZ / PROFESOR Y ENSAYISTA

“La demonización de la memoria es un tiro en el pie en la práctica educativa”

Esther Peñas 28/10/2022

<p>Pascual Gil, profesor de Historia.</p>

Pascual Gil, profesor de Historia.

Cedida por el entrevistado

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A principios del siglo III a.C., Roma ya se había anexionado toda la península itálica. Tocaba enfrentarse con la otra potencia hegemónica en el Mediterráneo central: la ciudad norteafricana de Cartago. Así surgieron no solo las guerras púnicas, sino una suerte de sentencia amenazadora: Carthago delenda est. Cartago tenía que ser destruida para que triunfase el imperio. Tomando esta advertencia, el profesor y ensayista Pascual Gil (Alicante, 1995) acaba de publicar Schola delenda est? (Apostroph, Edicions i Propostes Culturals), un texto en el que analiza cómo el sistema pretende dinamitar la escuela, el valor del saber y la figura del profesor, de manera que no sea un lugar donde el conocimiento presida, sino un espacio en el que se contenga (y contente) a las masas de jóvenes que tendrán que adaptarse a un futuro sin propuestas para ellos.

En la historia humana, el hecho de disponer de una escuela de todos y para todos es la excepción, no la norma, y vivimos un momento de reacción por parte de las élites

¿A quién beneficia destruir la escuela y dinamitar el saber?

El ideal ilustrado sobre el saber y sobre la ciudadanía soberana es una de las principales fuentes de las que bebe nuestra escuela pública, gratuita y obligatoria. Latía en su origen ese afán por democratizar y difundir un conocimiento que siempre ha sido privativo de unas élites minoritarias y usado como un arma más para monopolizar el poder. El que sabe es libre, y más libre el que más sabe, decía Unamuno. Es libre el que sabe lo que tiene que hacer y dispone de los recursos materiales e intelectuales para llevarlo a cabo. Por tanto, no debemos olvidar que, en la historia humana, el hecho de disponer de una escuela de todos y para todos es la excepción, no la norma, y sinceramente creo que vivimos un momento de reacción por parte de las élites. Tras un lapso de tiempo en el que el capitalismo industrial ha requerido de grandes masas de población formada, asistimos hoy a un estadio posindustrial, con los procesos productivos mecanizados o robotizados, en el que se necesita ya solo una pequeña cantidad de mano de obra altamente cualificada mientras la mayoría está condenada a vagar en la precariedad y la temporalidad. En este escenario, una escuela pública exigente, universal y entregada en cuerpo y alma a enseñar por igual al hijo del obrero y al hijo del banquero no solo es tremendamente cara y económicamente improductiva a ojos de las élites socioeconómicas, sino contraproducente desde una perspectiva de control social. Un ciudadano formado, crítico e inquieto cuestiona el sistema. Un ciudadano ignorante, ensimismado y terapéutico como mucho aspira a adaptarse a él.

Schola delenda est? ¿Qué se pierde al arrumbar el latín y el griego a los márgenes de las enseñanzas obligatorias?

El desprecio continuo y el arrinconamiento (en el caso del griego, práctica desaparición) de las disciplinas humanísticas es solo un síntoma de un problema mucho más grave: quieren convencernos de que solo merece la pena aprender aquello que evidencie una aplicación rápida e inmediata en pos de conseguir un producto de impacto. “¿Para qué le sirve al niño aprender algo de latín, filosofía, literatura o historia?”, es una pregunta típica en el mundo educativo, y el propio hecho de expresarla deja claro que ya no consideramos el saber como un bien en sí mismo que se justifica a sí mismo. Despreciar las humanidades es renunciar a comprender buena parte del mundo, cómo este ha llegado a ser como es y qué opciones tenemos para mejorarlo. Sin humanidades, no podemos pensar y mejorar el mundo, solo adaptarnos a lo que nos dan y en lo que no tenemos nada que decir.

Despreciar las humanidades es renunciar a comprender buena parte del mundo, cómo este ha llegado a ser como es y qué opciones tenemos para mejorarlo

¿Qué características tiene el “pedagogismo mesiánico” del que usted habla?

Ha habido y hay grandísimos pedagogos preocupados por hacer bien su trabajo y mantener el rigor en sus investigaciones y propuestas. Sin embargo, han proliferado los charlatanes y vendehumos que secuestran el nombre de la pedagogía y visten con él sus propuestas más absurdas, sus teorías más pseudocientíficas y sus chiringuitos más lucrativos. El mesianismo pedagogista es ese que abomina de todo lo que considera anterior y tradicional, el que afirma que todo se ha hecho mal hasta ahora y el que dice poseer una varita mágica y una receta única para solventar los problemas educativos. Representa el puro adanismo que cree redescubrir el Mediterráneo tras cada esquina, cada mañana, y llama tonto y ciego al marinero fenicio (el profesor) que lleva siglos navegando y bregando en ese mar.

De todas las invectivas contra la transmisión del saber, contra la educación misma, ¿cuál es la que más aliena al alumnado?

Hoy, te diría que hay dos grandes trampas para nuestro alumnado. La primera es esa afirmación falsa de que no hace falta aprender cosas porque todo el conocimiento está ya en internet. Es falsa porque, en realidad, en internet hay información, que puede ser buena, mala, nefasta, regular o directamente demencial, pero no conocimiento. Igual que antes estaba la enciclopedia y nadie dudaba de que había que aprender cosas, hoy hay que aprender cosas y construir unas bases de conocimiento sólido y suficiente para que internet sea una herramienta útil. Nadie puede optar a buscar, filtrar, seleccionar y criticar una información sobre una temática de la que no tiene ya un cierto dominio. La segunda trampa se concreta en ese caballo de Troya que llaman “enseñar a ser” y que viene camuflado bajo el paraguas de la inteligencia emocional, la gestión de emociones, el espíritu emprendedor, la resiliencia, el mindfulness, el coaching, la psicología positiva… Todos ellos conceptos, técnicas o propuestas tremendamente cuestionados en sus bases teóricas y en sus resultados por las distintas disciplinas científicas (psicología, psiquiatría, sociología…) y claramente instrumentalizados al servicio del discurso hegemónico que busca modelar al sujeto ideal perfectamente adaptado y adaptable a un entorno socioeconómicos hostil, inseguro y precarizado. Por ejemplo, ya no debemos llamar problema a un problema, sino “reto” o “desafío”.

Hablar de aprendizajes no memorísticos, ¿es engañar a la gente?

Claro. No hay aprendizajes no memorísticos porque nada has aprendido si nada ha quedado fijado en tu memoria. Es obvio. La demonización de la memoria es un tiro en el pie en la práctica educativa. Es como hablar de unas matemáticas no numéricas o no simbólicas. Esta demonización hunde sus raíces en la reacción contra un hombre de paja que no existe: una escuela en la que los niños memorizan, repiten y olvidan, sin aprender nada. Aún hay quien habla de la lista de los reyes godos… Y a esos reyes creo que no se les ve el pelo en un aula desde hace 80 años.

Si al profesor se le pide hoy en día que no enseñe, ¿qué papel se le adjudica?

Se le adjudica un papel de custodia, por supuesto, para masas de población económicamente improductivas porque todavía no están en edad laboral. También se le despoja de la autoridad que le confería su función docente, que bebía esencialmente de su saber y de su capacidad para transmitirlo, cuestionando su trabajo constantemente y reduciendo su perfil al de un técnico perfectamente intercambiable por otro. El docente cada vez debe dedicar menos tiempo a trasmitir y después valorar lo que un alumno sabe o no sabe y, en contraposición, debe dedicar más a asegurarse de que la actitud y las formas del alumno se adaptan al ideal de conducta que espera el sistema. Fíjate, al conjunto de las características que debe cumplir un alumno al salir de la ESO se lo llama “perfil de salida”. Tristísimo.

En un mundo de relatos que justifican y legitiman intereses, parece que van perdiendo la guerra el dato, la reflexión, la dialéctica, incluso las normas más básicas de la lógica

Que estemos en la época de las postverdad, donde la verdad es lo de menos, ¿entronca con el propósito de dinamitar la enseñanza?

Claro, a nadie se le escapa que el docente y la institución escuela están en cuestión porque su razón de ser original, que es elaborar, albergar y transmitir conocimientos verdaderos (o, al menos, la aproximación más perfecta a la verdad de la que somos capaces), está igualmente en cuestión. En un mundo de relatos que justifican y legitiman intereses, parece que van perdiendo la guerra el dato, la reflexión, la dialéctica, incluso las normas más básicas de la lógica. La palabra ya no refiere una realidad objetiva, sino que busca crearla según convenga. Es todo un enorme trampantojo. En realidad, creo que ya ni siquiera estamos en una insufrible fase relativista, sino en una aún más peligrosa fase nihilista. No reaccionamos ante la mentira flagrante, simplemente nos da igual.

“Hoy (…) no queman bibliotecas, las cierran; nos destruyen restos arqueológicos, los dejan sin financiación; no publican índices de libros prohibidos, vacían las escuelas de contenidos científicos y académicos”… ¿Por qué no hacemos nada?

Quizá porque nuestra sociedad, en general, ya no considera el conocimiento, la inquietud intelectual o la rigurosa investigación como elementos valiosos en sí mismos. Quizá es ese relativismo que roza el nihilismo del que hablábamos antes. Estamos como anestesiados por una doctrina del shock continua y una cascada de información incesante que nos ha arrebatado la soberanía sobre nuestra propia atención y capacidad reflexiva.

¿Cuánto de colaboracionismo existe entre los propios profesores?

Siempre hay un sector de los docentes, por fortuna minoritario, que hacen de abogados de cualquier cosa que suene bien, moderna e innovadora, lo sea o no. Algunos lo hacen porque realmente se lo creen, otros porque ven una oportunidad de medrar en el sistema educativo y otros porque aprovechan el filón comercial saliéndose de las aulas. La mayoría, no obstante, somos profesionales que intentamos hacer nuestro trabajo de la mejor manera posible cada día, sin ruidos y sin estridencias. Un profesor quiere ser el mejor aliado de una familia en la formación de sus hijos. Eso sí, estamos agotados, sobrepasados por las ratios, enterrados en papeleo absurdo y, hasta cierto punto, temerosos ante las administraciones de turno y acomplejados ante la opinión pública. Por ejemplo, he visto a docentes que se niegan a hacer una reivindicación puramente laboral si no está acompañada de alguna alusión a una mejora para los alumnos. ¿Por qué? ¿A qué viene este miedo a decir alto y claro que somos clase trabajadora y luchamos por nuestros derechos y nuestras condiciones?

Estamos agotados, sobrepasados por las ratios, enterrados en papeleo absurdo y acomplejados ante la opinión pública

¿Qué nivel de perversión existe al hacer de las nuevas tecnologías la base de la enseñanza?

Sufrimos una fiebre tecnoutópica. No hace falta memorizar porque está Wikipedia, no hace falta saber dividir porque tenemos calculadoras, no hace falta ceñirse a la norma ortográfica porque tenemos autocorrectores… Dentro de poco alguien dirá que no hace falta ni pensar porque ya hay inteligencia artificial. Por supuesto, no defiendo la tecnofobia porque sería absurdo, y lo cierto es que todo progreso tecnológico es potencialmente positivo si tenemos claros los objetivos, los contextos y las razones que justifican su empleo. Internet es un arma poderosísima en manos de quien ya sabe y peligrosísima en manos de quien no. El uso de las TIC (tecnologías de la información y la comunicación) con niños y jóvenes debe condicionarse en tres sentidos: qué sabemos sobre cómo afecta a nivel cognitivo, social y madurativo la exposición constante a pantallas y a cierto tipo de contenidos y redes sociales, qué bondades pedagógicas reales y demostrables aporta el uso de las TIC y hasta qué punto los intereses económicos de las grandes tecnológicas (venta de dispositivos y consecución de datos personales) son compatibles con la función de la institución escuela.

La transformación de la escuela en un centro de capacitación, ¿viene dictado por las multinacionales, por el sistema?

Como he dicho, una escuela consagrada al saber por el saber y la formación de ciudadanos críticos y autónomos no entra en los planes de nadie, por cara, por superflua (según ciertos criterios) y por contraproducente (según ciertos objetivos). Las directrices educativas vienen marcadas por entidades económicas antidemocráticas, no representativas, como la OCDE (encargada de los estudios PISA internacionales, por ejemplo) y nadie dice nada ante esta aberración. Así, en última instancia, el sistema educativo no se rige por valores genuinamente pedagógicos, sino en términos de productividad, rendimiento, empleabilidad y adaptación a la realidad económica impuesta. Ya ni siquiera se concibe que cualquier aprendizaje tenga un valor propio a menos que contribuya de alguna forma a desarrollar una presunta “competencia” supuestamente demandada por el mercado del siglo XXI.

¿Tiene capacidad de enmienda este modelo educativo?

Tiene capacidad de enmienda nuestra idea de para qué debe servir una escuela pública. Si conseguimos recuperar la idea de una escuela emancipadora para aquellos que nacen sin red privada de seguridad tendremos que configurar un modelo adaptado a ella. Y se puede intentar. Si no lo creyera, no podría seguir siendo profesor.

La flipped classroom, la gamificacion, el desing thinking, el aprendizaje basado en proyectos de contenidos trasversales… ¿en qué momento la educación tuvo que convertirse en un parque de atracciones para los alumnos?

En realidad, no es ningún parque de atracciones porque, a pesar de sus promesas, estas técnicas y métodos no divierten necesariamente. Como alumno, he experimentado la gamificación, el role-playing o el ABP, y no son varitas mágicas, incluso pueden caer en el absurdo, el sopor y el aburrimiento más insoportable ante la evidencia de no estar aprendiendo nada. No existe una metodología única, intrínsecamente motivadora, que sirva para enseñar cualquier cosa, a cualquier persona, en cualquier momento, en cualquier contexto, en manos de cualquier docente… El boom de los métodos que se venden como mágicos es indisociable, en primer lugar, del discurso de la innovación como mercadeo puro y duro y, en segundo lugar, de una creencia muy asentada en el mundo educativo: que el niño tiene que estar en movimiento, sonriente, feliz y pasándolo bien porque así, de alguna manera inexplicable, descubrirá por sí mismo todas las cosas partiendo de sus intereses y construirá su propio conocimiento de manera significativa. Esta imagen, aunque idílica y entrañable, parte de muchos presupuestos falsos, por ejemplo: el niño no es una tabula rasa pura y prístina cuando llega al colegio o al instituto, sino que ya está totalmente mediatizado por su entorno en sus ideas, concepciones, prejuicios, intereses… Tampoco parece muy probable que nadie se pueda llegar a interesar y motivar por algo que desconoce y aún menos probable es que un niño, en los diez años de escolarización obligatoria, descubra por sí mismo conocimientos y razonamientos a los que la Humanidad en su conjunto tardó siglos o milenios en llegar. Por supuesto, no estoy descalificando todas estas metodologías, pues pueden ser útiles en un momento dado, pero sí intento privarlas de su halo mágico. Todo esto se aclararía un poco si “desfacemos algunos entuertos” y prejuicios y aceptamos que un niño físicamente activo y sonriente puede estar apagado cognitivamente y no estar aprendiendo nada o que el aburrimiento en su justa dosis no es un crimen o que el trabajo consciente por aprender cosas es innegociable, sobre todo llegados a ciertas etapas educativas, o que es más provechoso en el aprendizaje lo que se percibe como interesante que lo que se fuerza como divertido.

¿Cómo ha de ser un buen profesor? ¿Cómo se reconoce a un maestro?

No tengo una idea tan clara como para hacer un juicio general, porque todos somos buenos, malos o regulares según para quién y según el día, o incluso durante el mismo día. Solo creo que un profesor debe ser un apasionado de su materia, dominarla todo lo que pueda y le permitan su tiempo y sus capacidades, mejorar cada día en ella y en su didáctica. Al final, los alumnos no recuerdan al profesor que iba de moderno, de colega o de guay, sino al profesor que explicaba tal o cual materia con una maestría que atrapaba, disfrutando él mismo de su contenido, sus métodos, sus entresijos, su vocabulario… De manera adicional, también creo que un docente debe tener un bagaje cultural rico que le permita contextualizar ampliamente su materia y tender puentes con otros campos del conocimiento. Un punto de erudición, en pocas palabras.  El buen profesor, si existe, debe ser ese al que sus alumnos, cuando acaba la clase, le dicen: “Jo, profe, tú sabes una barbaridad”. Un profesor que despierta cierta admiración porque sabe algunas cosas y parece empeñado en compartirlas con todos, sean quienes sean, vengan de donde vengan y tengan lo que tengan, porque está convencido de que aprender un poco más los hace un poco más libres.

¿Por qué las distintas reformas educativas han ido socavando la figura del docente?

Quizá porque se han dado cuenta de que un profesor dispuesto a enseñar es el último dique que separa al niño de un mundo que lo quiere devorar.

Detrás de todas esas alharacas que van conquistando la educación (capacitación para el mañana, inteligencia emocional, espíritu emprendedor), ¿no existe una realidad reaccionaria?

Por supuesto. Una escuela pública que renuncia a enseñar o solo quiere enseñar aquello que el mercado demanda e impone como útil contribuye a un nuevo Antiguo Régimen. Es la vuelta a un estadio tétrico en el que una minoría elitista privatiza el conocimiento y una gran mayoría de personas se ven condenadas a saber solo lo “útil” para no dejar de ser nunca productivas y empleables en un sistema en el que no tienen nada que decir ni decidir. El “¿para qué le sirve a este niño aprender latín, matemáticas o filosofía si va a ser camarero en un chiringuito?” que te podría decir cualquier persona hoy en día se parece mucho al “¿para qué le sirve a mi siervo aprender latín, matemáticas o filosofía si va a trabajar en mis tierras hasta que muera?” que podría pensar cualquier señor feudal del siglo XI.

A principios del siglo III a.C., Roma ya se había anexionado toda la península itálica. Tocaba enfrentarse con la otra potencia hegemónica en el Mediterráneo central: la ciudad norteafricana de Cartago. Así surgieron no solo las guerras púnicas, sino una suerte de sentencia amenazadora: Carthago delenda...

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