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Querida comunidad contextaria:
Una de las cosas buenas que tiene estar cerca de la política, pero fuera de la misma, es mantener cierta distancia sobre el proceso de ombliguismo en el que viven inmersos los políticos. Sin embargo, una de las cosas más desesperantes de vivir fuera de la política, pero lo bastante cerca de la misma, es ver con impotencia a tus dignos representantes enredándose en procesos equiparables al del perro que quiere morderse la cola, es escucharles frases como “¡dónde vamos a parar!”, “¡cómo está todo!”, “¡si sigue esto así, no sé yo!”, ¡¡¡“hay que ver cómo está la opinión pública!!!”.
La opinión pública es un concepto curioso. Obviamente la opinión pública no es su opinión o la mía, porque opiniones, como el… (¡bueno!, eso mismo), todos tenemos una. La opinión pública tampoco es la suma de todas nuestras opiniones, que por definición es una opinión imposible, así que la opinión pública debe de ser el pensamiento común a la mayoría de las personas sobre un asunto determinado o quizás, como dice la Wikipedia, “la tendencia o preferencia, real o estimulada, de una sociedad o de un individuo hacia hechos sociales que le reporten interés”. Una idea interesante porque por un lado se nos vincula a un pensamiento mayoritario, que nadie sabe bien cómo medir y constatar (ahí está la guerra de las estadísticas), o más cínicamente se nos habla de opiniones reales o “estimuladas” sobre hechos que “reportan interés”.
Quizás por eso del “estímulo” hace tiempo que aparecieron los medios de comunicación política que pretenden crear opinión. Y luego los expertos, que pretendían aportar su conocimiento a la formación de ese estado de opinión. Y finalmente los “opinólogos”, que nos aportan su parecer todos los días sobre todos los temas, sean estos la renovación del Tribunal Constitucional, una pandemia vírica, el vestido de la Pedroche o la teoría de cadenas en la física cuántica. Quizás por aquello de “asuntos de interés” y como aún faltaba un poco de salsa, aparecieron además las redes sociales y con ellas las campañas virales, los perfiles falsos, los trolls que enturbian el diálogo, los buscadores compulsivos de zascas y los robots de retuiteado que magnifican el discurso más insignificante o el más miserable, todo ello, pago mediante. En el fondo nada muy nuevo dentro del caos que siempre ha sido el discurso humano, como no es nada nuevo que esto nos haya llevado a la afirmación de don Felipe González Márquez, desde su atalaya, de que “en política la única verdad es lo que diga la opinión pública”. Asumido este dogma como opinión común y mayoritaria entre los políticos, algunas públicamente opinamos que esto no es ni debe ser cierto. No, cuando al parecer se confunde la opinión pública con los editoriales de El Mundo, ABC, La Razón, El País (y no sigo y me limito a prensa escrita), que obviamente no expresan la opinión pública tanto como la opinión de sus consejos de administración, que son muy privados y muy concernidos por los “asuntos de interés”. No, cuando la tendencia en las redes sociales se marca a golpe de talonario con bots mercenarios que sólo algunos grupos de interés pueden pagar, o cuando a los matinales acceden ilustres tertulianos que igualmente tienen mucho que ver con opiniones privadas y muy privativas. Además, quizás, ya va siendo hora de distinguir entre los creadores de opinión y los creadores de estados de ánimo y muy en concreto a quienes se dedican a sembrar el desánimo, la desilusión, la alarma social, el pánico moral y cualquier otro estado anímico que supera el sopor postprandial y genera un modelo ciudadano colérico, apático, desanimado o descreído, en la firme convicción de que eso ha de ser positivo para sus intereses. Quizás la clase política debería recordar que ellos están en el cargo porque el voto ha demostrado que representan un cierto estado de opinión pública. O que nos hemos dotado de normas constitucionales y cartas de derechos que expresan un amplísimo consenso (nunca la unanimidad) para convertirlas en nuestros criterios rectores. Que hemos dicho que esas normas nos obligan a todos y que quien quiera cambiarlas no sólo debe trabajarse la opinión pública, sino conseguir una mayoría de consenso social equiparable para reformarlas. Y quizás debamos recordarles a nuestros políticos que no tienen la obligación de soltar lo primero que se les ocurre cuando les ponen un micrófono en la cara con la sana intención de crear opinión (estado de ánimo) pública (más bien interesada), porque hay un paso muy corto entre hacer política y hacer el ridículo. Si, por ejemplo, un ministro habla sobre la dieta saludable, porque es la cosa de su ramo, igual cuando te digan que se ataca a la ganadería no es cosa de reivindicar el chuletón al punto o de lanzarse a una campaña en la que chapoteas por el barro y la caca de todas las cuadras con tus zapatos de ante. Si te preguntan por la aplicación de la retroactividad penal más favorable, si no sabes del tema, mejor no lo demuestres –seguro que hay un portavoz cualificado–, apela a la solidez de los jueces en la aplicación de la ley, remite al resultado final cuando los tribunales superiores fijen criterio (sólo un 3% de las sentencias han tenido rebaja) o confía en que una ley que has votado, que ha sido informada por todas las secretarías de Estado, órganos consultivos y una mayoría de partidos, igual tiene un criterio defendible. Si ante un grito de alarma sales corriendo como un pollo sin cabeza y apelas a reformas inmediatas, transitorias retroactivas o similares, aparte de demostrar que no sabes qué votas y que ya te olvidaste de tu paso por la facultad, manifiestas una debilidad muy explotable por los creadores de estados de ánimo, estados de alarma social y estados de pánico moral. Has entregado el campo antes de comenzar el partido. Hay que creerse un poco más la política, al menos cuando se está dentro. Hay que tener un poco más claro cuáles son tus principios morales y políticos, al menos cuando estos entran en conflicto con intereses económicos y políticos establecidos. Recordemos que, con la excepción de la señora Ayuso, que pidió el voto a los madrileños con una carta en blanco y la palabra libertad, todos los demás candidatos han asumido un ideario y un programa electoral que ha recibido el voto de quienes hemos decidido creérnoslo en mayor o menor medida. Y hay que tener un poco de prudencia frente a la inmediatez de la tertulia, un poco más del viejo arte de la política, porque, de otro modo, un día te despiertas en un país en el que los dueños del poder económico y las fuerzas más reaccionarias de la sociedad te dicen qué puedes y no puedes debatir, hasta dónde puedes reformar el sistema y cuáles son los espacios sociales y de poder que resultan intocables. Y si es eso, Manolete, si no sabes torear, a qué te metes. Pero todo esto que he dicho es sólo mi opinión particular (que no privada) y seguro que no representa a la opinión pública.
Un saludo,
Marina Echebarría Sáenz
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Una de las cosas buenas que tiene estar cerca de la política, pero fuera de la misma, es mantener cierta distancia sobre el proceso de ombliguismo en el que viven inmersos los políticos. Sin embargo, una de las cosas más desesperantes de vivir fuera de la política, pero lo...
Autora >
Marina Echebarría Sáenz
Es catedrática de Derecho Mercantil.
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