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Querida comunidad contextataria:
Desde niño, he sentido atracción por dos mundos maravillosos a los que, por falta de talento y valentía, nunca he podido entrar de lleno: el periodismo y la música. Por fortuna, desde los diez años he tenido buenos amigos, más dotados y valientes que yo, que me han tolerado en sus bandas y revistas como trompetista y colaborador, para que se me pegara, aunque fuera indirectamente, una pizca de su aura.
El otro día se me ocurrió que la música y el periodismo, en el fondo, son bastante parecidos. En ambos, por ejemplo, lo que cuenta es el trabajo en equipo. De la misma manera que una banda es tan buena como la capacidad de sus integrantes de escucharse mutuamente, el periodismo de verdad nunca es el producto de una sola pluma, sino de todo un equipo de redacción. En ambos campos, además, los diplomas se suelen mirar con desprecio. No importan tus credenciales. Lo único que importa es lo que sabes hacer: tocar un tema, escribir un repor, pillar un acorde, terminar tu pieza a tiempo y sin pasarte del cupo de palabras. Incluso hay cierta correspondencia en el reparto de papeles. Si CTXT fuera una banda, por ejemplo, no hay duda de que Miguel Mora sería el batería (un apoyo indispensable, acostumbrado a marcar el compás, pero también el más propicio a cometer alguna locura en los descansos); Vanesa Jiménez, la guitarra de ritmo (la John Lennon de CTXT, para entendernos); Gerardo Tecé, un cantante tan provocador y ágil, y con tantas groupies, como el mejor Mick Jagger. En fin, ya me vais pillando la analogía.
Que las compañeras de CTXT, en alguno de sus bolos, me permitan tocar la trompeta en su sección de vientos no deja de ser un privilegio, sobre todo en las noches en que, generosas, me regalan 12 compases de solo. Pero, como periodista amateur que soy –el pan de cada día me lo gano como profesor universitario, en un mundo bastante menos maravilloso donde sí importan más los diplomas que el saber escribir o enseñar–, mi relación con el gremio y su cultura siempre será más distante que la de las y los grandes profesionales de la plantilla contextataria.
En los más de seis años que llevo colaborando en CTXT, he intentado convertir esa distancia, y mi fatal condición de aficionado, en una virtud, aprovechándola para reflexionar sobre los desafíos que enfrenta el periodismo hoy en el mundo y en España en particular. Uno de mis formatos preferidos para explorar ese filón ha sido la entrevista, como cuando Bécquer Seguín y yo hablamos con media docena de periodistas españoles para nuestra primera pieza en la revista. Nunca olvidaré la conversación telefónica que tuve, una madrugada de abril hace cuatro años, con Seymour Hersh, ese mito vivo. Más recientemente, pude hablar con la gran Olga Rodríguez y con Jon Lee Anderson, que cada vez que escribe sobre España desata una crisis diplomática, como explico en Leyendas negras, marcas blancas, panfleto contextatario.
La verdad es que llevo años fascinado con la entrevista periodística como representación estilizada de un intercambio concreto entre dos personas en el que puede ocurrir de todo, y en el cual, por tanto, hay un elemento automático de tensión o suspenso, pero también de ironía (a expensas de la persona entrevistada, del entrevistador, del lector o de todos al mismo tiempo). Como periodista, siempre entro a la conversación con el propósito de seducir a la persona entrevistada para que comparta ideas o reflexiones que nunca antes hubiera formulado así. Con los años, he aprendido a desestabilizar al entrevistado lo bastante como para que no pueda echar mano de sus respuestas prefabricadas. Lo que siempre me ha costado, en cambio, es darle forma al texto que envío para su publicación: encontrar el equilibrio entre representar el diálogo tal y como se produjo y redactar un texto que sea ameno, legible y coherente.
Hace poco tuve la oportunidad de hablar sobre este tipo de detalles técnicos con uno de los mejores entrevistadores de Estados Unidos, Isaac Chotiner de la revista The New Yorker. La conversación me sirvió para comprender que se trata de mucho más que detalles formales. En realidad, afectan directamente a la misión del periodismo: su ética, su deontología, su función social.
Como explico en la pieza, Chotiner tiene un estilo peculiar. No solo es que, como entrevistador, esté alerta, informado y sea irreverente, sino que su método de edición se acerca bastante más de lo habitual a la transcripción en crudo. Si lo común es pulir la conversación grabada en el texto publicado, Chotiner prefiere mantener intactos los momentos más incómodos, incluidos malentendidos y exabruptos. Este método produce resultados de alta calidad periodística: conversaciones amenas e informativas, a menudo tensas e hilarantes. En la entrevista doy algunos ejemplos de sus charlas con hombres poderosos con grandes egos, como Rudy Giuliani, John Mearsheimer, V.S. Naipaul o Alan Dershowitz, a los que no deja muy bien parados.
En el fondo, la conversación con Chotiner acaba siendo una defensa del periodismo artesanal, en este caso de la entrevista-entrevista, hecha oralmente y en tiempo real, versus la entrevista-por-email-o-wassap (tan común, por otra parte), que no deja de ser un fake, además de quitarle todo elemento de riesgo para ambas partes. La entrevista hecha-como-dios-manda, en ese sentido, encarna la esencia del periodismo: informar al público confrontando a los poderosos, complicándoles la vida, señalando sus mentiras mediante los instrumentos básicos del gremio: la investigación, la inteligencia, la valentía y la independencia.
Una idea quizá más discutible que plantea mi conversación con Chotiner, aunque quede implícita, es que en España sería bastante difícil imaginarse a un(a) periodista que pudiera trabajar como lo hace él todas las semanas. ¿Se imaginan hoy a cualquier medio español tratando con tanta irreverencia a entrevistados tan poderosos? ¿Estos permitirían que se les retratara con sus vergüenzas al aire?
Por un lado, es una cuestión de cultura periodística. Como escribía el otro día Gerardo Tecé, “Hace tiempo que la tarea del gran periodismo dejó de ser contar qué pasaba para dar paso a publicidades”. Solo hay que ver el tratamiento de la prensa a Alberto Núñez Feijóo: “El líder del PP nunca se topa de frente con periodistas que le interrumpan diciendo que lo que dice es falso”; al contrario, “el mensaje de Feijóo es amplificado en los grandes medios, motivo por el cual seguirá paseando por ellos con la comodidad del que está en casa”.
Pero también es una cuestión de poder. Una revista como el New Yorker, con una circulación impresa de 1,2 millones y más de 18 millones de visitas mensuales en la web, se puede permitir mosquear a quien sea. (Incluidos a sus propios empleados, cuyas condiciones laborales, por otra parte, han ido mejorando desde que se sindicalizaron hace cuatro años.) En España, como bien sabemos, el nivel de precariedad que afecta a la mayoría de las y los trabajadores periodísticos dificulta, y mucho, su capacidad de cuestionar al poder político y económico.
De ahí la importancia de vuestro generoso apoyo a este proyecto, que este mes cumple ocho años y que se fundó con la idea, precisamente, de cultivar un periodismo artesanal en el mejor sentido de la palabra. En un país donde las grandes fuentes de financiación mediática –los poderes públicos, los partidos políticos, las empresas, los bancos y sus fundaciones– piden, a cambio de sus cuatro duros, que las redacciones les vendan su alma, la única forma de cultivar la independencia verdadera es recurrir a las, les y los lectores. Esta revista está hecha para vosotras, nuestra comunidad, en el espíritu dialógico que refleja ese género fundamental que es la entrevista: un espacio de cuestionamiento. Por eso no solo nos encanta veros en las fiestas, los cursos y el club de lectura, sino también que cuestionéis y critiquéis nuestro trabajo.
Y, seamos honestos, ¿qué otros medios nacionales hay donde un correo a la redacción enviado a las dos de la madrugada posiblemente lo conteste a vuelapluma el mismísimo batería de la banda?
Sebastiaan Faber
Querida comunidad contextataria:
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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