Evolución
El flamencólico biliar
Cada vez que un crítico atrabiliario proclama entre salivazos que el flamenco agoniza, que lo están aniquilando, el viejo arte recibe una rúbrica de rectificación
José Javier León 10/12/2022
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No está claro si fue Enrique Morente quien inventó la palabra flamencólico. Interesadamente, él mismo rodeó de ambigüedad una posible aclaración sobre la paternidad del término, hoy tan popular. Si no la creó él, la acomodó y la hizo suya; en los dominios flamencos, tan proclives a la exhibición del ingenio, no es rara la costumbre de la incautación. Retando al mismo vocablo, otro cantaor, Antonio Núñez, Chocolate, tuvo una salida de similar altura: “Flamencólogo: uno que parece que se está ajogando”. Así dijo el jerezano y pergeñó, sin conciencia de género, una brillante greguería, que, yuxtapuesta a la agudeza primera –la tal vez morentiana– alumbra por connotación una cadena de rasgos propios de la crítica flamenca más conservadora: neurastenia, sofoco, aprieto, cabreo y melancolía.
El sustantivo melancolía es calco de un término griego que el latín tradujo como atrabilis, bilis negra. Tal es la actitud flamencólica: atrabiliaria. Acre y doliente, irascible e hipocondríaca, pues, si bien disfruta con lo que le apasiona, lo vive ya como pasado, como nostalgia. Lo suyo es la tragedia de “sentir el tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado el porvenir”, como escribió Azorín. Se quiere científico el flamencólico biliar, se sueña juez, se sabe nuncio, se intuye profeta. Le gusta un no mucho más que un sí. En el fondo, le excita amedrentar. Pero en este punto no hay, no puede haberla, ironía: hemos de atender las protestas coléricas del crítico, figura sin la cual peligraría todo un hábitat. Pedro que, por juego o convicción, nos avisa regularmente de que viene el lobo. Lobo que vendrá tarde o temprano, que tal vez haya bajado ya a nuestro valle y haya herido de muerte a la grey.
Hay un mantra perdurable que dice que este arte se extingue. Demófilo, padre de los estudios flamencos, mira al bebé y proclama su mínima esperanza de vida: se lo están cargando los cafés cantantes
Hay un mantra perdurable que dice que este arte se extingue. Demófilo, padre de los estudios flamencos, mira al bebé y proclama su mínima esperanza de vida: se lo están cargando los cafés cantantes, la comercialización. Serán, sin embargo, esas salas las gestoras de su desarrollo y el escenario de su configuración. Desde la cuna boquea la criatura y el Concurso de Cante Jondo de Granada recupera la antigua queja y su grito de socorro. No imaginan sus ideólogos que le están dando alas, otras alas. Pepe Marchena despliega su dandismo castizo empapado de música y ya se declara su estilo viciado y su voz sin duende. Carmen Amaya revoluciona su cuerpo y el cuerpo entero de la danza ajustada en unos pantalones de infarto, como sus pies, y el crítico escribe que ha regresado americanizada y, por momentos, bailando claqué. Manolo Caracol, el niño del premio a la pureza en 1922, triunfa con sus zambras de autor con orquesta y abre un tablao en Madrid. Lo llaman falsificador; él replica con silogismos y números en la mano. Enrique Morente despliega su vena heterodoxa, que abarca un saber enciclopédico, y los cancerberos del día le niegan el pan y la sal, la pasión y el conocimiento. Camarón graba La leyenda del tiempo, el álbum sin el cual el de la Isla sería otra cosa, y hay puros con vitola que lo vapulean. Crítico hubo que quiso apretarle las clavijas a Paco de Lucía; él le brindó unas falsetas. Belén Maya baila música electrónica con bata de cola, adelantándose en años a lo que harán otros, un periodista la despedaza y ella, en su siguiente espectáculo, danza aquella diatriba al pie de la letra. Responde con su propio cuerpo. Miguel Poveda se asoma con tiento y jondura a la copla, Rocío Márquez visita el folclor con oídos flamencos o prueba y combina con industrias de hoy: les llueve la acusación de no ser cantaores, sino cantantes, anatema máximo para los custodios del arca. Empero, los jóvenes persiguen sus voces en los espacios nuevos y viejos donde suenan. Rocío Molina presenta una función asombrosa de inspiración y técnica y varios gacetilleros la escarnecen. Poco después recibe un reconocimiento internacional que desborda lo flamenco –o acaso sea el flamenco el que lo desborda todo–. En la última Bienal sevillana, a Raúl Cantizano le gritan mamarracho, título a propósito para un álbum de guitarra queer. De la Tremendita ¿qué trastorna más? ¿su media cabeza rapada, su bizarría que es proclama, su lenguaje que llega a públicos que no tienen por qué comprar, si no les apetece, soleares en silla de anea? Qué maravilla una soleá de Tomás Pavón en su silla de anea, ¿pero, y si no esa es mi música, caballeros? Nadie se atrevía hasta hace bien poco con Israel Galván, todos se refugiaban, burla burlando, en lo que bautizaremos como Síndrome de Tolerancia Picassiana, ese que aduce: “¡Pero de joven sabía pintar!”. Se acaba de abrir la veda: un articulista lo ha llamado pajarraco (otro título óptimo para una función volátil). Si Rosalía amaga con un melisma, blanden enseguida el metrónomo y silencian el diapasón. La joven catalana llena estadios; evita el olor a cerrado; no se ata: si quiere, penetra, si le da la gana, salta; es su sola dueña.
Igual que las lenguas, los géneros musicales son organismos vivos y, como tales, nacen, crecen, se desarrollan, maduran, languidecen y mueren. Cuesta pensar que un día esta lengua en la que escribo y alguien me lee desaparecerá, pero tal cosa sucederá, a no ser que, como el latín, se transforme y su latido perdure en otras. Lo mismo pasará con el flamenco. A quienes lo aman les duele imaginar un mundo sin su presencia detenida en el tiempo, por eso se resisten a su final o a su renuevo y les lacera que un exflamenco como el Niño de Elche haya decretado su extinción o que sucesivos artistas vengan declarando últimamente que el marco de lo jondo no cubre sus necesidades expresivas.
“En arte es nula toda repetición. Cada estilo que aparece en la historia puede engendrar cierto número de formas diferentes dentro de un tipo genérico. Pero llega un día en que la magnífica cantera se agota”. Esto escribía José Ortega y Gasset en 1925, evidenciando el ingenuo error de achacar a la esterilidad de los géneros “la ausencia de talentos personales”, en vez de reconocer lo que en verdad acontece: “que se han agotado las combinaciones posibles dentro de ellos”. “Por esta razón –concluía el filósofo–, debe juzgarse venturoso que coincida con este agotamiento la emergencia de una nueva sensibilidad capaz de denunciar nuevas canteras intactas”. ¿Hay sensibilidades nuevas y vetas vírgenes en el venero jondo? Sin duda. Unas espejean fuera de su perímetro, desde las artes más diversas: el flamenco se ha nutrido siempre de músicas y danzas ajenas, su alegoría es la de un ladrón profesional. Otras aguardan, hibernan en el seno mismo de su canon clásico.
Toda vez que el crítico atrabiliario proclama entre salivazos que agoniza, que lo están aniquilando, el viejo arte recibe una rúbrica de rectificación: las censuras no hacen sino dar fe de cada pirueta audaz. Debemos tomar en serio esa emotiva voz de alarma, la del agüero fatal, es una señal que conocen bien los historiadores. Deja constancia de las desviaciones y, al hacerlo, no solo verifica un estado de crisis o virtual acabamiento, sino que expone, sin ambicionarla, la ocasión de su metamorfosis.
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José Javier León es profesor y escritor. Sus últimos libros son Burlas y veras del 22 y Bolero. El vicio de quererte, reciente Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos.
No está claro si fue Enrique Morente quien inventó la palabra flamencólico. Interesadamente, él mismo rodeó de ambigüedad una posible aclaración sobre la paternidad del término, hoy tan popular. Si no la creó él, la acomodó y la hizo suya; en los dominios flamencos, tan proclives a la exhibición del...
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