Cartas desde Meryton
Catar bien vale una misa
El bien a veces consiste en no hacer nada, en no encender la televisión o en no gastar tus ahorros en un viaje y un billete a un Mundial que ha sido moldeado para blanquear la barbarie
Silvia Cosio 8/10/2022
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Hace más de 3.000 años, a mediados del siglo XIV a.C., un faraón, Akenatón, hizo temblar los cimientos de la religión y la política egipcia cuando declaró la supremacía del dios Atón sobre todos los demás dioses y diosas de Egipto. Daba la casualidad, además, de que Atón, el dios del disco solar, solo respondía ante el propio faraón, su esposa principal la reina Nefertiti y sus hijas. Con el cierre de los templos de Amón en Tebas y la confiscación de todos sus bienes y la posterior prohibición de rendir culto al pabellón de dioses y diosas, Akenatón cercenaba de golpe el inmenso poder político y económico del sacerdocio de Amón, que llevaba siglos rivalizando con el de los faraones.
Para consolidar su revolución, Akenatón traslada la capital de Tebas a Amarna, una ciudad nueva que manda edificar en la ribera oriental del Nilo, dedicada a mayor gloria del dios Atón y del faraón. Pero, al contrario que Felipe II en El Escorial –el retiro de yoga más largo de la historia de España– o de Tiberio, que, cansado de las conspiraciones en Roma que le habían costado la vida a su hijo Druso, se retira a su villa de Capri a dar rienda suelta a sus pasiones y a dictar sentencias de muerte, Akenatón se lleva con él a Nefertiti y al resto de sus esposas, a sus chiquillas, a su madre, a sus hermanos y hermanas pequeños, a sus escribas, nobles, militares y un montón de gente común. Quince años después, de Amarna solo quedaron los templos y los palacios vacíos y algunas tumbas exquisitamente decoradas. Se cree que una plaga azotó la ciudad y que por eso tuvo que ser abandonada; lo cierto es que, tras el reinado de Akenatón y de dos breves faraones, uno de ellos una mujer, Tutankamón, el de la tumba, ordenó que aquí no había pasado nada, que aquí paz y después gloria. Miles de años después, un grupo de arqueólogas decidió excavar, no las bellas tumbas de los nobles y los escribas de Amarna, sino el cementerio de la gente común, esa gente que apenas tuvo una vida en este plano de la existencia y que jamás pudo asegurarse la inmortalidad. Lo que descubrieron fue desolador: los huéspedes del cementerio, adolescentes y gente muy joven en su mayoría, mostraban en sus huesos el peso de las terribles condiciones de vida y trabajo a las que se les había sometido en vida. Mientras toneladas de carne, grano y cerveza se pudrían bajo los rayos del disco solar como ofrenda a Atón, estos hombres y mujeres y niños trabajaban hasta, literalmente, morir de extenuación, hambre o enfermedad. Pero claro, eso fue en otra época, en otra ciudad, con otro dios. ¿A quién se le ocurriría, en la actualidad, ir a adorar a un dios en mitad del desierto mientras el templo en el que habita su espíritu ha sido levantado, literalmente, sobre los cuerpos y las vidas de miles de personas?
El ser humano tiene una capacidad asombrosa para compartimentar, es un recurso adaptativo que nos ha permitido sobrevivir. Sabemos que hay hambrunas y guerras, pero no podemos pasarnos el día pensando en ellas: si nos echáramos todo el peso abrumador del mundo sobre nuestros hombros, este nos aplastaría, nos dejaría inmóviles, inútiles, ineficaces. Necesitamos compartimentar como necesitamos la risa en el velatorio, la breve irrupción de felicidad y consuelo. Es la limosna, la perorata en Twitter, el activismo vecinal, el preguntar a tu vecino anciano si necesita algo, el voto que depositamos en la urna, los pequeños gestos con los que tratamos de aliviar el peso del mundo. Hacer lo justo suele ser peligroso, lo saben las mujeres de Irán y Afganistán, pero también los sindicalistas españoles que se juegan la cárcel por ejercer su derecho a la huelga o los activistas contra el cambio climático a quienes se les aplica la legislación antiterrorista. Además, al mal le gusta disfrazarse con ropajes cotidianos, los de una vicealcaldesa posando orgullosa mientras despoja de su precario techo a quien no tiene nada o los de la catedrática de filosofía que aprovecha su posición de poder para difundir bulos y odio. De la misma manera, el bien a veces consiste en no hacer nada, en no encender la televisión o en no gastarte tus ahorros en un viaje y un billete a un Mundial que ha sido moldeado para blanquear la barbarie. El equipo de mi barrio, el Ciares, tiene unas pegatinas muy chulas que lucen orgullosas en las farolas con el lema “Odio eterno al fútbol moderno”. Yo he de confesar que todo lo que sé de fútbol lo aprendí viendo Evasión o victoria, pero tengo muy claro que el mundo sería mucho mejor si tuviéramos más Cantona y menos Catar.
Hace más de 3.000 años, a mediados del siglo XIV a.C., un faraón, Akenatón, hizo temblar los cimientos de la religión y la política egipcia cuando declaró la supremacía del dios Atón sobre todos los demás dioses y diosas de Egipto. Daba la casualidad, además, de que Atón, el dios del disco solar, solo respondía...
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Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
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