Madrí, zona de obras
Callao
Coronando la fachada, el anuncio de neón de Schweppes. Lo creemos eterno, pero data de 1972. Eso sí, tiene cuerda para rato: el Ayuntamiento lo indultó en la ordenanza de 2010 que obligaba a retirar los luminosos
Ricardo Aguilera 18/06/2023
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Escaparate de arquitectura, plató a cielo abierto, meeting point internacional, reducto relicto de los cines del centro, puerto que corona la Gran Vía, avanzadilla del comercio peatonal: Callao. No se diga más.
A principios del siglo XX Madrid estaba reventando por las costuras. La ciudad crecía y el traje provinciano de callejuelas estrechas le tiraba de la sisa. El proyecto del ensanche previsto para ahormar la ciudad a los estándares modernos contemplaba una gran vía central que se llamó, mira por dónde, Gran Vía. Dividiendo en dos la nueva avenida, surgió una plaza: Callao, denominada así en honor a la “batalla del Callao”, gesta bélica de la descolonización del Perú en la que ambos bandos se reclamaron ganadores porque los dos perdieron.
La batalla del Callao fue una gesta de la descolonización del Perú en la que ambos bandos se reclamaron ganadores porque los dos perdieron
Para hacer hueco a la nueva plaza hubo que tirar una manzana entera de casas entre las calles del Carmen y Preciados. Por aquel entonces los alcaldes tiraban de piqueta sin problemas. Poco ha cambiado. Una vez allanada la zona, empezaron a surgir los más audaces proyectos arquitectónicos. El primero fue el Palacio de la Prensa (1924), sufragado por la Asociación de la Prensa, que soltó ocho millones de pesetas de curso legal. Lo inauguró por todo lo altibajo Alfonso XIII con su señora esposa, esa Battenberg que nos une con la Casa Real UK. También estaba allí Francos Rodríguez, que antes de convertirse en calle fue alcalde de Madrid y presidente de la citada asociación. El diseño corrió a cargo de Pedro Muguruza Otaño, que construyó un edificio que se gustaba en el espejo de los rascacielos de Chicago, con un arco del triunfo retranqueado muy chulo. Allí se instaló la sede de La Codorniz en los años 40 (la revista más audaz para el lector más inteligente), y la del PSOE madrileño en la segunda década de este siglo (el partido más cainita para el elector más indiferente). Y por pura chiripa, ahí ha aguantado el cine, eso sí, reduciendo la gran pantalla al tamaño de las minisalas. Ilusiones jibarizadas: signo de los tiempos.
Cruzando Gran Vía, otros dos edificios pioneros: el de La Adriática y el Callao, ambos de 1926. El primero es un bonito ejercicio de repostería neobarroca realizado por Luis Sainz de los Terreros. Cuenta con templete rematado en cúpula, reloj no marques las horas y unos bajos comerciales muy disputados que han pasado de los Calzados Segarra de cuando entonces al cristal de Swarovski de esta época de falsedades como puños.
El cine Callao es la esencia de la plaza. Allí se estrenó la primera película sonora que se vio/oyó en Madrid: El cantante de jazz
Justo enfrente, el cine Callao, esencia misma de la plaza. Tiene lo suyo. Lleva la firma de Luis Gutiérrez Soto, arquitecto prolífico y camaleónico que ha dejado sus huellas dactilares por todo Madrid. El edificio fue la monda en su momento. Allí se estrenó la primera película sonora que se vio/oyó en Madrid: El cantante de jazz. En la azotea había un cine de verano con bar incluido. De esas alturas sólo sobrevive un torreón a modo de faro que domina toda la plaza. Gutiérrez Soto, hombre de muchos recursos, combinó los esgrafiados de la fachada con toques de art decó. Hoy apenas se aprecia todo eso. Como sigue siendo un cine –¡aleluya!– cuenta con una pantalla/anuncio tamaño cuñado viendo el fútbol; detrás se ocultan ventanales y óculos condenados por el devenir del negocio. En los sótanos habitaban unos billares con más de 30 mesas, y todavía quedaba espacio para un buen montón de tableros de ajedrez. Durante la guerra fue un comedor popular, y en los 70 las bolas de billar dieron paso a las bolas de espejos de la discoteca Xenon: presentadores de etiqueta, vedettes enseñando teta y cómicos haciendo chistes de bragueta. Raúl Sénder tenía allí plaza fija. Años después fue un templo gay, y hoy es la sala 2 del cine Callao, también reconvertido en multisalas para capear la pertinaz crisis del sector.
La puerta del infierno de esos sótanos da ya a la calle Jacometrezo, que debe su nombre a Jacome da Trezzo, un tallista italiano que esculpía santirulicos a Felipe II. Hoy es una vía umbría y ensordecedora: por allí se ha desviado el follón de autobuses que antaño caracoleaban por Callao. Tuvo su momento de gloria hace unas pocas décadas, cuando albergaba locales singulares que han desaparecido para hacer sitio a despachos de comistrajos tan exóticos como baratos en todos los sentidos. Ayer –o antes de ayer, no recuerdo bien– allí estaba el Café Berlín y sus espectáculos siempre en la vanguardia de la sorpresa, el Oba Oba y su calor brasileño, La Calesera y sus chocolate con churros… Estaba, sobre todo, El Calentito, con una camarera que en cuanto podía saltaba a la barra para marcarse un baile jaleada por toda la clientela. Creo que se llamaba Blanca Li, como la actual directora de los Teatros del Canal. Cómo pasa el tiempo: como una apisonadora.
En la esquina de Jacometrezo con Callao, el edificio más elegante de los madriles: el Capitol. En realidad se llama edificio Carrión, en honor al señor que puso la pasta: Enrique Carrión, marqués de Nelín. Cuando se construyó, en 1931, el país asomaba medio cuerpo por la ventana de oportunidad de acompasarse a los tiempos modernos. Luego fue defenestrado, pero esa es otra historia: la de España, que ya sabemos que acaba mal. El diseño del Capitol cayó en manos de los arquitectos Luis Martínez Feduchi (Museo de América, Castellana Hilton) y Vicente Eced (Cines Vergara, Roxy A, Roxy B). Siguieron fielmente los dictados de la escuela mendelsohniana: novedad, originalidad, emoción, imaginación… Les quedó precioso. Mármol, hormigón, cristal, granito. Un mascarón de proa del futuro-pasado, con líneas puras asomado a un Madrid que pudo ser y no fue. Catorce plantas en las que había de todo: oficinas, hotel, sala de fiestas, cine y una cafetería que acogía con estilo a los trasnochadores: Manila. Hoy es pasto de la franquicia de los colorines, Benetton. Por más que se empeñen, no hay color. Coronando la fachada, el anuncio de neón de Schweppes. Lo creemos eterno, pero data solo de 1972. Eso sí, tiene cuerda para rato: el Ayuntamiento lo indultó en la ordenanza de 2010 que obligaba a retirar los luminosos. En los bajos, el cine Capitol, que completa la tríada de supervivientes de las pantallas de la Gran Vía. El resto se han convertido en centros comerciales de bragas baratas y teatros para musicales que son, en sí mismos, una braga.
Y, por fin, Callao, la plaza, escenario de un buen montón de películas, no todas digeribles. El otro día me di una vuelta para ambientarme. ¡Qué lío! Una batucada atronadora como reclamo para recaudar fondos en beneficio de los afectados por una enfermedad rara. Un montón de perros conducidos por chicos con el chaleco de una protectora de animales. Los Testigos de Jehová, tan pulcros ellos, en una esquina vendiendo libros que supuran veneno. Y para veneno puro el que ofrecían en una carpa de Vox atendida por unas señoras con pinta de ser tías carnales de alguien que uno conoce… o de uno mismo. Salí huyendo en dirección contraria y me vi en la puerta de Rodilla, el comercio más antiguo de la plaza (1939), donde el pan sigue haciéndose bola en la garganta. Me escurrí por Preciados, donde recibe la Fnac, antes Galerías Preciados, otro edificio de Gutiérrez Soto: clasicismo racionalista estrictamente funcional, geometría pura. Este hombre valía para todo. Ya en Preciados, el consumariado dispuesto a comprar lo que sea. Tiendas a todo meter y los negros de la manta en medio del cauce del gentío vendiendo material igual de verdadero/falso que en las tiendas, como aprendimos en Gomorra. Y la música callejera: mariachis con uniforme, fanfarrias rumanas a toda mecha, tenores de ópera enseñando hasta las amígdalas, cuartetos de cuerda dando vueltas alrededor de Albinoni… Y en la puerta de la Fnac un recuerdo: Malik Yaqub, que tocaba su saxo libérrimo en la calle para sacarse las perras que no le pagaban en los locales. Allí vendía sus discos, desparramados por el suelo, a la entrada de la mayor tienda de discos de Madrid, donde no encontrabas ni uno. Metáfora sangrante.
Escaparate de arquitectura, plató a cielo abierto, meeting point internacional, reducto relicto de los cines del centro, puerto que corona la Gran Vía, avanzadilla del comercio peatonal: Callao. No se diga más.
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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