Cartas desde Meryton
‘Penitenciagite’
Es necesario que la Iglesia asuma de una vez por todas las consecuencias del terror y el dolor que ha infligido
Silvia Cosio 11/04/2022
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Toda religión se sostiene sobre tres pilares fundamentales: el asombro, el miedo y el consuelo. No es difícil imaginar el pasmo de un egipcio al contemplar en el templo de Horus cómo al amanecer y al anochecer los rayos del sol se filtraban iluminando la estatua del dios, que parecía cobrar vida dos veces al día, ni tampoco es difícil ponerse en la piel de los griegos de la época helenística al ver a las estatuas de Zeus mover los brazos impulsados por mecanismos hidráulicos ocultos o el trance místico de una monja tras días de rezo y ayuno en un convento sevillano. La Capilla Sixtina sigue quitándonos el aliento, el laberinto interminable de las majestuosas columnas del templo de Luxor llega a ser asfixiante, hasta la imponente desnudez y austeridad de los templos calvinistas nos hace sentir vanos e insignificantes. Todo está diseñado para anular la razón, embotar los sentidos y hacernos pequeños y vulnerables ante la divinidad y sus representantes en la tierra. El miedo a que nuestros pecados nos impidan alcanzar la vida eterna, o a que un dios ofendido decida maldecirnos, no es menor que el terror de que sirvamos de escarnio público si osamos poner en duda la ortodoxia religiosa y el poder de los sacerdotes. Sin embargo, el poder político aprendió pronto a competir con el poder religioso. Los reyes no tardaron en abandonar sus palacios de adobe por otros construidos en piedra y mármol, tan grandes, imponentes y aparentemente eternos como los templos con los que competían. Y fueron muy hábiles, si no más que los sacerdotes, en el arte de infligir terror en aquellos que se les oponían. Pero había algo con lo que el poder político no supo competir con las religiones, y estas, durante siglos, monopolizaron: el manejo del consuelo. Ni el faraón ni el césar ni el más poderoso de los duques pudo nunca garantizar a sus súbditos la vida eterna y ellos mismos eran presas del miedo a la muerte. La muerte en apariencia nos iguala a todos, pero no es del todo cierto, en algunas religiones el estatus social se mantenía y conservaba en el otro mundo y el oro que, literalmente, te llevabas a la tumba, te aseguraba un sitio reservado cerca de los dioses. Quizás es por eso que el mejor invento del cristianismo consistió en hacernos creer que son nuestras virtudes las que nos abren las puertas del cielo y que el más miserable de los hombres parte con ventaja con respecto al más poderoso de los soberanos. Las penas y desvelos de esta vida son el peaje que pagamos para alcanzar la Eternidad y la Iglesia católica se proclama la garante de la llave del Paraíso.
Y si bien es verdad que la Iglesia católica ha sido desde el principio una máquina imparable de corrupción, de acumulación de riquezas y un monstruo de ambición política insaciable, hay que reconocerle que supo manejar el asombro, el terror y el consuelo de forma magistral a su favor. Hasta ahora.
Cuando el asombro nos lo puede proporcionar Disney al grito de “Avengers assemble!” y el terror tiene forma de virus, de sátrapa estepario o de neoliberalismo descontrolado, y ahora que también las feministas reaccionarias del PSOE han suplantado a la Conferencia Episcopal en temas de moral sexual, el gran poder de la Iglesia podría haber sido el de convertirse en la garante del consuelo social. Sin embargo, durante los primeros meses de la pandemia, cuando la sociedad estaba en shock, la Iglesia desapareció, cerró sus puertas, literalmente, y dimitió de todas sus obligaciones, sociales, espirituales y emocionales. Es difícil ya distinguir a la Iglesia de cualquier otra multinacional con sede en el extranjero, de un fondo buitre que desahucia a ancianos y también a sus propios empleados, solo que esta tiene un trato mucho más preferente que el resto, pues no solo está exenta de pagar impuestos, también se le ha permitido poner a su nombre miles de inmuebles públicos con los que poder seguir especulando. Una estaría tentada de pensar que sería una bendición que se la tratara como a Iberdrola, al menos estaría obligada a pagar unos poquitos de impuestos y a declarar el IVA de los cirios, negociar con ella no implicaría además tener que disfrazar a exministras de luto y mantilla.
Sin embargo, todo esto llega a ser baladí ante la estremecedora realidad de los abusos sexuales. Es necesario que la Iglesia dé la cara, que pida perdón, que se someta a las leyes de los hombres y al escarnio público que se merece, que asuma de una vez por todas las consecuencias del terror y el dolor que ha infligido. El consuelo que eso proporcionaría a sus víctimas, y también a toda la sociedad, no podría llegar nunca a tapar la vergüenza de una institución que amparó los abusos y de un Estado que no está haciendo todo lo que está en su mano para hacer justicia, pero al menos sería un primer paso. El siguiente, el de despojarles de sus privilegios, sería entonces mucho más sencillo de dar.
Toda religión se sostiene sobre tres pilares fundamentales: el asombro, el miedo y el consuelo. No es difícil imaginar el pasmo de un egipcio al contemplar en el templo de Horus cómo al amanecer y al anochecer los rayos del sol se filtraban iluminando la estatua del dios, que parecía cobrar vida dos...
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Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
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