Six Nations Championship
La guinda del pastel ovalado
El Torneo Seis Naciones, cumbre del rugby en el hemisferio norte, sale al rescate de un deporte en crisis tras desvelarse casos de corrupción al más alto nivel y quiebras financieras a siete meses del Mundial de Francia
Gorka Castillo 11/02/2023
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Cuando el sábado 4 de febrero el irlandés Jonathan Sexton golpeó el balón sobre el césped del Principality Stadium de Cardiff, el aliento de seis naciones se detuvo por unos instantes en memoria del célebre comentarista de rugby, Eddie Butler, fallecido en septiembre a los 65 años. Su rostro jovial apareció en las pantallas del estadio y, quién más o quién menos, le recordó cantando a pleno pulmón el himno nacional de Gales, el Hen Wlad Fy Nhadau (La tierra de nuestros padres), cuando su equipo jugaba contra Inglaterra. Exinternacional con los Dragones de los años 80 y miembro del movimiento independentista galés, nadie explicó con más socarronería por qué el Seis Naciones no es un simple torneo y suele resultar más apasionante que un Mundial: “En cuanto pones adjetivos al Seis Naciones, te arriesgas a hacer el ridículo porque todo es impredecible. Creo que una vez estuve a punto de calificarlo como ‘sagrado’. ¡Que el Señor me libre por intentar relacionarle con el profano mundo del rugby!”. Un crack.
Pero la verdad es que Butler tenía razón. Acérquense un día de partido a alguno de los grandes estadios y lo descubrirán. Verán los pubs abarrotados desde las 10 de la mañana y a miles de seguidores dirigiéndose al campo entonando canciones, desesperados porque sus equipos ganen pero sin perder el respeto que merecen los aficionados rivales. El Torneo de las Seis Naciones, la cumbre del rugby en el hemisferio norte, nunca deja de cautivar. A veces, hasta los himnos parecen durar más que los partidos. Irlanda, por ejemplo, insiste en cantar dos antes de cada encuentro, el oficial que todos conocen y el Ireland's Call que representa a las dos partes separadas de la isla. Escúchenlo. Es emocionante. Pero los italianos no se quedan atrás. Ponen una ópera de Verdi prácticamente completa. Tremendo. El teatro en el rugby lo es todo. Así ha sido desde 1883 y así seguirá siendo pese a las circunstancias.
Han aparecido los imprevistos de siempre, esos miedos atávicos a los que se refería el gran Eddie Butler
En lo que respecta al juego, qué quieren que les diga. La primera jornada disputada hace una semana ya ha descubierto algunas cartas. Está la selección número 1 del mundo, Irlanda, frente a una Francia que el pasado año ganó el Grand Slam –título otorgado al vencedor de todos los partidos– y ahora prepara con minuciosidad la cita mundialista que organiza a partir del 8 de septiembre. Pero han aparecido los imprevistos de siempre, esos miedos atávicos a los que se refería el gran Eddie Butler. Italia es una de las gratas sorpresas. Es cierto que sus jugadores nacen donde les da la gana pero su extraordinario partido inaugural contra Francia ha generado un entusiasmo desmedido, el mayor desde que se unió a la competición en el año 2000.
Gales es otro sobresalto pero en sentido inverso. Sumida en plena fase de renovación, lo fían todo al ilusionismo del neozelandés Warren Gatland para repetir su primera y gloriosa hazaña al frente de los Dragones cuando fue capaz de armar un equipo tan competitivo que ganó cuatro Grand Slam. Más revueltas bajan las aguas para Inglaterra, que continúa sin descifrar la nueva era que trata de impulsar Steve Borthwick, un entrenador cuyo único éxito ha sido ganar la Premiership con el Leicester el pasado año. El sábado perdió en Twickenham la tercera Calcuta Cup consecutiva ante una Escocia que ha encontrado a la estrella que llevaba décadas buscando en un camino por las tinieblas que parecía no tener fin. Se trata de un ala nacido en Sudáfrica llamado Duhan Van der Merwe que en el minuto 28 de partido completó una obra maestra. Tras recibir un pase de Kyle Steyn, inició el contraataque desde su propio campo y después de romper la línea defensiva inglesa por dentro, se zafó de un agarre a una velocidad endiablada, dribló a dos ingleses a base de una técnica depurada para terminar desembarazándose de un orco como Alex Dombrandt y ensayar. Todo ello en 12 alucinantes segundos plenos de inteligencia, riesgo y audacia. O sea, rugby en estado puro. A los 74.000 espectadores que abarrotaban Twickenham no les quedó otra que premiarle con una cerrada ovación. Hay que comprender también a los jugadores ingleses. Volvían a la catedral dispuestos a medir su nuevo estilo con la fiereza histórica escocesa, lo que ya es un desafío colosal, pero no a jugar contra los imprevistos, contra esa fuerza de la naturaleza incontenible que es Duhan Van der Merwe.
Eso es lo bonito del Seis Naciones. Lo malo son los nubarrones que ahora se ciernen sobre el rugby. Acusaciones de misoginia y racismo en Galés han llevado a la dirección ejecutiva de la federación al despeñadero. Algo similar sucede en Escocia. En Francia, se ha destapado una red de corrupción al más alto nivel. En Inglaterra, la incompetencia federativa empieza a ser una cuestión de Estado... La lista es larga y deprimente. Dicen los expertos que si hubiera una tabla de clasificación para calibrar el nivel de las organizaciones nacionales e internacionales, la batalla por hacerse con la cuchara de madera, el premio simbólico que el Seis Naciones otorga al equipo que pierde todos los partidos, sería cerradísima. No sé qué decir. Indaguen. Busquen los escándalos en internet. Incluso a Eddie Butler le habría costado extraer algo positivo de esta hoguera que han creado en torno a un deporte maravilloso.
Tampoco es que el sol sea agradable de mirar desde el interior de los terrenos de juego. El ingente potencial físico de los jugadores empieza a dejar pocos resquicios para la magia. Y el resultado es que los traumatismos causados por las decenas de colisiones que se suceden en los partidos son cada vez más abundantes. La World Rugby, el organismo rector de este deporte, estudia fórmulas para aumentar la seguridad en los placajes y así evitar lesiones neurológicas como las que hoy afrontan varios jugadores profesionales retirados. ¿Qué otra cosa se podía esperar de un deporte donde las cervezas y la camaradería del tercer tiempo han dejado paso a los batidos energéticos y los ejercicios anaeróbicos individuales? La Rugby Football Union ha anunciado que, a partir del 1 de julio, en el juego amateur los placajes no podrán realizarse por encima de la cintura pero en el profesional seguirán estando permitidos. En Inglaterra, esa revisión de las normas está derivando en un caos que amenaza con disociar definitivamente la práctica de este deporte.
En fin. A todo esto habría que sumar las preocupaciones sobre la salud financiera del rugby profesional. Hasta su implantación se decía que era el único negocio multimillonario que no pagaba a sus empleados, es decir, a los jugadores. Quienes dirigían el cotarro defendían sus reticencias argumentando que el dinero es “una influencia corrosiva” para el deporte. Hoy, explica el mítico Bill Beaumont, un aristócrata que preside la World Union y jugó de 6 para Inglaterra junto al bobbi Wade Dooley, “las escuelas de donde proceden los jugadores de Escocia han sufrido un cambio drástico desde que llegó el profesionalismo”.
Lo que Beaumont quiere decir es que, gracias a las transformaciones motivadas por la entrada de dinero, los jugadores de rugby aspiran hoy a cobrar auténticas millonadas. Punto. No hay nada malo en ello, por supuesto, pero se oculta la otra cara de la verdad. La de que los grandes estadios hayan sustituido sus legendarios nombres por los de sus patrocinadores –el New Lansdowne Road de Dublín se llama hoy Aviva Stadium– y que dos de los clubes con más linaje de la Premiership inglesa, el Wasps y el Worcester, quebraran el pasado año. En Gales, su estructura regional, principalmente recreativa y enraizada en rivalidades tradicionales y en las escuelas, se tambalea. Seamos serios, caballeros. Se acabó aquello tan bonito de ser el último reducto del deporte amateur.
Y todo este despropósito, ¿para qué? Algunos siempre aspiraron a competir con el fútbol como espectáculo de masas cuando la naturaleza de sus reglas, el scrum o la composición de paradas y arranques, son un reto casi intelectual para los espectadores profanos. Más allá de la sucia cultura que hoy impregna a tantos de sus rancios y aristocráticos dirigentes a los que sólo se puede desear un certero sacrificio, el debate puede terminar cuando se acepte que el rugby siempre será un deporte minoritario, apasionante eso sí, pero no de masas.
Por eso es crucial que este Seis Naciones sea una auténtica bomba, la guinda del delicioso pastel ovalado. Por el momento, ha empezado muy bien. Lleno de imprevistos, como le gustaba al gran Eddie Butler. Ahora vean el torneo hasta el final y opinen. Los amantes del rugby de todas las nacionalidades necesitan, necesitamos, nuevas razones para mantener la fe.
Cuando el sábado 4 de febrero el irlandés Jonathan Sexton golpeó el balón sobre el césped del Principality Stadium de Cardiff, el aliento de seis naciones se detuvo por unos instantes en memoria del célebre comentarista de rugby, Eddie Butler,
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Gorka Castillo
Es reportero todoterreno.
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