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Como la mayoría de personas ateas, me he inventado mis días de celebración, así que en mi casa celebramos el 6 de junio y volvemos a ver la serie Band of Brothers (2001). De hecho, empezamos la serie el día 5 por eso de que fue la noche antes del Desembarco cuando la 101 se lanzó sobre Normandía. Es tan importante el simbolismo de esa fecha para mí que en el 75 aniversario del Día D conseguí arrastrar a toda mi familia hasta Normandía para poder visitar las playas del desembarco, meternos en los búnkeres y pasear por los cementerios, por el americano, pero también por el olvidado y casi abandonado cementerio alemán, un lugar extrañamente bello que mira al monte Saint Michel. Tengo que reconocer que hice todo el viaje con la actitud piadosa de una creyente sincera y que llegué a emocionarme en varias ocasiones. No hice ese viaje porque venere la muerte, no al menos más que el resto –en Egipto nos movíamos entre tumbas y momias con naturalidad–, al fin y al cabo viajar es en muchos casos pasear entre ruinas de otras vidas. Pero he de reconocer que la Segunda Guerra Mundial me obsesiona desde niña. Si alguien entrara en mi casa sin conocerme demasiado, podría llevarse un buen susto al ver la pila de libros sobre el nazismo que descansan en la mesa de mi sala de estar. Es tentador –también para mí– interpretar la Segunda Guerra Mundial como la lucha contra el mal absoluto, como una guerra inevitable, la “buena guerra”: los nazis son lo más parecido a la abyección moral total que podamos imaginar. Pero 80 años de cine bélico lleno de obras maestras no pueden nublarnos el juicio. El mundo no llegó de repente a septiembre de 1939 ni Hitler es el fruto de la mala suerte. Los bombardeos de Dresde, Hiroshima y Nagasaki, las matanzas de civiles, las mujeres violadas, el hambre y la destrucción nos recuerdan que no hay guerras buenas.
Toda guerra es siempre una derrota de la civilización. Cada conflicto, cada muerte, es una renuncia de nuestra humanidad. El propio lenguaje bélico está construido para deshumanizar, es pura propaganda lingüística concebida para borrar nuestros escrúpulos morales. El otro, el enemigo, queda desdibujado, deshumanizado. Porque la finalidad de la guerra consiste en matar. Pero también en morir. Por eso el lenguaje de la guerra se esfuerza en convertir la muerte en algo distinto de lo que verdaderamente es: el fin absoluto, la gran putada que cuanto más tarde en llegarnos, mejor. El ‘no a la guerra’ suele caricaturizarse como una ingenuidad propia del pensamiento woke, pero esto no es otra cosa que propaganda bélica. El antibelicismo es una postura incómoda y compleja que enfrenta a sus defensores contra la maquinaria institucional y, la mayoría de las veces, también contra la opinión mayoritaria. Ningún pacifista ha negado nunca el instinto –e incluso el derecho– a defenderse de una agresión, pero sí exige que los estados recurran a la diplomacia y la negociación porque lo principal debe ser evitar la muerte, cualquier muerte. Lo que a mí sí me resulta verdaderamente ingenuo es el pensamiento belicista, que suele recurrir a infantilismos y simplificaciones, como si fuera posible, fuera de las películas de James Bond, que un tirano pueda llegar a serlo sin el beneplácito de otras naciones –por acción u omisión–, que a una guerra se llegue de la nada o que no resulte un asunto rentable –cuando no un negocio redondo– para muchos. Es lógico que ante un acto brutal de agresión nos surjan dudas sobre cómo encararlo, sobre cuál es la mejor manera de ayudar a la población y pararle los pies al agresor. Estas dudas son parte de la complejidad de la mente humana pero también de las de vivir en sociedad y de las relaciones internacionales. La pulsión de responder en los mismos términos está en todos nosotros, por eso hemos creado leyes e instituciones internacionales, para frenar nuestro instinto suicida. Hacer negocio para armar a civiles y que estos se enfrenten a la desesperada a un ejército entrenado es una absoluta inmoralidad y parte de la lógica suicida del cinismo político del capitalismo de demolición que nos está devastando. Tener que leer, además, los delirios belicistas de personas que hasta hace cuatro días temían estrechar la mano de otro ser humano por miedo a contagiarse, y que ahora hablan del sacrificio ajeno con la superficialidad del idiota, es la confirmación de que la guerra no solo es la soledad infinita, sino también la muerte de las conciencias.
Como la mayoría de personas ateas, me he inventado mis días de celebración, así que en mi casa celebramos el 6 de junio y volvemos a ver la serie Band of Brothers (2001). De hecho, empezamos la serie el día 5 por eso de que fue la noche antes del Desembarco cuando la 101 se lanzó sobre Normandía. Es tan...
Autora >
Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
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