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Estimados lectores:
Enero celebra brevemente el triunfo de Jano, el dios de las puertas que, dotado de dos rostros, mira al mismo tiempo hacia atrás y hacia delante. No sé si alguien recordará algún día el año 2022 con nostalgia; es más probable que localicemos en él el embrión casi maduro de algunos monstruos que se vienen gestando desde hace tiempo. Las buenas noticias han sido escasas, aunque no desdeñables: unas pocas leyes decentes, el acuerdo sobre los presupuestos, el descubrimiento en Irulegi del texto más antiguo escrito en euskera, un avance médico en la lucha contra el cáncer de pulmón, el rescate de una ballena en Cala Millor y (al menos para mí) el triunfo de Argentina y la apoteosis de Messi en un Mundial deshonrado por la FIFA y por el país anfitrión. En cuanto a la peor noticia del año lo es porque resume, contiene y explica todas las otras malas: me refiero a la pérdida definitiva de las formas en la política española. Lo hemos visto en los debates parlamentarios, lo hemos visto en la batalla judicial, lo hemos visto en los medios de comunicación y lo hemos visto, naturalmente, en el granizo peludo de las redes sociales.
Hay que tener cuidado. En contextos de crisis y confrontación es fácil dejarse tentar por la convicción de que “las formas” son únicamente máscaras retóricas que disfrazan, escamotean o deforman la verdad. Nada más peligroso. La “verdad” no está en nuestro cuerpo enteramente formada, como el puño con el que golpeamos a nuestro enemigo. La verdad no es un puño: es un lápiz, una lupa, una herida y una tirita, una lucecita temblorosa en el bosque, una pugna, una conversación. La retórica puede ser sofística o hipócrita, es cierto, pero nos mantiene siempre en la lógica de la persuasión, que es la lógica de la política democrática. El que se cree cargado de razón se sitúa fuera de juego y quiere sobre todo ahorrarse argumentos: esa es la enorme ventaja sumarísima de los insultos, que son rápidos y claustrales. Las “formas”, en cambio, sirven para ralentizar y extender el pensamiento; es decir, para reprimir el improperio y la calumnia; es decir, para situarnos en el patio común entre los cuerpos, donde hasta las refriegas tienen sus reglas compartidas.
La tradición platónica siempre opuso ciencia y opinión. Es una diferencia legítima y, sin embargo, incompleta. Para todos es evidente que el teorema de Pitágoras o el de Fermat no son la opinión de Pitágoras sobre los catetos o la de Fermat sobre los números enteros; que la geometría de Euclides no es la opinión de Euclides sobre los hexágonos y que la teoría de Darwin, siempre en revisión, no es la opinión de Darwin sobre la Naturaleza. La ciencia está constantemente cuestionándose a sí misma mediante procedimientos formales compartidos, pero la geometría no euclidiana o la mecánica cuántica o la teoría de las cuerdas no son “diferencias de opinión” respecto de Euclides, Newton o Einstein. Lo mismo puede decirse de las llamadas “ciencias blandas”. Marx no opinaba sobre el “valor” ni Freud sobre el inconsciente. Estaban construyendo sistemas teóricos que solo pueden ser rebatidos desde la teoría. No cabe decir, sin embargo, que todo lo que queda fuera del campo de la ciencia es ignorancia. Fuera del campo de la ciencia está, por ejemplo, la política, que en su formato democrático se funda precisamente en esa forma de conocimiento que llamamos “opinión” y, al menos desde el siglo XVIII, “opinión pública”.
Ahora bien, si la opinión es también conocimiento (y el conocimiento crucial a partir del cual se toman las decisiones políticas individuales y colectivas) hay que aclarar enseguida que todo el mundo tiene derecho a opinar, sí, pero que no todas las opiniones son igualmente legítimas. El derecho a opinar no nos da la facultad de hacerlo, como el derecho a tocar el violín no nos capacita para interpretar música. Tenemos que leer, analizar, estudiar, pensar, informarnos, escuchar al otro. Una opinión fundamentada (por ejemplo sobre colapsismo, prostitución o nacionalismo) puede ser errada, pero su mayor o menor consistencia solo podrá ser decidida en un debate público. Una opinión es una cosa muy seria que exige la asistencia de herramientas exteriores en un espacio compartido. De ahí la importancia decisiva del periodismo, marco privilegiado a partir del cual el ciudadano-lector debe (debería) formar sus propias opiniones fundamentadas. Como sabemos, la pérdida de las formas y el irracionalismo dominante han rebajado la “opinión” al estatuto de una función fisiológica: uno tiene su propia opinión como tiene su propia nariz. Aceptamos que la ciencia puede cuestionar la quinta proposición de la geometría de Euclides o el gradualismo darwiniano; pero nadie puede cuestionar la existencia de mi nariz, que no necesita justificarse sino tan solo exhibirse con orgullo. Uno de los policías seudomellizos de Tintín (no sé si Hernandez o Fernández) solía decir: “Esa es mi opinión y yo la comparto”. Paradoja genial que expresa la autodestrucción del concepto de opinión mediante una tautología narcisista totalitaria. Uno se escuda en su opinión, como en el insulto, para evitar una discusión. Podemos por fin tener razón sin tener que razonar.
Esto es lo que yo llamaría, frente a la teoría y a la opinión, una “postura”. Naturalmente una opinión fundada sobre feminismo, geopolítica o incluso psicoanálisis puede –y debe– llevarnos a adoptar una determinada postura, pero la complejidad del mundo y la inducción permanente a pronunciarse sobre cualquier tema (en un contexto conflictivo) hace que, cada vez con más frecuencia, lleguemos a la “postura” –como al insulto– sin pasar por la teoría o por la opinión: adoptamos una postura desde los prejuicios de la propia experiencia, las filiaciones edípicas o la rabia general. Hay que defender la ciencia y hay que defender la opinión; hay que defender la democracia. Porque lo más peligroso de las posturas es que vienen siempre a reprimir o suprimir un debate: el debate público –precisamente– que debe decidir nuestro destino democrático. Cada vez hay más posturas y cada vez menos debates. La deriva es tan evidente y contagiosa que el año que ahora termina ha visto avanzar este proceso devastador hasta el punto de que, dentro de la izquierda, ha alcanzado incluso al feminismo, último refugio de la inteligencia y el humanismo, de pronto devorado, como el resto, por las posturas (y los insultos).
Nos encontramos así con una política de posturas, con una práctica judicial de posturas y con un periodismo de posturas (y unas redes, claro, reducidas a la exhibición y reclamación de posturas sumarísimas); es decir, con una política, una judicatura y unos medios de comunicación (y unas redes) sin formas o, lo que es lo mismo, fanáticamente partidistas. Mi apuesta por CTXT tuvo que ver, desde el principio, con el apoyo a un proyecto orientado a la teoría y a la opinión y alejado de las posturas (salvo en la forma razonada de los editoriales, pues lo único que ni la ciencia ni la opinión pueden cuestionar son los Derechos Humanos); un proyecto, aún más, que siempre se propuso sustraerse al “postureo” del régimen del 78 para hacer un periodismo que se justificase a sí mismo al margen de las luchas interpartidistas y, aún más, de las luchas interizquierdistas. Mi petición a los Reyes Magos es que eso continúe siendo así. Será para todos, sin duda, una de las mejores noticias del año que ahora comienza.
Os deseo un 2023 razonablemente feliz.
Un saludo.
Santiago Alba Rico
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Enero celebra brevemente el triunfo de Jano, el dios de las puertas que, dotado de dos rostros, mira al mismo tiempo hacia atrás y hacia delante. No sé si alguien recordará algún día el año 2022 con nostalgia; es más probable que localicemos en él el embrión casi maduro de algunos...
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Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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