Roberto Valencia / Novelista y ensayista
“Un museo debería de ampliar el alcance de nuestra sensibilidad, y no mostrarse ajeno a las conquistas sociales”
Ignacio Echevarría / Gonzalo Torné 4/07/2023
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Después de una década dirigiendo en Pamplona “El foro de Auzolan”, referente inexcusable de la divulgación literaria y filosófica en España, Roberto Valencia publica Palacios, hangares y cuevas (La Navaja Suiza), una personalísima mirada a los museos que aprovechamos para conversar con él sobre las proyecciones políticas de estos deseados centros de poder cultural.
I.E.: Tu libro se publica en un momento en que la institución museística está siendo objeto de importantes y a menudo agrios debates. Emprendemos esta conversación cuando aún resuenan los ecos de la salvaje arremetida con la que la derecha cultural salió al paso de la sola posibilidad de que Manuel Borja-Villel renovara su mandato al frente del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Lo que está en juego es el concepto mismo de institucionalidad que encarna un museo. El tipo de uso que cabe hacer de él. Y más que eso: está en juego el concepto mismo de arte que manejamos, y nuestro modo de consumirlo. En este contexto, la primera frase de tu libro parece salirse por la tangente y obviar la discusión: “Un museo propone una mirada muy concreta sobre la realidad”. Poco después, una nueva afirmación aumenta mi perplejidad: “De eso tratan los textos de este libro: de aceptar la mirada sobre la realidad que nos proponen los museos”. Palabras que parecen desentenderse de la pregunta de qué misión cumple el museo y centrarse únicamente en su contenido. Ahora bien, es sabido que el contenido de un museo, la selección y ordenación de su propia colección, de su propio patrimonio, por no hablar de su política de adquisiciones, dependen de múltiples factores, que no carecen de perfiles ideológicos, por así llamarlos. ¿De qué modo te sitúas frente a esta problemática? ¿La has tenido en consideración?
Mi libro no es un ensayo específico sobre museística o sobre historia del arte. Es un texto que resulta de muchas visitas a museos europeos, y en el que he intentado centrarme en algo que lamentablemente dejamos de lado cuando atendemos a la pura sensación o al fragor de la visita: el sentido que, sobre el mundo, vuelcan el arte –aunque no sólo el arte– y el modo de conservarlo por parte de algunas de estas instituciones. El propósito de clarificar todos los sentidos de los museos de los que me ocupo resulta imposible, claro está, pero yo quería expresar mi amor por el arte y por su correcta preservación, así como combatir algunas prácticas que nublan la búsqueda de ese sentido: el turismo –alentado por las prácticas económicas y estatales–, las sobredeterminaciones ideológicas y el mercado. Así, mi libro no parte de una investigación sobre el modo en que se conforman las colecciones o sobre la determinación de los agentes estatales o económicos sobre el arte. No parte de esa sistematicidad y carece de una hipótesis de partida. Ahora bien, esto no quiere decir que carezca de dimensión crítica respecto a ello. Al declarar en la introducción que acepto la mirada de los museos, lo que quiero expresar es que la acepto como un objeto sobre el que no tengo ninguna capacidad de decisión –no formo parte del medio– pero sobre el que quiero reflexionar, tal y como yo lo encuentro en mis visitas. Sería absurdo pensar que, al decir eso, asumo todos los discursos de todos los museos que trato, porque esos discursos y prácticas son muchos y, en ocasiones, antagónicos. En mi libro, entonces, dialogo con estas miradas de los museos, y ahí deslizo críticas a sus prácticas (de hecho, ya en la introducción aviso de su pasado colonialista, imperial y antifemenino).
Acepto la mirada de los museos como un objeto sobre el que no tengo ninguna capacidad de decisión
I.E.: Lo que no deja de dar lugar a valoraciones paradójicas…
Por dar un ejemplo, en el primer museo del que me ocupo, el Louvre, el museo de mayor superficie expositiva del mundo, explico cómo éste surgió de un intento de secularización de las colecciones reales y eclesiales del XVIII, y cómo esta operación generó un efecto muy extraño que aún pervive, porque las temáticas pertenecían al Antiguo Régimen y el espíritu de exhibición, a los nuevos tiempos de la Revolución francesa. Una simbiosis imposible que, sin embargo, posibilitó salvar de la quema el patrimonio francés de la época y cuya distorsión sensorial sigue actuando hoy día: cada vez que voy al Louvre encuentro esos valores reaccionarios representados por los grandes genios de la pintura. Aceptar lo uno en favor de lo otro sería comulgar con prácticas reaccionarias; pero dejar de disfrutar de este gran arte, supondría una renuncia a algunos de los grandes logros de la humanidad. Todo un dilema que hace que uno salga de allí elevado espiritualmente pero empequeñecido en lo ético. En el libro hay muchos ejemplos sobre esta mirada crítica, que abarca distintos museos de distintas épocas (también la actual), y que se va deslizando mientras hablo, efectivamente, del contenido de los museos. Respecto a cuál es mi posición, por si no queda claro, no soy ajeno a lo que dices. Muy resumidamente, opino que un museo debería de ampliar el alcance de nuestra sensibilidad individual y colectiva, resguardar el talento del pasado y del presente, y no mostrarse ni ajeno ni inaccesible a las conquistas sociales.
G.T.: Mi primera pregunta es un poco tonta. Me gustaría saber, de la cantidad de museos que podrías haber acudido, cuáles han sido los criterios para elegir los que aparecen y por qué motivo los has dispuesto en este orden. Y ya que estamos si ese “itinerario” que se le ofrece al lector contribuye a darle sentido al libro. Si otros “itinerarios” inducirían a leer lo que se dice de cada museo de manera distinta.
Aunque sé que era casi imposible, una vez que el libro se puso en marcha como libro, quise abarcar las distintas edades del arte. También pretendí incluir tres de los cuatro recintos que, de un modo general, visitamos con pretensión contemplativa: las cuevas parietales, los palacios, las iglesias y los hangares. Respecto al itinerario, el libro empieza con uno de los primeros museos nacionales de Europa –hoy día, la mayor superficie expositiva del mundo– y termina con un lamento sobre nuestra nunca bien ponderada capacidad destructiva. Si bien el Louvre se funda como un acto salvífico –explicado en la anterior respuesta–, los palacios celestiales de Kiefer del HangarBicocca recapitulan las pulsiones nihilistas y advierten sobre su preeminencia en la conformación europea. Entremedias, he colocado diez museos que inciden en distintas circunstancias del arco vital, ya sea artístico, político, biológico, histórico, metafísico o experiencial, tratando de enlazar los conceptos de un texto a otro. Efectivamente, creo que se podrían combinar los textos para generar otros itinerarios.
G.T.: Te quería preguntar también por la relación entre “la red” y los museos. Leyendo el prólogo tengo la impresión de que consideras el volumen de información que se maneja en la red como excesivo, que dificulta la capacidad de concentración y que complica acceder al sentido que plantea el itinerario del museo. Me gustaría incidir en esa idea. Y sea cual sea la respuesta, querría preguntarte también si en cierto sentido esa posibilidad de acceso a lo que queda fuera del museo o a propuestas de itinerario distintas no son una suerte de vacunas o de protección del espectador frente a las “visiones de sentido” oficiales que proponen, por ejemplo, los museos de Estado.
Está claro que es imposible interpretar adecuadamente una obra de arte sin conocer un poco su contexto. También, que hay mucho ruido alrededor de las obras maestras, proveniente de fuerzas como la publicidad, los restos no digeridos de la historia y la evasión hegemónica en la sociedad del espectáculo. Pero también es cierto que no hay otro período de la historia que le haya dado a un amante de la contemplación mayor número de posibilidades para profundizar en su empeño interpretativo. Se me dirá, con razón, que la superabundancia anula la posibilidad de que los discursos valiosos emerjan, y esto se cumple, sin duda, a escala macroscópica. Pero en pequeños ámbitos, ahora podemos levantar interpretaciones sumamente matizadas, orientadas por distintas ideas o líneas de pensamiento que en otras épocas hubieran sido imposibles, a la luz del dificultoso acceso a los recursos intelectuales. Esas interpretaciones podrían difundirse mejor si el público no especializado tuviera –tuviéramos– una cultura de la imagen un poco más desarrollada. Aquí creo que radica el verdadero problema: vivimos un período de saturación visual mientras su contrapunto necesario –la descodificación de las imágenes– sufre una gran pauperización.
Vivimos un período de saturación visual mientras su contrapunto necesario sufre una gran pauperización
I.E.: Al hilo de lo que has dicho antes acerca del “itinerario”, quisiera preguntarte sobre el “dispositivo” del libro, que me parece muy intencionado. A este respecto, que después de visitar el Louvre invites al lector a la casa-museo de Anne Frank me parece casi una provocación. Una estimulante provocación, todo sea dicho. Pues aquí nos sustraemos del ámbito del arte, y hasta cierto punto del ámbito tradicional del museo, para ingresar en otro orden de experiencia, o de vivencia, y en esa dimensión hoy tan reivindicada del museo en cuanto “archivo”.
Yo los adoro, pero es cierto que los museos son dispositivos difíciles. Por lo común, un museo es un lugar vaciado en los que se insertan objetos valiosos que fueron extraídos de sus contextos originales para preservarse y exhibirse. La casa-museo de Anne Frank no exhibe nada porque, después de deportar a sus ocupantes, los nazis la desvalijaron. Y el único superviviente, Otto Frank, padre de Anne, decidió no restaurarla. Traté de enlazar el todo del Louvre con esta nada de la casa-museo de Anne Frank para obtener algunos contrastes. Por un lado, hay la búsqueda de conceptos que ayuden a pensar estos museos, y aquí ensayo, no sé con qué suerte, dos ideas: la de que en la casa de Anne Frank se solaparon todos los lugares en los que una niña de 13 años desarrolló sus vivencias (la casa, el colegio, el parque de juegos, ¡hasta el dentista!) y, por otro, el hecho de que ese vacío que ahora recorren los visitantes se haya replegado en sí mismo como una suerte de hueco moral (una versión secular del tsimtsum judío). En un orden más terrenal, hay otros contrastes: el Louvre puede impedir la experiencia (por sus dimensiones, por la gran afluencia, por el ruido, etc.), pero también la casa museo de Anne Frank puede obstaculizar el recogimiento que merece esa tragedia (este lugar oficia como sinécdoque del nazismo). De ahí que después continuara con el Museo Oteiza, donde también se ofrece la experiencia del vacío.
G.T.: En el libro tomas el espacio (o eso me parece) como criterio de distinción entre museos. ¿Te planteaste en algún momento hacerlo por la función? El museo parece una suerte de navaja suiza que tiene diversas posibilidades: canonizar, dar a conocer, mitificar, construir relato... ¿Valoras distinto un museo público que uno privado?
Son recintos de naturaleza distinta, con funciones y disposiciones que no coinciden. En los museos públicos, la preservación y exhibición de las obras están condicionadas por el aroma ideológico del gobierno de turno, aunque no es el único factor que interviene, hay unos cuantos más. Desde el punto de vista meramente estético –si es que esa disquisición resulta posible, que no–, los museos públicos de arte contemporáneo tienen dificultades para absorber muestras representativas del arte valioso que se está produciendo, así que los privados pueden ejercer una función conservadora complementaria. Sería deseable que estos centros privados no compitieran con los nacionales en poseer igual número de artistas señeros sino que, por decirlo de un modo muy general, apostaran por vías o prácticas alternativas del arte. Algunos lo hacen, pero hay colecciones privadas que se transforman en fundaciones, repitiendo así la alineación de los museos oficiales. Aquí la complementariedad no se produce.
G.T.: Y en la medida que hablas de la disposición, ¿entras de la misma manera?
No, claro que no. No puedes entrar con el mismo temple a un restaurante de comida rápida que a una iglesia, por ejemplo (aunque en el interior de la catedral anglicana de Liverpool hay una hamburguesería). En el privado sabes que puedes encontrar cánones alternativos, intereses económicos explícitos, corrientes y autores sospechosos, cierto desdén por el conocimiento, incluso puedes tener la sensación de que el mismo centro goza de una existencia efímera. También hay un clasismo social que no se aprecia en uno público. Estos factores influyen en la manera de mirar las obras, qué duda cabe. Parafraseando a Tolstoi: los museos públicos y los privados no son neutros, pero no lo son de distinta manera.
G.T.: Otra pregunta merodeante, pero inevitable. El museo suele arrogarse (y a veces le concedemos) una capacidad de discurso crítico, pero basta con echar un ojo a los mecenas de las instituciones para ver bancos, empresas de telefonía, imperios de la construcción y fortunas nada sospechosas de alentar el cambio social. ¿Cómo se conjuga esto?
No sé cómo lo conjugan los grandes accionistas que sostienen museos privados, habría que preguntarles qué función cultural tiene en sus macroeconomías la complicada operación de conservar arte (más allá de las desgravaciones, etc.). Para mí el arte es experiencia estética, para ellos no lo sé. Ahora bien, desde los tiempos de los pintores de la corte sabemos que, aunque no todos se sintieran cómodos con ello, el arte estuvo al servicio del poder. Resumiendo mucho, sabemos que el arte se separó definitivamente de la vida cuando se abrieron los primeros museos (también cuando empezaron a reconocerse los derechos de autor, cuando se abrieron los primeros auditorios, etc.). Desde ese momento, las sociedades en trance de ser secularizadas crearon estos espacios neutros para admirar unas manifestaciones que carecían de función en la vida práctica. Así pues, el hecho de que el arte esté desgajado de la cotidianeidad tiene consecuencias negativas, porque despeja el camino para que lo utilitario adquiera el rango máximo de importancia social (lo que ya está plenamente asentado). Tenemos que conformarnos con la parte positiva, que es menor respecto a la negativa: que el museo nos ofrece cápsulas de elevación y concentración apartadas del ritmo capitalista y que podemos habitarlas cuando queramos (si disponemos de un buen museo cerca y los medios para acudir). No es poco, de todos modos. Respecto a los museos pagados por el gran capital, evidentemente aquí se produce una paradoja: ¿entramos a un museo financiado por una corporación multinacional para reflexionar a través de la estética sobre, por ejemplo, las desiguales condiciones sociales? Supongo que esto supone una expresión bastante evidente de ese tipo de contradicciones a las que estamos sometidos los ciudadanos críticos con este orden actual en el que estamos integrados (¡hay tantas…!). No veo el modo de despejar esta contradicción: ¿Depreciando el arte contemporáneo? ¿Desaconsejando el arte social en centros privados? ¿Dejando de acudir a museos privados? ¿Cancelando artistas? Me temo que es muy tarde para rebobinar.
Desde los tiempos de los pintores de la corte sabemos que el arte estuvo al servicio del poder
I.E.: El de las visitas a museos viene constituyendo todo un género libresco, cuyos precedentes remontan muy atrás en el tiempo. Más recientemente, supongo que a consecuencia de la democratización del turismo, el género ha conocido un importante auge. Me pregunto si al proyectar tu libro has tenido presente algún modelo, como, por ejemplo, El sudario de Verónica, de Laszlo Földényi, que se propone también como “Un paseo por los museos de Europa”.
Tuve la suerte de conocer a Laszlo Földényi el año pasado, cuando fue invitado a Pamplona en el programa Encuentros 72/22. Es una persona extraordinaria. Sin embargo, no he leído El sudario de Verónica, del que tuve noticia cuando mi libro estaba en imprenta. En un principio me dio un poco de aprensión: pensé que su escritura sería más acertada que cualquier cosa que yo pudiera decir. Ahora que la edición de Palacios, hangares y cuevas me ha permitido deshacerme de mi libro, no tardaré en hacerlo. Es verdad que hay textos sobre museos, pero, si excluimos los estudios y las guías, no he encontrado demasiadas miradas de autor sobre el tema (miradas que escapen del registro fósil, del discurso académico o de los malentendidos de cada época). Hay casos concretos pero, en general, no me parece que el museo ejerza demasiada fascinación sobre los escritores. Respecto a las influencias, leí unos cuantos libros de arte. Ahora bien, prefiero los libros escritos por filósofos y narradores que se acercan al arte con una fuerza que no encuentro en los análisis al uso. Félix de Azúa, Todorov, José Luis Pardo, Susan Sontag, Roberto Calasso y, por supuesto, John Berger. Hay algunos más (no muchos), pero estos han escritos páginas extraordinarias, donde la vivencia del arte la realza un gran estilo literario y una pericia reflexiva expansiva.
I.E.: Tú mismo, en el prólogo, dices que tu libro manifiesta “un estado de ánimo melancólico”. Poco después añades tu convencimiento de que “el arte es una disciplina melancólica”. Esta doble afirmación determina un punto de vista que parece emanar de la concepción misma del museo (o lo que sea) como depósito, como vestigio, como tesoro. Una concepción que parecen combatir algunas de las nuevas tendencias museísticas, más interesadas, se diría, en provocar una reacción crítica frente a la obra, desde la premisa de que, como sostenía Benjamin, “todo documento de cultura es un documento de barbarie”. Una idea, por cierto, que no queda del todo fuera de tu libro…
Como ya he dicho antes, no hay una mirada unitaria a los museos en mi libro. Hay melancolía, pero también crítica, euforia, indagación, etc. Ahora bien, es cierto que mi escritura y mi propia vida arrastra un pesar melancólico que me hace mirar el arte de los museos con un poco de angustia y de desazón. Como si las colecciones fueran ruinas, fracasos, grandes proyectos olvidados, cimas de esplendor que se revelaron inservibles al proyecto humano. Pero digámoslo claro: los tesoros de los museos, ya sean arqueológicos, artísticos o biológicos, deben seguir irradiando (en el texto sobre el Louvre cito la definición de arte de Deleuze, que formula esta idea con más sagacidad). Se trata de que les hagamos caso. Respecto a la revisión, sí, es cierto que los museos recombinan sus colecciones o las refrescan complementándolas con fondos almacenados, para contrapuntear los discursos oficiales que sostuvieron en su momento buena parte del gran arte oficial. Poca melancolía ahí: resituar los fundamentos, los contenidos o las estéticas del gran arte siempre será una operación saludable. No sólo por el efecto ético, también porque permite conocer mejor las épocas históricas y las motivaciones artísticas solapadas (la verdad sólo se abre paso con gran esfuerzo). En mi caso, efectivamente, no puedo escapar de eso en museos como el Prado o el Louvre: ahí mi mirada se afila contra lo que veo, contra cánones estéticos que rebosan sangre.
Después de una década dirigiendo en Pamplona “El foro de Auzolan”, referente inexcusable de la divulgación literaria y filosófica en España, Roberto Valencia publica Palacios, hangares y cuevas (La Navaja Suiza), una personalísima mirada a los museos que...
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Ignacio Echevarría
Es editor, crítico literario y articulista.
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Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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