Madrí, zona de obras
Quevedo
La estatua de Querol nos muestra al escritor en plena forma, desafiante tras sus gafas como lupas que auscultan la estupidez humana
Ricardo Aguilera 16/07/2023
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No callaba. No callaba por más que le metieran el dedo en el culo, que le cosieran la boca, por más que le dieran sustos. Era así: Francisco Gómez de Quevedo y Villegas. Todo un carácter. Hubiera sido un buen periodista. Quizás lo fue sin querer. Hoy no encontraría trabajo en esta profesión, sería un apestado en todas las redacciones, no tendría mando en plaza. Y, sin embargo, tiene una plaza. Qué digo una plaza: ¡una glorieta! Vamos a ella.
En su lugar pusieron la estatua de Lope de Vega. ¿Qué más da, pensarían, si aquí nadie lee? Y no les faltaba razón
Allá por el siglo XVII, en ese lugar se encontraba la puerta de los Pozos, donde arrancaban camino las carretas que iban al pueblo de Fuencarral. Al lado estaba el cementerio del Norte. Sobre esas tumbas se levanta hoy el Corte Inglés de Arapiles. Compramos sobre muertos: lo normal. La glorieta dedicada al poeta del Siglo de Oro no llegó hasta 1860, y de Quevedo solo tenía el nombre: ni estatua, ni homenaje alguno más allá de la denominación del callejero municipal. La escultura se hizo esperar hasta 1902, año en que se celebraron los fastos de la mayoría de edad física, que no mental, de Alfonso XIII. El alcalde de Madrid, Alberto Aguilera, antes de convertirse en calle se fajó haciéndole la pelota al reyecito, y encargó un racimo de estatuas que desperdigó por la ciudad al buen tuntún. La de Quevedo quedó adjudicada a Agustín Querol, el mismo de los Pegasos que coronan el Ministerio de Agricultura. Hasta ahí, medio bien. Lo raro es que la estatua fue a parar a la plaza de Santa Bárbara, en vez de a la de Quevedo. En su lugar pusieron la de Lope de Vega. ¿Qué más da, pensarían, si aquí nadie lee? Y no les faltaba razón.
Hubo que esperar 60 años para que la estatua de Quevedo tomase posesión de su plaza. En ella vivió el poeta José Ángel Valente, que escribió estos versos dedicados al monumento:
Yo no sé quién te puso ahí, tan cerca
–alto, entre los tranvías y los pájaros–
Francisco de Quevedo de mi casa.
Pues nosotros sí que lo sabemos: fue el conde de Mayalde, aquel prócer que combinaba sus tareas como alcalde perpetuo del Madrid franquista con sus labores como colaborador de la Gestapo. Un señor muy ocupado. La estatua de Querol nos muestra a un Quevedo en plena forma, desafiante tras sus gafas como lupas que auscultan la estupidez humana. Mira de frente a la calle Fuencarral y da la espalda a Bravo Murillo. En una mano, recado de escribir; en la otra, la empuñadura de la espada. El cuerpo erguido, aunque sin tensión. Elegante en su cojera congelada en mármol. Eternamente cagado de palomas. En la peana, cuatro alegorías: la sátira, la poesía, la prosa y la historia. Lo dicho: un periodista.
Aparte de la estatua, el resto de la plaza no da muchas alegrías. Antaño tenía un porqué, pero el tiempo ha ido derribando viejos edificios que son suplantados por cosas funcionales y sin gracia. En la esquina de Bravo Murillo sobrevive un grupo de viviendas de Antonio Palacios, con sus correspondientes galerías acristaladas. Se agradece. En el número cinco de la plaza hay una placa que recuerda el paso por allí de Mateo Inurria, escultor de la suavidad. A pie de calle, la glorieta está tomada por las más temibles franquicias de la gastroenteritis: VIPS, Gino’s, Starbucks y compañía. La antigua Heladería Italiana que recibía nada más embocar Fuencarral cerró. En su lugar despachan hamburguesas y perritos prefabricados. El local que ocupa la confluencia con San Bernardo es hoy un Gilgo. Antes vendían lámparas horribles y figuras de Lladró para arrancarse los ojos. Empate. Entrando por Arapiles, había una rara tienda de discos y chucherías musicales donde encontrabas grabaciones descatalogadas de Johnny Cash o Argentina Coral. Hoy venden ropa, como si nos hiciera falta más. Se echa de menos un puesto de flores donde poder comprar un clavel y una rosa para decirle al Borbón renqueante que escoja entre la blanca y la roja.
Se echa de menos un puesto de flores donde poder comprar un clavel y una rosa para decirle al Borbón renqueante que escoja entre la blanca y la roja
Nada más salir de Quevedo por Eloy Gonzalo, nos encontramos a mano izquierda con el antiguo Instituto Homeopático. Es un edificio notable, obra de José Segundo de Lema. Destacan los jardines que se recogen en su planta en forma de U; también una esculturita de San José y las galerías de la fachada. Tiene su historia. Y la sigue teniendo. Se levantó en 1878 por subscripción popular. Como el personal aportó tan poco dinero como principios activos contienen los medicamentos homeopáticos, los doctores que promovieron aquello tuvieron que poner el resto de su bolsillo. Al final la factura salió por 991.712 reales, o sea, 247.928 pesetas, al cambio unos 1.500 euros. Durante la guerra fue hospital de sangre, después alojó una bandera de Falange y las tropas que vinieron de Marruecos en pateras acorazadas para matar por Franco. Luego fue decayendo. A la altura de 1980 ya era una residencia de ancianos que se caía a trozos y acabó cerrado y amenazando ruina.
Hasta aquí, la historia antigua y, en cierto modo romántica, del Instituto Homeopático. Ahora, la historia contemporánea y contable. Agárrense que vienen curvas. A mediados de los 90, el faraón Gallardón, por entonces en el machito de la CAM, declaró el edificio BIC (¡cuánto acrónimo, pardiez!) y allanó el camino para meterle mano a placer. Durante el mandato de la SS Esperanza (otro acrónimo: SS = siempre simpática) la CAM aflojó 3,2 millones de euros para rehabilitar el edificio. Por aquel entonces, la dirección de Patrimonio Histórico de la CAM la ostentaba un ser diminuto, un tal José Luis Martínez. Andando el tiempo, el minúsculo Martínez usó su segundo apellido como escabel para auparse al sillón consistorial y se convirtió en el alcalde Almeida que todos disfrutamos. Paralelamente, la presidencia de la CAM fue a recalar en las manos de la señorita que paseaba al perro de Esperanza. Entre ambos maletillas, nuevos en la plaza, acabó de cocinarse el guiso homeopático.
El Ayuntamiento renunció a su derecho de tanteo y retracto para quedarse con el edificio y éste acabó en manos de la empresa inmobiliaria EG 3&5, fundada para la ocasión en 2021 por Francisco Pablo Chiclana, dueño del restaurante La Querencia, famoso por sus tapas y por el banderón ‘despaña’ que suele engalanar su fachada. Por estas casualidades que tiene la vida, nada más hacerse con el goloso edificio, este señor de Chiclana encontró el inquilino ideal para su nueva propiedad: el colegio “made in USA” Brewster, que acababa de abrir una filial en España bajo la dirección preclara de Elias Carreño, exalto cargo de la CAM con Aguirre y Gallardón. ¿Quién mejor? El único impedimento para la buena marcha del asunto era cambiar el uso urbanístico de la finca, y pasar de hospital a colegio. La dirección de Patrimonio Histórico del Ayuntamiento, antigua madriguera del pequeño José Luis, no puso ningún problema. Como guinda, la mujer de rojo de la CAM, le sacudió a los protoyanquis una ayudita de 13.000 euros para que vayan poniendo pizarras y tizas por las clases. Así las cosas, los americanos nos saludan con alegría y ya están habilitando la apertura para el próximo septiembre. Los que quieran matricular allí a sus niños que se vayan preparando: cada curso sale entre 35.000 o 68.000 euros por criatura, según las tarifas anunciadas. Será por dinero... al fin y al cabo, de momento la CAM ha puesto de nuestros bolsillos 3.213.000 euros para el buen funcionamiento del negocio, que vienen siendo 2.133.432.000 reales. Poderoso caballero.
No callaba. No callaba por más que le metieran el dedo en el culo, que le cosieran la boca, por más que le dieran sustos. Era así: Francisco Gómez de Quevedo y Villegas. Todo un carácter. Hubiera sido un buen periodista. Quizás lo fue sin querer. Hoy no encontraría trabajo en esta profesión, sería un apestado en...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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