Cartas desde Meryton
Misión de audaces
Orestes y Benigno se merecían una vida mucho mejor que la que tuvieron, pero la vida que tuvieron es el precio a pagar para que los de los yates, las comisiones, las portadas del ‘¡Hola!’ y las medallas al mérito tengan la vida que tienen
Silvia Cosio 4/05/2022
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Cuando era pequeña, vivía rodeada de objetos que habían hecho mis dos abuelos con sus propias manos. Ceniceros y menaje de vidrio de la fábrica en la que trabajaba mi abuelo materno Orestes, y pequeñas cosas de madera del taller de carpintería al que iba por las tardes, cuando terminaba el turno, a ayudar a su hijo, y en donde perdió tres dedos. En la calle, muchas de las motos que veía habían sido ensambladas por mi otro abuelo, Benigno. Recuerdo verle vestido con su mono azul, y que me traía pegatinas de propaganda que yo coleccionaba en un álbum. Ninguno de los dos disfrutó mucho de su jubilación: a Benigno se lo llevó un cáncer de pulmón a los 68 años, y a Orestes un infarto cerebral le robó la independencia y después, lentamente, su mente y sus recuerdos. Dejaron tras de sí sus apellidos y el recuerdo de los hombres que fueron, y ese vacío del que nadie quiere hablar en las reuniones familiares. Yo no heredé de ellos ni dinero, ni tierras, ni pisos ni honores, nada que pueda ser utilizado como aval para una fianza ante el juez, pero sí un sentido del humor extravagante y mi amor por el cine de John Ford. Ya ni siquiera quedan en pie las fábricas donde trabajaron, arrasadas por la reconversión industrial que convirtió Asturies en un geriátrico gigante y a mi ciudad, Xixón, en la eterna aspirante a convertirse en la Benidorm del Norte aunque cada día está más cerca de ser Magaluf. Nunca supe si mis abuelos tuvieron grandes sueños cuando eran jóvenes, si soñaban con ser piratas o estrellas del balompié, si Benigno se imaginaba en un escenario cantando las rancheras que escuchaba de noche en su casette, o si Orestes quiso alguna vez viajar a París. Sí sé que mi abuelo Orestes estaba muy orgulloso de que sus nietos y nietas hubieran ido a la Universidad, y que Benigno estaba feliz el día que nos regaló a mi hermana y a mi una minicadena musical después de meses ahorrando para ella. Tuvieron una vida dura, conocieron (y perdieron) la guerra de niños, y vivieron la larga posguerra con su hambre y con su muerte. Supieron lo que eran la represión y el miedo a que te denunciaran.
Emigraron, fracasaron, vivieron siempre al límite de la pobreza. Eran imperfectos e injustos y también cariñosos y encantadores. Uno era austero y el otro todo lo contrario. A los dos les gustaba reír y lo hacían muy alto, y siempre evitaban pisar una iglesia, eran de los que se quedaban a las puertas en las bodas y en los funerales. Orestes era alto y estaba calvo desde los veinte años, y Benigno era presumido y guapo y pequeño y se parecía a Dean Martin. Orestes les tenía un profundo desprecio a Adolfo Suárez y al rey Juan Carlos, y Benigno lloró cuando volvió la Pasionaria del exilio y nos llevaba al Musel a ver los barcos de la Unión Soviética. Los dos estaban llenos de contradicciones y también de virtudes. Su vida fue igual que la de otros tantos, vidas anónimas, esforzadas, sin glamour. Sus vacaciones consistían en ir a Medina del Campo en fiestas, o alquilar una casita en Llanes si ese año las cosas habían salido bien.
Yo quería a mis abuelos, no pasa un día sin que me acuerde de ellos. Benigno nunca me conoció de adulta, nunca supo que milité en su PCE, y que me expulsaron por coquetear con el nacionalismo asturianista, tampoco pudo conocer a mi pareja ni llegó a saber que mi hija lleva su apellido de primero. Los últimos años de Orestes fueron un infierno que ni él, ni mi abuela ni mi madre se merecían. El día que David el Gnomo se convirtió en árbol, Orestes tuvo que lidiar en su casa con cinco nietos que lloraban desconsoladamente, los mismos nietos que luego le reñíamos porque le gustaban los toros. Cuando Benigno nos llevó a mi hermana y a mí a ver El imperio contraataca, se aburrió tanto que se pasó media película durmiendo. Al salir nos hizo con cartón dos sables láser. En su vida no había Sotogrande, ni yates, ni portadas del ¡Hola! ni colaboraciones con Woody Allen, ni medallas al mérito de nada, ni comisiones, y todo lo que su influencia podía conseguir era un puesto para sus hijos en su misma fábrica, precisamente lo que ellos querían evitar. Orestes y Benigno se merecían una vida mucho mejor que la que tuvieron, pero la vida que tuvieron es el precio a pagar para que los de los yates, las comisiones, las portadas del ¡Hola! y las medallas al mérito tengan la vida que tienen. El bienestar de unos es incompatible con el bienestar de los otros. Quizás ya va siendo hora de que prioricemos el nuestro.
Cuando era pequeña, vivía rodeada de objetos que habían hecho mis dos abuelos con sus propias manos. Ceniceros y menaje de vidrio de la fábrica en la que trabajaba mi abuelo materno Orestes, y pequeñas cosas de madera del taller de carpintería al que iba por las tardes, cuando terminaba el turno, a ayudar a su...
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Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
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