RESEÑA
Memoria de chica
La última novela de Annie Ernaux resulta útil y hermosa, como solo lo son las obras de arte
Roberto Valencia 7/10/2022
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La mejor escritura biográfica es la que asume las dificultades de la introspección. La que reflexiona sobre el oscuro túnel que conduce a los recuerdos, la que se frustra al reconstruir un material, el sentimiento, insoportablemente cambiante y perecedero. Desde Bergson, Proust y otros sabemos que la memoria está constituida de tiempo, y que el tiempo es esta interioridad ambivalente que se consume a sí misma mientras sus dueños –nosotros– añoran la imposible autoconciencia. Está bien que quienes abordan la escritura biográfica nos den algo más que la sucesión de sus recuerdos literaturizados. Algo más que una cadena de méritos curriculares extraídos del afluente vital como pepitas de oro y presuntamente destinados a la perduración. Porque demasiado a menudo nos decepcionan los relatos biográficos limpios, conformados en exclusiva con los hitos biográficos y sus emociones asociadas. Son textos que disimulan las concesiones que exigen la erosión de la memoria, la ausencia de autoconciencia que acompañó a los sucesos del pasado, las resistencias internas del inconsciente (o lo que sea), la parcialidad deliberada y –ya puestos– la dificultad de construir un relato verdadero que no lo interrumpan el análisis teórico y la duda. Es exagerado proponer que la escritura biográfica ocupe una vida entera, pero como ideal no resulta descabellado, dado que aquella consume fracasos y replanteamientos, mientras esta genera en su avance más material de escritura. También porque instala en el escritor la insoportable tensión de apostar por la indagación racional al tiempo que lo hechiza una imposible promesa de completitud.
Ernaux reconoce que ya no puede ponerse en la piel de aquella joven de 18 años porque ha olvidado a la persona que ella fue, y que eso la angustia
Annie Ernaux, premio Nobel de Literatura en 2022, es una de las exponentes más lúcidas del género, que no duda en mostrar sus incertidumbres sobre la expurgación de la memoria personal. Ernaux sabe que siempre hay que sumarle a la contabilidad del relato cierto grado de frustración porque, a pesar de que los recuerdos pertenecen a cada cual, su dilucidación no resulta sencilla. Su última novela, Memoria de chica, arranca con la incapacidad de acceder al registro vivo de un suceso traumático sufrido por ella misma hace 58 años y cuya escritura nunca había podido resolver. La mejor receta para los traumas, dice la sabiduría popular y hasta la terapéutica, es que pase el tiempo pero esta estrategia también emborrona los detalles, manipula las motivaciones originales de nuestras viejas decisiones y fosiliza las resistencias internas. En una admirable entrada al texto, Ernaux reconoce que ya no puede ponerse en la piel de aquella joven de 18 años porque ha olvidado a la persona que ella fue, y que eso la angustia porque abre la posibilidad de no zafarse nunca de ese desagradable incidente y de sus consecuencias. Aquí hay que decir que no es que no pueda ella culminar este ejercicio: es que nadie puede. Ninguna persona se convierte nunca en quien ya ha sido: en su vieja conciencia transitoria, en sus antiguas y descontroladas reacciones a las determinaciones epocales, en aquella porción de tiempo por quemar. Ernaux admite eso –todo un desafío a la implacable seguridad del autobiógrafo– para justificar el recurso principal de la novela: la adopción de un desdoblamiento de la narradora, que ve y cuenta los sucesos de sí misma hace 58 años como si fuera otra. A menudo se abusa de este procedimiento en la literatura actual: narradores que describen en voz presente lo que supuestamente ven y oyen de los personajes, sin que esta elección juegue ningún papel en el plan del relato (X se sitúa frente a su amada, lo veo alzar la voz, se recoge en su habitación con Y, que lleva el pelo suelto, etc.). En la novela de Ernaux, este desdoblamiento permite a la narradora-autora situarse en un plano de honestidad respecto a la incapacidad para invocar su propia conciencia juvenil, a la par que confía que el ofrecimiento al lector de toda esta artificiosa reconstrucción temporal arañe alguna verdad al relato original. Hace algunos años escribió Rafael Conte sobre Annie Ernaux: “No se trata de contar cuentos sino de contar historias, mejor dicho, su propia historia por encima de todo lo demás, pero no cayendo en intimismo alguno, alejándose de toda subjetividad, pues considera su literatura como una especie de etnología, como una ‘intervención’ en la sociedad que le rodea”. El apunte resulta oportuno porque señala otro vicio de la escritura biográfica en el que Ernaux no cae: el intimismo veraz, el recrear con detalle las minucias del sentimiento particular del autobiografiado, en vez de propiciar las condiciones universales que, a partir de una emoción real, permitan al lector entender de qué se está hablando cuando se le permite mirar una parcela concretísima de la intimidad secreta del escritor.
Pero decíamos antes que Ernaux busca la verdad con su relato. Pues bien, esta verdad no es otra que mostrar todo lo convincentemente que se pueda el entorno real, el genuino, el biográfico, el de la Francia rural de 1958, en cuyo seno tan difícil le resultó a ella entender lo que le estaba sucediendo. La protagonista de Memoria de chica es una joven proveniente del mundo rural que ha sido sobreprotegida por su familia y que, a la par que siente la quemazón del deseo y sus abstractas promesas, busca su primera relación sexual ajena por completo a las auténticas reglas del juego. El problema, claro, es que las auténticas reglas del juego las dicta el machismo imperante de la época, tan escasamente cuestionado en los distintos estratos sociales y que manipulaba a su antojo la dignidad y las expectativas de las mujeres. Annie Ernaux desconocía todo eso en 1958, lo que la posicionó como víctima en esta dialéctica amo-esclavo de la dominación masculina. En mi opinión, resulta admirable este doble movimiento de la novela: la confesión de que se fracasa inevitablemente a la hora de retomarse a sí misma desde la ignorancia juvenil (y social, ojo), mientras el recio pulso de la literatura va desplegando a través de los efectos de la prosa el clima de aturdimiento en el que esa joven ingenua tuvo que desenvolverse. Toda una lección y un esfuerzo, el que realiza Annie Ernaux, al confesar en su propia escritura algo así como: “Sí, fui yo quien se arrojó en brazos de los salvajes, fui yo quien no se enteraba de nada, quien venía cegada por las determinaciones sociales, por la temperatura de la época, por el ímpetu biológico. Sí, fui yo quien se regaló a su amo”. Increíble.
Ernaux busca la verdad con su relato. Esta verdad no es otra que mostrar todo lo convincentemente que se pueda el entorno real de la Francia rural de 1958
Pero estaríamos simplificando si únicamente centráramos la interpretación en esta revelación (que, de todos modos, es común a varias generaciones de mujeres engañadas). Porque, como ya hemos dicho, este libro no es un testimonio sino una novela sólidamente armada desde ese plano metaliterario, que vierte su precaria belleza sobre el cauce de su estilo. Las reflexiones ya aludidas sobre estos cuatro planos: sobre la imposibilidad de ubicarse en la corriente histórica en la que se inscribe la biografía, sobre el machismo imperante, sobre la imposibilidad de la escritura para recuperar el tiempo (la conciencia) perdido y sobre la dialéctica amo-esclavo (que opera con la “naturalidad” de los hechos consumados); las cuatro reflexiones trenzan el relato (más complejo de lo que ofrecería un mero recuento de recuerdos) de cómo se llega al presente, adopte uno el rol de hombre, mujer, esclavo, amo o cualquier otro. De eso trata esta novela: de la palpable dosis de condicionamientos históricos y de pobres conocimientos sobre la coyuntura que nos constituye en cada momento como un irremediable proyecto inacabado. Annie Ernaux ha realizado muchas aportaciones a la escritura biográfica y a la escritura de género (véase, por ejemplo, su extraordinario La mujer helada, texto diáfano e imprescindible de la literatura feminista). Memoria de chica resulta útil y hermosa, como solo lo son las obras de arte. Es un admirable “qué-tonta-he-sido” escrito en el registro de la alta literatura con el que su autora se reivindica como una de las maestras literarias contemporáneas.
La mejor escritura biográfica es la que asume las dificultades de la introspección. La que reflexiona sobre el oscuro túnel que conduce a los recuerdos, la que se frustra al reconstruir un material, el sentimiento, insoportablemente cambiante y perecedero. Desde Bergson, Proust y otros sabemos que la memoria está...
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Roberto Valencia
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