Como los griegos
El bacalao
Tres apuestas e inteligencias diferentes ante ese animal que podría llamarse ibérico con mayor razón que un cerdo
Guillem Martínez 4/03/2023
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-LOS GRIEGOS Y SU INVENTO, IBERIA. Frente a mí, mientras trabajo, veo un cartel impreso en litografía, fechado en 1923, pocos meses antes de la Dictadura de Primo no-Levi. Se publicó en El Motín, una revista republicana, dirigida y, prácticamente, escrita íntegramente por José Nakens. Para entonces Nakens era ya un anciano, y ese cartel, lo que recaudara El Motín en ese número gracias a ese cartel a todo color, era su jubilación. Nakens dejaría de trabajar, y viviría de esos cuatro duros. Recaudó tan poco, en todo caso, que la Asociación de Prensa de Madrid le concedió una pensión de 150 pesetas mensuales, y se inventó un premio de 5.000, para darle una alegría. Con todo ello Nakens pudo vivir tres años, hasta su muerte. Nakens era, en todo caso, un mito de la honestidad republicana que excedió al republicanismo. En 1906 encubrió a Mateo Morral, que acababa de atentar contra Alfonso XIII. No le conocía. Simplemente Morral entró en la redacción, desesperado, y, antes de explicarle lo que había hecho, pidió a Nakens, que se había definido mucho antes contra el terrorismo, su palabra de que no le denunciaría. Y se la dio. También le dio cobijo por esa noche, tal y como Morral le pidió. Su punto de vista de que la palabra dada obliga no le sirvió para nada en el juicio. Fue condenado a una pena de cárcel desmedida. Desde la cárcel escribió un par de libros, gracias a los cuales sabemos lo que era una cárcel de la Restauración. Fue indultado, por presión social, por Maura, en 1908. Bueno, el caso es que el cartel pro-Nakens consiste en una mujer, con gorro frigio y vestida con los colores de la República. Pero la mujer –en aquellos tiempos las banderas ya eran muy importantes; demasiado– lleva las manos repletas de aún más banderas, hoy incomprensibles. Una, blanca y azul, es la portuguesa de entonces. Y otra, roja y verde, como la portuguesa de hoy es, según me dijo el sabio Germán Labrador, un día que vino a casa a tocar el piano, la bandera de Iberia. Hola. Bienvenidos a Como los griegos, una sección en la que hacemos con las manos cosas importantes: no transportamos banderas, sino que cocinamos. Los griegos, por cierto, inventaron el palabro Iberia. Aludía a un río. Tal vez el río Ebro. O tal vez el río Tinto. No sabemos a qué se referían. Aún hoy, de hecho, no sabemos qué diablos es Iberia. Tan solo sabemos, snif, lo que pudo haber sido. Un punto de convivencia, una abstracción, el indicio de que aquí cabíamos todos.
En sociedades católicas, el bacalao, ese pescado siempre a punto de ser carne, era casi una trampa al ayuno
-LAS BANDERAS COMESTIBLES. Si nuestra bandera es el delantal de mamá, ¿cuál sería la bandera ibérica? ¿Cuál sería el objeto doméstico que sustituyera las banderas que lleva la chica Nakens del cartel pro-Nakens, de manera que la ausencia de banderas le permitiera tener las manos libres, y rascarse, por ejemplo, la nariz? Es más, ¿qué alimento, qué elaboración sería esa bandera anti-bandera, ese cacharro que explicara algo jamás explicado, y siempre aplazado, llamado Iberia? ¿Qué es aquello que enfatiza tendencias culinarias en toda la Península? La respuesta a todo ello supongo que no es otra que el bacalao. El bacalao era –no se lo van a creer– un alimento barato. El único pescado disponible en casi todo el territorio –continental– ibérico. En sociedades católicas, en las que gran parte de la población no comía carne los viernes, así como otros cuarenta días al año, el bacalao, ese pescado siempre a punto de ser carne, era una compensación. Tal vez una fuente de placer. Casi una trampa al ayuno. El bacalao, en todo caso, cristalizó, y fosilizó luego en distintas lógicas peninsulares. Cada una tiene sus coordenadas, completamente diferenciadas de las otras. Los bacalaos peninsulares son segmentos de sentido cerrados cada 300 kilómetros. El presente artículo es, simplemente, la constatación del hecho ibérico llamado bacalao. Y la presentación de tres recetas de bacalao sencillas y épicas, para hacer con las manos, extraídas a su vez de tres lenguas peninsulares y de tres apuestas e inteligencias diferentes ante el bacalao, ese animal que podría llamarse ibérico con mayor razón que un cerdo.
Las fuentes de proteína de la clase obrera de Barcelona eran tocino, vísceras, escabeche y bacalao
-BACALLÀ A LA LLAUNA. Es más difícil tocar una campana que hacer bacallà a la llauna, donde bacallà es bacalao, y donde llauna es, literalmente, lata, un recipiente metálico para el horno. Ese recipiente ofrece datación al plato: es una genialidad de, a lo sumo, el XIX, cuando se industrializaron los cacharros de cocina, de manera que una casa cutre podía disponer de sartenes, o de bandejas para el horno, como fue, más o menos, el caso. El bacalao, por cierto, es uno de los alimentos estrella que aparecen en la Monografía estadística de la clase obrera en Barcelona en 1856, un librito de Ildefons Cerdà, un señor que se propuso refundar Barcelona en pleno centro de Barcelona y, en ese trance, inventó una disciplina, que ha tenido cierta fortuna en todo el planeta y que se llama –espero que hayan oído hablar de ella– urbanismo. Socialista, republicano-federal y, por lo mismo, enfrentado al gotha barcelonés del XIX –o del XVIII, o del IV, o del XXXVI–, que quería hacer un pelotazo llamativo con la ampliación del casco urbano de la ciudad. Algo que, finalmente sucedió, como siempre, si bien con serias dificultades iniciales gracias a Cerdà, que coló una ciudad sin mucha edificación. La aludida Monografía estadística, etc. no es, claro, un libro de cocina. Es más bien un libro de anti-cocina, sobre el hambre. Es un estudio en el que, para edificar una ciudad, se analizan las viviendas, las enfermedades, los hábitos higiénicos y alimenticios de sus habitantes. Sobre la alimentación: la clase obrera, el grupo poblacional mayoritario, no cataba la carne. Comía pan adulterado con serrín, y sus fuentes de proteína eran, en primer lugar el tocino. Le seguía nada, nada y nada y, después, vísceras, escabeche y –tachán-tachán– bacalao. Un bacalao cutre, de pésima calidad, flaco. Al que se le agregaba algo de agua cuando se vendía seco, para que pesara más. Un bacalao, en fin, que en Euskadi o en Portugal –las otras dos sociedades peninsulares enloquecidas por el bacalao–, hubiera supuesto una explosión social, en Barcelona no solo coló, sino que se convirtió en un delito frecuente y endémico. Es el bacalao que me daba mi mamá cada –bloody– noche. Si bien aderezado con mimitos y, en ocasiones, con esta sorprendente receta catalana, que tiñe el bacalao de rojo, el color favorito de las flores y de los asesinos. Ahí va. Bacalao –si pueden pagar un poco más, omitan el de Barcelona y adquieran el de Chernóbil–. Se enharina. Se fríe hasta dorarlo. Se retira y se deposita en la bandeja para el horno. En ese preciso momento, no en otro, se baja la temperatura del fuego y se agregan al aceite ajos cortados en lámina. Recuerden aquí el lema que nos ha llevado a los Martínez a ser lo que somos. Bueno, son dos lemas: a) “no escatimes con el ajo, pollo”, y b) “hablaré, no me pegue más”. Cuando el ajo haya transferido su ajosidad al aceite, retiren la sartén del fuego y agreguen pimentón dulce. El pimentón murciano, por cierto, es la razón por la que la selección española viste de rojo, pues el gremio esponsorizó las primeras camisetas. Cuando cocinen con pimentón recuerden, por tanto, que ese alimento se parece mucho a la selección: ambos objetos suelen quemarse en cuartos de final, muy rápido. Vamos, que no sometan el pimentón a un chute de calor prolongado. Remuevan y, asumiendo que lo que van a hacer es un golpe de genio ideado por una persona anónima hace un par de siglos, eche el aceite con ajos y pimentón sobre el bacalao, e inserte, acto seguido, la bandeja en el horno ya caliente, a 180 grados Celsius. Jamás 180 grados Kelvin o Fahrenheit. No prolongue esa agonía más de 10 minutos. El resultado es asombroso. La salsa resultante es la pobreza orgullosa, alejada de la miseria, esa pobreza espiritual tan frecuente, por cierto, en la riqueza. Se trata de una mezcla de aromas incalculables, a los que se suma la esencia misma del bacalao. No suele sobrar salsa, pero si sobrara, den saltos de alegría, pues con ese aceite podrán darle vidorra a cualquier plato que quieran calentar al día siguiente. Por ejemplo, unas judías blancas pasadas por la sartén.
-BACALHAU À BRÁS. Sería la Capilla Sixtina del bacalao portugués, donde bacalhau es bacalao y Brás, o Bráz, sería el apellido de un señor que tenía un restaurante en Lisboa, en el siglo XIX, y que inventó esta receta I+D, insuperable para aprovechar los trozos chungos de un bacalao extraordinario. La tradición bacaladera de Portugal, por cierto, no tiene nombre. La relación de Portugal con el bacalao es intensa, y solo es comparable, en España, a la relación que se vive con el Marca. En el tratado internacional en activo más antiguo del mundo –el que une a UK con Portugal–, ya sale el palabro bacalao, en tanto Portugal se comprometía a vender sal a UK y, a cambio, UK se comprometía a saturar Portugal de bacalao salado, cosa que hizo con puntualidad británica. Esta mañana a primera hora Portugal dispone de la planta bacaladera —o como se diga– más grande del mundo, en la que se trata y se sala a todo bacalao que pasa por Islandia no lo suficientemente rápido. El bacalao de Portugal, aún de una calidad y seriedad mayor que la de Euskadi, que ya es decir, es la antítesis del bacalao que se vende en Catalunya. Todo el bacalao del mundo viene de Islandia y Noruega, por lo que adquirir uno de máxima o de pésima calidad habla de decisiones colectivas. De los sueños innegociables de cada país. Portugal sueña, así, con bacaladas de carnalidad turgente, esponjosas, grandes. Portugal tiene, por tanto, su sensibilidad solucionada. La primera noticia sobre esta receta me la pasó, sin saberlo, una exniña de la Revolucão dos Cravos/ O 25 de Abril/ 1974. Me explicaba que un lunes de cada mes –la Revolución, en sus primeros meses, supuso una belleza absoluta; se le llamó, no te digo más, Revolución; así, por ejemplo, la Revolución eximió por ley a las mujeres de trabajar cuando menstruaban, lo que provocó que todo Portugal menstruara en lunes–, su madre no iba al trabajo y ella no iba al cole. Se iban todo el día a la playa, con sendos bocatas. A la vuelta, su madre sacaba de la nevera una bacalada salada, y la iba desmenuzando bajo el grifo, desalándola en un plis-plas. Y se la cenaban. Cenaban bacalhau à Brás, por tanto. Lo más. No solo es una buena receta, sino que, como casi todo lo bueno, es sencillo. Para ser exacto y preciso, se la he pedido a mi amigote y bacalaolólogo Carles Gené, que me ha pasado la versión, a su juicio, más lacónica del asunto, transcrita en la web de la egregia cadena de supermercados portugueses Pingo Doce. Bueno, receta. Pelen una patata Pingo Doce por bigote, córtelas en modo patatas-paja –ojo, eviten lamentables accidentes con el cuchillo: recuerden que con patatas-paja se alude a un modo de cortar las patatas, no, repito, no, a una actividad a realizar mientras se cortan–, y fríanlas en aceite de oliva extra-virgen Pingo Doce. Reserven. En otra sartén Pingo Doce, o en la misma, pero con solo un chorro de aceite Pingo Doce, sofrían una cebolla Pingo Doce cortada en juliana, un diente de ajo Pingo Doce extra triturado y una hoja de laurel Pingo Doce. Cuando la cebolla esté culminada, despréndanse del laurel, con decisión y para siempre. Al punto de que, si se lo cruzan posteriormente por la calle, no deben saludarle. Es ahora cuando, libres del laurel, agregamos lomo de bacalao desalado Pingo Doce Premium, previamente desmigado –también pueden hacer como yo, y agregar bacalao desmigado marca ACME, previamente desalado–. Dejen que el bacalao extraiga y elimine su agua, y adquiera su color blanco roto, propio de cuando el bacalao deja de ser una momia y vuelve a la vida. En ese momento hagan de tripas corazón, y agreguen las patatas fritas. Remuevan y agreguen también un par de huevos batidos. Remuevan, indeed. Saquen el asunto del fuego. Agreguen perejil y aceitunas negras Pingo Doce sin hueso, cortadas en lámina. Servir. Comer. Beber. Hacer el amor. Dormir. Hacer el amor. No ir al trabajo. No ir a la escuela. Hacer pintadas divertidas sobre la Revolución en la fachada de todos los Pingo Doce del mundo.
Gracias, señores y señoras desconocidos de Bilbao. Mi abuelito era un gran tipo, y ustedes lo alimentaron
-BAKAILAOA PIL-PILEAN. Es la receta de bacalao más perpleja del mundo, al punto que el bacalao hecho así parece un bicho de otra especie, más simpática incluso, con plumas de colores, como las aves del paraíso. Bakailaoa pil-pilean es bacalao al pilpil, un plato vasco que deriva de los bacalaos provenzales. Ya saben, cazuela, aceite, ajo, bacalao y punto pelota. De hecho, no es más que eso, más un extra-bonus de singularidad brillante: ligar el aceite con la gelatina de la piel del bacalao. ¿Cómo se llegó a depurar esa genialidad? Parece ser que, como siempre, gracias al tiempo y al aburrimiento, dos ingredientes muy propios de cuando tu ciudad está cercada por un ejército. Todo empezó, así, dicen, en 1836, durante el cerco carlista de Bilbao. Un marrón, pero una feliz solución para un comerciante bilbaíno que, antes del cerco, había hecho un pedido para 100 ó 120 bacaladas, si bien el vendedor, el típico optimista noruego, no leyó “100 ó 120”, sino que la “ó” pasó a ser un cero, y el total de bacaladas remitidas a Bilbao fueron 1.000.120 unidades. Lo que hizo que Bilbao comiera bacalao durante el cerco, en modo como para una boda. Lo cocinaban tres veces al día, y con los ingredientes propios de un cerco. Pocos. Los aludidos aceite y ajo, y la novedad de la guindilla. Fue cuestión de probabilidades –según la NASA, fueron de 1 por cada 356.789 intentos–, de que alguien diera con la posibilidad de emulsionar la salsa. Cosa que sucedió milagrosamente, de forma anónima. Apolo compensó ese sorprendente descubrimiento vasco con otro hecho desastroso, que equilibraría la balanza del destino: el comerciante de bacalao bilbaíno, que consiguió vender todo el pedido inverosímil que había adquirido, se montó en el dólar, y fundó el Banco de Bilbao. Por mi parte, le tengo mucho cariño a esa receta. Cuando acabó la Guerra Civil, mi abuelito acabó internado, a su vez, en la plaza de toros de Bilbao, muerto de hambre. Hasta que un compañero descubrió que, si arrancabas un trozo de madera –una plaza de toros está llena de eso–, apuntabas tu nombre en él, y el de varios amigos, y lo lanzabas fuera de la plaza de toros, en breve venía alguien, un desconocido, con una cazuela de pilpil para “Juan Teruel, y seis amigos”. El o la cocinera nunca llegaba a ver a los hambrientos. Por lo que los hambrientos nunca pudieron darle las gracias. Por lo que lo hago yo ahora. Gracias, señores y señoras desconocidos de Bilbao, por ayudar a otro desconocido, otro chico Nakens, republicano, ibérico. Mi abuelito era un gran tipo, y ustedes lo alimentaron. Vaya, me estoy poniendo tonto y se me meten cosas en el ojo. Al turrón. Hacer pilpil está tirado. Mi mamá, la persona que más veces huyó, y siempre con éxito total, de una cocina, llegó a cuajar el pilpil sobre una lavadora chunga que teníamos, poniendo el programa de centrifugado. Más para aquí pueden hacerlo de esta otra manera. Sofrían dientes de ajo. Como si no hubiera un mañana. Retírenlos cuando adquieran su color favorito. En ese aceite, denle un tute al bacalao, girándolo por sus dos caras, hasta que este levemente doradito. En ese momento, retiren el bacalao, y olvídense de todo hasta que el aceite esté frío. Para matar el tiempo pueden mirar la web de la cadena Pingo Doce, y estudiar su gran oferta ganhe 20€ para gastar na semana de 6 a 9 de março, en verdad muy competitiva. También pueden observar que en el aceite han quedado cosas raras, que ha salido de la piel del bacalao. Observen que, allá donde hayan depositado el bacalao, siguen saliendo esas cosas raras. Esas cosas raras son la madre del cordero. Tras esa epifanía, echen al aceite ahora frío los ajos antes reservados, y añádanle guindilla. Yo paso de guindilla, y agrego peperoncino triturado siciliano. Lo que aporta mediterraneidad al Atlántico. Es decir, tal vez nada, que el Atlántico es muy grande. Agreguen el bacalao, con la piel hacia abajo. Pongan el fuego lento no, lo siguiente, y vayan agitando la cazuela, suavemente, pero con decisión y rigor, como cuando besan a alguien. Yo lo hago en círculos, y siguiendo este ritmo, que les recomiendo: Carglass cambia / Carglass repara. Importante: la cosa no puede llegar a ebullición jamás. Aparten la cazuela del fuego siempre que puedan. Y sigan agitando. Se trata de confitar el bacalao, a baja temperatura. Verán como va saliendo una gelatina, que fragua en torno de los ajetes. Me dicen que todo este proceso, que no es muy lento, se acelera si agitan el aceite con un colador metálico.
-CÓMANSE IBERIA. Pues eso.
-LOS GRIEGOS Y SU INVENTO, IBERIA. Frente a mí, mientras trabajo, veo un cartel impreso en litografía, fechado en 1923, pocos meses antes de la Dictadura de Primo no-Levi. Se publicó en El Motín, una revista republicana, dirigida y, prácticamente, escrita íntegramente por José Nakens....
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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