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Liebres y gatos. Arquitectura, vocación y precariedad

Sobre cómo la dinámica de maestros y discípulos alimenta la inseguridad laboral

José María Echarte / David García-Asenjo 12/05/2023

<p>Edificio Torres Blancas de Madrid, diseñado por Francisco Javier Sáenz de Oiza. <strong>/ Xauxa Hakan Svensson</strong></p>

Edificio Torres Blancas de Madrid, diseñado por Francisco Javier Sáenz de Oiza. / Xauxa Hakan Svensson

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Durante generaciones el modelo académico y laboral de la arquitectura en España se ha basado en la relación que se establecía entre un maestro y su discípulo. Con esta mentoría se ingresaba en la docencia y se obtenía el permiso para incorporarse a la dinámica laboral. Pero creemos que esta costumbre ha sido de alguna manera perjudicial para la práctica profesional de la arquitectura en este país. El profesorado accedía a la universidad, casi de forma exclusiva, a través de una producción profesional sin demasiado interés, lastrada por los aspectos didácticos o docentes de su labor, y después replicaba en las aulas los procesos formativos que había experimentado.  

Ricardo Aroca, catedrático y director durante muchos años de la Escuela de Arquitectura de Madrid, llamaba a este modelo “jugar a maestros y discípulos”. Dentro de ese juego, y bajo el paraguas de la diversión (de lo lúdico implícito en lo creativo), se ocultaban situaciones de explotación laboral y una identificación entre el aula y el estudio de los profesores que desdibujaba los límites entre lo formativo y el trabajo, entre lo reproductivo y lo productivo. La identificación ha suscitado situaciones cuestionables y que ponen a las escuelas en una situación delicada frente a la nueva LOSU. Existen figuras con dedicación exclusiva, catedráticos y titulares, cuya labor no se limitaba a sus horas de clase y que requiere de tiempo y presencia en la universidad. Muchos de estos docentes han mantenido y mantienen estudios que difícilmente pueden encajarse en los estrechos márgenes que la ley ofrece para la compatibilidad. Desde algunas escuelas de arquitectura se reclama, y no es la primera vez en la historia de la disciplina, una solución basada en la singularidad que compadece mal con el poco cuidado con el que desde ciertas áreas se ha tratado a los profesores asociados, principales víctimas de los cambios que la nueva ley propone. 

El libro Recordando a Coderch repasa la trayectoria de uno de los maestros de la arquitectura moderna española. En él se pueden encontrar algunas de las claves que lastran el modelo profesional de los arquitectos en España. Pep Llinás recuerda que se acercó al que era su profesor en la universidad para pedirle trabajar en su estudio. Llinás pretendía no cobrar, ya que entendía que ese trabajo era parte de un proceso de aprendizaje, a lo que Coderch le contestó: “Si no le pago, no podré exigirle”. En otro pasaje, Jesús Sanz, el aparejador que le acompañó durante casi toda su carrera, explica el método de trabajo del maestro catalán. Podía pensar durante meses en los proyectos hasta que encontraba la solución que le parecía adecuada y sobre ella hacía cambios constantemente. Esto impedía que los clientes tuvieran la documentación necesaria para iniciar las obras de su vivienda o negocio. Sanz tenía que lidiar entre la impaciencia de unos y la autoexigencia del arquitecto. “Señor Coderch, quizá se podía tomar unos días de descanso y no venir a la oficina”. Así conseguía finalizar el proyecto y construir el edificio, fin último de la profesión de arquitecto. 

En el libro Recordando a Coderch se pueden encontrar algunas de las claves que lastran el modelo profesional de los arquitectos en España

Podemos aproximarnos de dos maneras a la actitud de Coderch. En una el arquitecto catalán es un ejemplo de pasión por su trabajo; esta es la interpretación de la anécdota, simplificada y moralizante, que se traslada a los docentes en las escuelas de arquitectura. En otra, quizá más utilitaria, pero a la vez más realista, Coderch mantiene un modelo productivo altamente ineficiente, y es su aparejador quien debe preocuparse de resolver los problemas prácticos que al jefe de su oficina le son completamente ajenos. Se revela así que los arquitectos españoles accedían, al menos desde los años 1940, a una profesión que garantizaba el éxito en cuanto se conseguía ingresar en la carrera.

Céline Vaz llamará a esta época “la edad de oro de los arquitectos españoles”. Se vieron espoleados primero por la reconstrucción del país, y después por los sucesivos planes de desarrollo, que procuraron cubrir la perentoria necesidad de vivienda. Posteriormente la transformación económica impulsada por un turismo al alza, y el impulso de una burguesía cada vez más interesada en dejar atrás lo tradicional (al menos en lo tocante al lujo, las cuestiones sociales y políticas son otra historia), permitió que los profesionales españoles no se preocuparan por los aspectos económicos de su ejercicio profesional. Había trabajo y el acceso a la profesión estaba controlado y reservado, casi en exclusiva, a familias de clase alta que podían permitirse prescindir del sueldo que ingresaba un hijo durante los cuatro o cinco años que duraban los cursos de ingreso previos a los estudios de arquitectura. Joan Margarit señalaba que así perdió “tres absurdos años que necesité para superar los obstáculos con los que el poder político protegía –ya desde antes de la República, en una época en la que el ascenso social era posible sobre todo a través de cursar una carrera universitaria– a las ingenierías, consideradas como las profesiones del futuro, para que quedaran en manos de las clases altas”. 

Esta selección de clase provenía no solo de un capital social y cultural acumulado, en los términos usados por Bourdieu y Passeron, sino también de la localización geográfica. El propio Margarit señala que su padre pudo estudiar arquitectura porque sus abuelos, campesinos, tenían casa en Barcelona. La experiencia de los autores de este texto es similar: vivir en Reina Victoria, cerca de ciudad universitaria de Madrid, permitió el acceso a unos estudios universitarios que viviendo en el pueblo de origen de los abuelos, en la sierra, hubiera sido imposible. Cincuenta kilómetros pueden en caso así marcar una diferencia definitiva. 

Los arquitectos españoles accedían, al menos desde 1940, a una profesión que garantizaba el éxito en cuanto se conseguía ingresar en la carrera

El desdén por los aspectos económicos de su trabajo también puede entenderse como la despreocupada actitud de un grupo de profesionales que jamás abandonaron del todo su percepción de ser unos artistas y que sólo toleraron el proceso de tecnificación cuando sintieron la amenaza de perder sus competencias profesionales ante sus némesis, los ingenieros de caminos. Lo curioso es que la actitud de desprecio por el valor del trabajo adquiere para los arquitectos un valor moral. Así, otro reconocido arquitecto, Alejandro de la Sota, buen amigo de Coderch, presumía de realizar un trabajo más elevado que el que habían solicitado, de dar más por el mismo precio o incluso de dar lo que no se le había pedido. Su frase: “Hay que dar liebre por gato” se convertirá en un lema, repetido sin consideraciones críticas en las escuelas, que ha guiado a muchos arquitectos en su entendimiento de la profesión, desentendiéndose de que están realizando es un trabajo profesional, pagado por un cliente que espera recibir un servicio. 

El arquitecto se situaba así por encima del bien y del mal, en la búsqueda de su propia gloria y, lo que es más significativo, de un reconocimiento en el que estaba implícito ese desprecio tácito por su consideración de empresario o de trabajador. Roles sustituidos por los de “maestro” y “discípulo”, de manera que los primeros ejercían una suerte de magisterio por contacto similar al modelo gremial y los segundos, que no se consideraban trabajadores, posponían la ‘auténtica vida’ que solo comenzaría una vez alcanzada la categoría de “maestros”. Una prueba más de esta desconexión con los aspectos profesionales de la disciplina se aprecia en un texto que obtuvo gran difusión entre los arquitectos españoles, escrito en 1993 por Rafael de la Hoz, magnífico arquitecto y presidente de la UIA. De la Hoz analizaba la integración en el Mercado Común Europeo, que trajo consigo la desaparición de los honorarios obligatorios. Este había sido el último bastión del férreo control colegial que había sostenido, a pesar de sus disfunciones laborales, una estructura laboral que ya desde los años 1970 había sido definida (incluso en los propios análisis que el sector hacía de sí mismo) como obsoleta, a la luz del incremento paulatino de profesionales una vez eliminado el selector de clase que era el ingreso. 

De la Hoz analizaba la integración en el Mercado Común Europeo, que trajo consigo la desaparición de los honorarios obligatorios 

El texto, que lleva por significativo título “La Europa de los arquitectos vs la Europa de los mercaderes”, deja pocas dudas de la posición que una parte de la profesión (significativamente la que tenía más predicamento y, también, la que controlaba los Colegios y la Escuelas) mantenía. Los arquitectos se oponían a los ‘mercaderes’, término con el que se definía, de forma despectiva, a quienes entendían que la arquitectura debía integrarse en un mercado de servicios normalizado (y legal) en el que los arquitectos, a pesar de las narrativas idealizadas que se transmitían en las escuelas, debían asumir su condición de trabajadores, y convertirse en empresas. Rafael de la Hoz, junto con Antonio Lamela, fue uno de los primeros arquitectos españoles que estableció una estructura profesional en su despacho, heredera de las oficinas técnicas estadounidenses. Frente a la borrosa relación laboral que se podía encontrar en los estudios de sus compatriotas, Lamela y De La Hoz adoptaron una estructura diseñada para funcionar de un modo eficaz y profesional, alejado de la vocación artística y ligado a una actividad económica. En ciertos ambientes esto les pudo suponer el apelativo de arquitectos comerciales, pero el mantenimiento a lo largo de las décadas de sus oficinas les confiere una ventaja en la expansión hacia mercados internacionales y obras de mayor envergadura frente a muchos de sus contemporáneos. El ejemplo ilustra la primacía que sentían los arquitectos docentes en la Escuela de Arquitectura de Madrid frente a los profesionales que se encontraban fuera de su órbita, señalados despectivamente como los arquitectos que están en la calle. 

Quizá sea Remedios Zafra la académica española que con más claridad ha definido el precariado de corte vocacional en España. Su trabajo, que emparenta con los postulados del economista Guy Standing, quien señaló en 2013 la existencia del precariado como clase social, lleva estos términos a un lugar mucho más complejo. Si el precariado de Standing carece de una narrativa laboral y es presa de lo que el economista británico llama ‘anomia laboral’, Zafra señala que en el caso de los y las profesionales vocacionales esta narrativa está ya implantada en los precarios ‘entusiastas’, en muchos casos durante sus procesos formativos, y, lo que es más importante, que ha invadido lo vital. A Zafra le debemos el término ‘la auténtica vida’, perseguida a través de una precariedad que se presenta como necesaria, salvífica y no exenta de tintes sectarios, en la que la voluntad parece ser el único motor que impulsa a los trabajadores y las trabajadoras, vocacionales y precarios. 

En las últimas exposiciones que han recordado la obra de Francisco Javier Sáenz de Oíza no se hacía mención a ninguno de sus colaboradores

El sociólogo James C. Scott analizaba en Los dominados y el arte de la resistencia una cuestión que, en este contexto de precariedad, resulta fundamental: ¿cómo sobreviven los dominados a la dominación aun cuando esta es insoportable? Además, añade un punto fundamental a su estudio: ¿son los dominadores conscientes de la manera en la que ejercen el dominio? Para el caso de los arquitectos, y, sobre todo, de las arquitectas españolas, la deriva formativa y profesional que rechaza, al menos de forma pública, lo económico, y los presenta como un mérito ético, la respuesta es clara: los dominados aceptan la dominación porque la naturalizan; esto es, la aceptan como propia en la esperanza (recordemos el juego de discípulos y maestros) de que un día serán ellos los que la ejerzan una vez alcanzada “la verdadera vida”. Los discípulos aspiran a poner un día en su puerta el cartel que los señala como arquitectos, maestros en potencia. Está sensación de estar en una etapa transitoria se refleja en muchos casos en el silencio hacia lo que aportan los integrantes del taller. No existen registros en muchos de los estudios de los considerados maestros españoles de los arquitectos y delineantes que pasaron por sus oficinas. En las dos últimas grandes exposiciones que han recordado la obra de Francisco Javier Sáenz de Oíza no se hacía mención a ninguno de sus colaboradores, autores de muchos de los planos, dibujos y maquetas allí expuestos. Han sido esos discípulos los que han narrado las historias sumergidas de estos proyectos y las oficinas, que nunca obtuvieron el reconocimiento merecido.

El discurso no solo funciona en esa dirección. Los dominadores lo somatizan. Creen en él. Esa interiorización vuelve asumible que una profesión que se precia de su compromiso social se sustente, en lo laboral, en la precariedad. 

En España los intentos por eliminar el ingreso, el sistema de acceso a la carrera de arquitectura que la convertía en una profesión de castas, no han desaparecido

Frente a estas dinámicas heredadas durante décadas, y asumidas por todas las partes implicadas, se están alzando las voces de los estudiantes que se rebelan contra este modelo. Las estrategias de explotación se iniciaban en las escuelas de arquitectura, con una reivindicación del sufrimiento y de la eliminación de las horas de sueño y descanso. El trato a los alumnos por parte de los docentes era impropio de un sistema educativo moderno, con continuas faltas de respeto y nulo interés por la salud mental. La transmisión de conocimiento carecía en muchos casos de las mínimas nociones metodológicas, y se sentaban las bases de la jerarquía profesional desde las etapas de formación. Las alumnas, que ya son mayoría en las escuelas, comienzan a poner en cuestión el sistema desde sus orígenes y conocen mejor los modos en los que quieren ejercer la profesión. Durante un tiempo han sido mano de obra precaria, y en muchos casos gratuita, para los que tenían asignada la labor de enseñarles las herramientas de trabajo y acompañarlas en su acceso a los fundamentos de la disciplina. 

Solo desde el conocimiento de las dinámicas del ejercicio de la arquitectura, planteándola como una profesión y no como una vocación, se podrán cambiar las estructuras que han impedido que se establezca una relación sana entre los distintos actores de la disciplina.

Existe, esto es lo que resulta innegable, un selector de clase en los procesos formativos de los profesionales. Ross Perlin lo señala en su texto Intern Nation, donde revela la acumulación de unpaid internships de los universitarios y egresados estadounidenses en un afán agotador por mejorar su currículo. Peggy Deamer, arquitecta, académica y miembro del Architecture Lobby, lo denuncia de forma clara. En España los intentos por eliminar el ingreso, el sistema de acceso a la carrera de arquitectura que la convertía en una profesión de castas, no han desaparecido. Al contrario, los obstáculos se han trasladado al final del proceso formativo, cuando los jóvenes y, especialmente, las jóvenes egresadas se enfrentan a un purgatorio de condiciones precarias para intentar alcanzar “la vida verdadera” que se les ha prometido. La realidad actual es incluso peor: en el pasado el selector impedía acceder a la profesión deseada, situado ahora al final del proceso desencadena a menudo el rechazo a la vocación antes de empezar siquiera a trabajar. Un horizonte lamentable. 

La expresión “pasar el purgatorio” es de Fernando Díaz Plaja y forma parte de su informe Los nuevos arquitectos, publicado en la revista Triunfo en 1974. No eran nuevos aquellos procedimientos gremiales y todavía lo son menos ahora. El alumnado de arquitectura en España cuenta con dos fortalezas imprescindibles: vocación y talento. Sería realmente deseable, y realmente nuevo, que defendiéramos esa vocación y ese talento, no con discursos, sino con derechos y con la legalidad. 

Durante generaciones el modelo académico y laboral de la arquitectura en España se ha basado en la relación que se establecía entre un maestro y su discípulo. Con esta mentoría se ingresaba en la docencia y se obtenía el permiso para incorporarse a la dinámica laboral. Pero creemos que esta costumbre ha sido de...

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Autor >

José María Echarte / David García-Asenjo

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