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Como los griegos

Huevos Benedict

Para este plato, tan sencillo y complejo, fueron necesarios un banquero corrupto, un restaurante antiguo, un agente de bolsa, un matrimonio aburrido, un soldado, los G.I. Bills. Fue necesaria, vamos, toda América

Guillem Martínez 8/04/2023

<p>Huevos Benedict y salsa holandesa perdiendo el equilibrio.<strong> / G. M.</strong></p>

Huevos Benedict y salsa holandesa perdiendo el equilibrio. / G. M.

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-LA PROCLAMACIÓN DE LA PRIMAVERA. A partir de un punto impreciso, pero incuestionable, entre febrero y marzo, los dinosaurios se vuelven locos y empiezan a poner huevos como posesos. Se trata de esos dinosaurios llamados gallinas, que entran en ese momento en trance, y durante semanas no paran de poner huevos, mientras se miran unas a otras, con los ojos completamente abiertos, con esa cara de no comprender nada, tan propia de las gallinas. Ponen tantos huevos, en fin, que los ganaderos de gallinas –desconfíen de esos neolíticos; son unos raros; fueron los que nos metieron en todo este lío– no saben qué hacer con tanto huevo, así que, esas personas que no suelen dar ni los buenos días, hasta los regalan. Por estos días, cada año, y como consecuencia de un pacto antiguo que hicimos con una diosa de la fertilidad que, como los dinosaurios, ya no existe, las cocinas se llenan de huevos, y la cocina tradicional de recetas, en las que, por todas partes, aparece la palabra huevo. Esta unión entre huevo, abundancia y primavera da un buen rollo absoluto porque se parece a algo que carece de palabra, pero que es arrollador, autosuficiente y de fácil reconocimiento cuando, cada año, nos lo encontramos en la calle. Se trata de los otros, en ese momento de esplendor para los huevos y para las personas –los otros, vamos–, que son los días fundacionales de la primavera. Galdós, un hombre sensual, muy interesado en establecer ese momento absurdo en el que el deseo arranca, se vuelve imparable, adopta una progresión y un declive de tres actos, que puede durar hasta quinientas páginas, ubica el huevo como punto fundacional del deseo más furioso en Fortunata y Jacinta. Recordémoslo. Juanito Santa Cruz se topa con Jacinta en una escalera, en la naciente primavera, el momento en el que nadie sabe qué hacer con tanto huevo. Jacinta lleva el cabello cubierto por un pañuelo, es voluptuosa, viste bata y mantón y, con movimientos precisos y antiguos, casca un huevo y lo sorbe. Galdós, para provocar una explosión de deseo, parece describir aquí el huevo, ese símbolo de la virginidad, de la fertilidad, de la primavera, como la espoleta. Pero también apuesta por la descripción de Jacinta como una gallina, ahuecada en su mantón. Si bien –esto es un festival de deseo en 3D–, Galdós también aporta la descripción de Juanito, el gallito, que se vuelve majara al ver tanta belleza y fecundidad, imposibles de comprender, de manera que Juanito hace lo que cualquier caballero en ese trance: perder la cabeza. Hola, esto es Como los griegos. Ya saben, cocinar con las manos cosas sencillas y turbadoras. Como, pongamos, un huevo. No hay nada más sencillo y profundo que el huevo. O que el deseo.

-TODOS LO SABEN ABRIR / NADIE LO SABE CERRAR. Estas son semanas para comer huevos. La humanidad hace eso en estos días desde antes de ser humana, mangando huevos a aves menos despiertas que nosotros, seres de por sí somnolientos. Hoy se puede acceder a un montón de diferentes tipos de huevos, sin necesidad de robar, no al menos si no se es el tendero. Por lo que les ruego que experimenten con todo este paraíso de huevos a nuestro alcance. Más allá de los huevos de avestruz y de emú, disponen de los grandes, únicos, sabrosos y sorprendentes huevos de oca. O los de pato, ciertamente particulares, en mi hit-parade los mejores. O los de pavo, azules como unos ojos azules. O los diminutos huevos de perdiz, esas explosiones de sabor. Si disponen de una tienda asiática próxima, pueden cambiar de Liga y acceder a la cultura que más ha meditado sobre sus propios huevos, a través de los huevos centenarios, una forma china de conservar ese excedente de huevos de cada primavera. Son huevos de pato macerados, comúnmente enterrados, durante 90 días, en una mezcla de ceniza, té, arcilla y salvado, y que, una vez superada esa pista americana para huevos, pueden vivir –casi– eternamente. No se comen solos, sino que complementan otros platos, y tienen color, textura y forma del huevo de otro planeta, y un tufo llamativo a amoniaco, ese sello de los sabores difíciles y, en ocasiones, magníficos. La propuesta que les hago hoy es, no obstante, otra. Una opción sencilla, épica y con una biografía sorprendente: los huevos Benedict. Al punto de que vale la pena presentarles un huevo Benedict solo para poder hablar de sus padres, que, como siempre en toda biografía sexi, son putativos. Explicar este plato genuinamente americano –esto es, fresco, descarado y gamberro– permite, a su vez, explicar, de alguna forma humilde, Estados Unidos, “un gran país que quedó reducido a una gran potencia”, que decía Borges.

-VIDA DE UN HUEVO. Ciertamente, los huevos Benedict  –a partir de ahora, HB– estaban por ahí, en todas partes, desde algún punto del siglo XIX. Hasta que Craig Claiborne, el crítico gastronómico del NYT, publicó, en 1967, una posible biografía de esos huevos, a los que, por cierto, calificó como “el plato más elaborado de Estados Unidos”. En su artículo, Claiborne explicaba que había recibido, desde Suiza, una carta de un norteamericano expatriado, llamado P. Montgomery. En su carta, Montgomery –un friki, todo apunta a ello– se quejaba de que no había manera de comer unos HB decentes en todo el mundo, por lo que explicaba al mundo la receta correcta, que a él le llegó, directamente, del comodoro Elías Cornelius Benedict, el inventor del asunto. De todo eso se desprendía que los HB fueron la creación de un yachtman, banquero y filántropo, que se puso las botas a través de la usura tras la Guerra de Secesión. Esta versión de la génesis de los HB, tan buena como cualquier otra, tiene la ventaja, en todo caso, de permitirnos hablar de Craig Claiborne (1920-2000), crítico determinante y autor de varios libros de cocina, y de cómo llegó a la gastronomía. Llegó a través de una América luminosa, que no sé si existe todavía. Nacido en Mississippi, ese Estado de pies descalzos, estudió periodismo, sin mucho fu ni mucho fa. Al punto que lo dejó para alistarse en la marina por lo de la WWII. Renueva por ese equipo hasta la Guerra de Corea, momento en el que se acoge a los G.I. Bills y estudia, guau, en la École hôtelière de Lausanne. Con los conocimientos adquiridos empieza su carrera meteórica. Lo que nos lleva a la pregunta, dos puntos, ¿qué son los G.I. Bills? Son, eran, una suerte de beneficios para veteranos de guerra, establecidos después de la WWII por Roosevelt, tras percibir lo que pasó con los veteranos de la WWI, abandonados a su suerte, olvidados, muertos en vida y en la trinchera perpetua de una guerra que ya no existía. Los G.I. Bills eran pasta. Mucha. Para acceder a ella bastaban 90 días de servicio en guerra. Se trataba de dinero para hipotecas de bajo interés, para préstamos para iniciar un negocio. O para construir una granja, y regalar huevos a los vecinos cada primavera. O para un año de prestación de desempleo. O –tachán-tachán, y ese fue el caso de Clairbone– para matrículas en high school o universidades. Los G.I. Bills, su paulatina desaparición, explican el gran cambio vivido desde el pacto de 1945: el neoliberalismo. Es un cambio intenso, y no sucede tanto en la guerra, que también, sino en el trato dado a los que son llevados a ella y sobreviven. Como en la WWI, son personas que vuelven a ser carne de cañón, personas que nunca tendrán la oportunidad de acceder a una vivienda, a un negocio, a una granja, a formarse y teorizar, por ejemplo, que los HB “son el plato más elaborado de Estados Unidos”.

-VIDA DE UN HUEVO (II), EL RETORNO. Hay otra posible génesis del HB. Nace también en el NYT, si bien en 1942, cuando Claiborne estaba tirando tiros, o lo que sea que hagan en la Marina. En esta otra hipótesis, los HB son un invento del corredor de bolsa Lemuel Benedict, que un día de 1894 entró con resaca en el Hotel Waldorf y pidió, por caridad, “tostadas con mantequilla, huevos escalfados, panceta crujiente y salsa holandesa”. El chef del hotel, Oscar Tschirky, hizo chiribitas mientras cocinaba ese pedido, y lo metió en la carta en breve. Esta historia –que puede ser verosímil, si bien es demasiado limpia y perfecta– sería mi segunda favorita, si no fuera porque hay otra.

-VIDA DE UN HUEVO (III), ESTA VEZ ES PERSONAL. La tercera formulación de los HB es de 1978, cuando Boney-M. Aparece en un artículo de, otra vez, brrrrr, el NYT, un diario, aparentemente, consagrado a los huevos. En esta historia, Legrand Benedict y su esposa entran, a finales del XIX, en el Delmonico’s, en Nueva York. Preguntaron al maître por algo nuevo, y el maître les describió unos HB. Sí, esta historia es chusca, pero nos permite hablar del Delmonico’s, uno de los primeros restaurantes de Estados Unidos –espero que siga existiendo tras la pandemia–, el primero en servir à la carte, el primero en tener carta de vinos. Fundado por los hermanos Delmonico, inmigrantes del Ticino, Suiza, ese restaurante es una historia, no abreviada, de los gustos culinarios en Estados Unidos. Su carta está llena de fósiles, de platos propios y antiguos, que se deben probar al menos una vez en la vida. Les paso algunos, con sus precios de hace unos 5 añitos. La langosta Newberg –bueno, es bogavante; un plato del XVIII; se dice rápido; sale a unos 24$; pas mal–, las Delmonico potatoes –una suerte de gratin dauphinois, más alpino y contundente y en pleno centro de NY–, el Delmonico steak –51$–, un llenapistas. Y los HB, que Delmonico’s tiene en su carta como plato propio –por unos 16$–. El menú del Delmonico’s, por si algún día se lo encuentran de frente, no es muy caro. Son 29$ al medio día, y 42$ por la noche. No le tengan miedo, pero controlen la botella que piden, que ahí les pueden dar en toda la frente.

-LA RECETA. La receta es sencilla y brillante, como una cintura. Tan solo posee un posible mosqueo, que no es tal, denominado salsa holandesa. Es, básicamente, la misma lógica que una salsa mayonesa, pero con otra grasa –el aceite pasa a ser mantequilla, y los huevos, el emulsionante, pasan a ser solo sus yemas–. Pero ni se les ocurra sustituir esa salsa caduca por mayonesa casera o de bote, pues esa salsa es la gracia del asunto. Bueno, vayamos por partes. Adquieran muffins, ese pan cursi inglés, o, directamente, pan inglés. Pasen por la sartén eso, con una nuez –no una sandía, no un coco, no un trolebús– de mantequilla. Reserve. En la misma sartén dore, hasta que sea crujiente, un par de lonchas de panceta por persona. Reserve. Ponga a hervir agua con mucho vinagre –un 10% del total– y nada de sal. La sal odia a los BH. Cuando llegue al hervor, apague, y deje que el asunto se tranquilice y cese de emanar burbujitas. Entonces empieza lo divertido. Provoque, con una cuchara, un suave remolino en el agua, y eche a continuación un huevo. Deje que el remolino lo esculpa, y ayude al huevo a centrarse, a no salirse de sí mismo, con una cuchara de madera. Los huevos –escalfados– deben estar en ese agua unos 3 minutos. Sáquelos con una espumadera, escúrralos y, bien secos, póngalos sobre la rebanada de pan. Encima de ellos ponga la panceta, la salsa holandesa y un poco de cebollino, para adornar, que el verde le queda bien a todo el mundo. La salsa holandesa, en tanto que madre del cordero, se merece un punto aparte. Como estamos en Semana Santa, le he puesto nombre de un personaje bíblico fundamental en estos entrañables días: Ben-Hur.

-BEN-HUR. Funda la mantequilla –unos 100-125 gramos para 4 huevos; la ración son 2–. Una vez fundida, clarifíquela –esto es, quite con una cucharilla sus impurezas, casi sólidas–. Reserve. Llene una olla con agua, y ponga un vaso de batidora dentro, al baño maría, suave, pero que nunca llegue al hervor. La lógica del asunto es que la salsa se liga en caliente, si bien no en ebullición. Eche las yemas –4 o 5–. Eche sal, pimienta y unas gotas de limón. Ponga la batidora. Dele un susto a los ingredientes, sin moverla. Sin moverla, vaya echando la mantequilla clarificada. Cuando vea que la cosa quiera ligarse y crear una salsa, vaya subiendo la batidora, hasta lograr la salsa. Chim-pón.

-HB. Coman los HB conscientes de que quien tienen delante es Jacinta, o Juanito, o una gallina ahuecada, o un gallito divertido. Piensen que, para este plato, tan sencillo y complejo, fueron necesarios un banquero corrupto, un restaurante antiguo, un agente de bolsa, un matrimonio aburrido, un soldado, los G.I. Bills. Fue necesaria, vamos, toda América.

-LA PROCLAMACIÓN DE LA PRIMAVERA. A partir de un punto impreciso, pero incuestionable, entre febrero y marzo, los dinosaurios se vuelven locos y empiezan a poner huevos como posesos. Se trata de esos dinosaurios llamados gallinas, que entran en ese momento en trance, y durante semanas...

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Autor >

Guillem Martínez

Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).

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1 comentario(s)

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  1. corduba79

    Muy ameno el artículo Guillem Martínez. Sólo un apunte: la que comía el huevo de forma tan tentadora que volvía loco al señorito Juan, no era Jacinta, era Fortunata.

    Hace 1 año 2 meses

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