Madrí, zona de obras
Oriente
Ahora la plaza está llena de turistas, desgraciados embutidos en disfraces, músicos callejeros y cambios de guardia ridículos. Pero sigue apestando a cuartel nacional
Ricardo Aguilera 20/08/2023
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
“¡Huele a azufre todavía!”.Fue la mejor frase de Hugo Chávez. La pronunció en la Asamblea de la ONU en 2013, cuando subió al estrado tras el discurso de Bush II, el borracho renacido. Algo así me ocurre cuando paseo por la Plaza de Oriente. Para mi sigue siendo el lugar donde los madrileños acudían en masa para refrendar a su asesino favorito. Hasta el mismo final, el Caudillo se asomó al balcón con la estilográfica tiesa de escribir sentencias de muerte. Vestía uniforme de gala y portaba gafas de sol de señora. A su espalda, con el hieratismo de los bobos, estaba el Borbón. A sus pies, la multitud berreaba una consigna fácil de entender para los mentecatos: ¡Franco, Franco, Franco! Cómo sería la peste, que allí todavía huele a cerrado, a correaje militar, a caspa y linimento. Y eso que el sitio está bien aireado.
La plaza de Oriente comenzó a perfilarse en los años 40 del siglo XIX. Narciso Pascual Colomer definió su aspecto definitivo: rectangular de cabecera curvada. Este hombre, especializado en palacios, diseñó los de Vista Alegre, las Cortes o el del Marqués de Salamanca. No es extraño que le pusiera el encargo de ordenar el entorno del palacio más grande de Madrid: el Real. ¿He dicho de Madrid? Error: de Europa. El Palacio Real es el doble que el de Buckingham: 3.418 habitaciones y 135.000 metros cuadrados de planta. La realeza española y su complejo de inferioridad. Esta gente nos lleva a la ruina.
El encargo salió por la boquita pintada de Felipe V, ese señor que nació en Versalles y se quedó con España como trofeo de segunda
Sigamos en palacio. Se comenzó a construir en 1735 sobre el antiguo Alcázar de Madrid. Los arquitectos eran de lo mejorcito: Filippo Juvara, Juan Bautista Sachetti, Ventura Rodríguez, Francesco Sabatini… Barroco clasicista a lo grande. El encargo salió por la boquita pintada de Felipe V, ese señor que nació en Versalles y se quedó con España como trofeo de segunda. Fue el primer Borbón. Luego vinieron otros. Carlos III fue el primero que lo habitó; Alfonso XIII el último. No han vuelto a vivir allí porque dicen que se pierden. Durante la II República fue rebautizado como Palacio Nacional. Azaña llegó a morar en las habitaciones de la reina María Cristina. Un suspiro. En el proyecto inicial, la balaustrada que remata el palacio debía estar adornada por imágenes en piedra caliza de todos los reyes de España. Era tal el gentío que los arquitectos le susurraron a Carlos III que aquel “monstruario” se iba a venir abajo. El monarca accedió a apear a los godos. Y ahí siguen, a pie de calle, dispersos por la plaza: Don Pelayo, Atáulfo, Eurico, Suintila, tarará, tarará, tarará… y el rey Wamba, tal como recitábamos en el bachillerato rancio de cuando entonces.
Ya que hemos bajado a la plaza, paseemos por ella. En el lado norte encontramos el Real Monasterio de la Encarnación, antiguo convento de las Agustinas Recoletas. Esta orden fue fundada por Margarita de Austria, pensando en ofrecer una residencia amable a las cabecitas locas de la aristocracia que, viéndose en una situación complicada por sus deslices, ya no podían habitar en palacios. O sea, una residencia de niñas malas haciéndose cruces. La fachada es de un herreriano severo. Alberga una buena colección de arte y la sangre de San Pantaleón, que se licúa a finales de julio, cuando el termómetro en Madrid supera los 40 grados. Poco milagro. En los jardines de la entrada, hay una estatua de Lope de Vega frente a un cartel de prohibido hacer aguas. No especifican si mayores o menores. ¿Qué pensará Lope?
Al lado de la Encarnación, se abre el primer jardín de la plaza de Oriente. Está dedicado al cabo Noval, héroe de la guerra de Melilla, lo que equivale a decir que lo escabecharon por la unidad de una patria que incluía territorios coloniales. Una muerte inútil, otra más. Eso sí, la gesta le valió una escultura de Benlliure hecha con gusto y trazo firme. Reposa en medio de un jardín sombreado de plátanos que es el remanso de los homeless de la zona. Un sitio tranquilo: los desarrapados ahuyentan a los turistas con su mera presencia. En el extremo sur de la plaza, hay otro jardín con ecos de guerras africanas, el del Capitán Melgar. A este oficial le dieron matarile en el “Desastre del Barranco del Lobo”. Desastre según el punto de vista, claro está. Lo inmortalizaron con la Laureada de San Fernando y un busto algo ridículo, con un soldado de regulares tamaño marioneta a sus pies. Detalle importante: en este jardín no hay mendigos, sino areneros con juegos para niños. No hay reposo.
Hubo que llamar al científico para resolver la estabilidad de una mole sostenida solo por las patas traseras del animal
El jardín central, el grande, viene presidido por una estatua ecuestre de Felipe IV, aquel “Rey Planeta” al que se le rebelaron todas las españas: Portugal, Cataluña, Andalucía, Nápoles, Sicilia, Países Bajos… Un trajín y venga tercios de acá para allá. Luego nos dejó un idiota en la corona, otro más: su hijo Carlos II. El monumento fue instalado allí en tiempos de Isabel II, con fuente, chorros y alegorías diversas, aunque la estatua se hizo doscientos años antes. Felipe IV se muestra a caballo y en corveta, o sea, con el noble bruto alzado de manos. Es obra de Pedro Tacca, que contó con la colaboración de Galileo Galilei. Hubo que llamar al científico para resolver la estabilidad de una mole sostenida solo por las patas traseras del animal. El astrónomo de Pisa lo resolvió de un plumazo: hagan maciza la parte de atrás y hueca la de delante. Un genio. Es curioso que Felipe IV no mire a palacio, sino que le ofrezca el culo de su caballo. Dicen que a Isabel II no le gustaba la historia de aquel monarca, el último de los Austrias que dio pie con bola. No lo quería mirándola de frente. Así las cosas, Felipe mira al Teatro Real. No son malas vistas, aunque de las cosas de la ópera ya hablaremos cuando vayamos de paseo por esa plaza. De momento, sigamos en Oriente.
La historia reciente de la plaza pasa por la remodelación de los 90 al son de los cuplés de Álvarez del Manzano. La letra de aquella tonadilla hablaba de la peatonalización de la zona a fuerza de meter bajo Bailén un entramado de pasos subterráneos, parkings y centros comerciales. Hubo obras a tutiplén y se inauguró buena parte de lo proyectado, pero lo del centro comercial no pudo ser: las excavadoras se tropezaron con el Magerit árabe y, pese a que el Ayuntamiento optaba por tirar pa'lante, hubo que cortar gas. Hoy se lo habrían cargado todo, porque se han venido arriba, en concreto arriba de nuestra chepa. Pasan los años, se renueva el patio y volvemos a las andadas. Ahora la plaza está llena de turistas tirando fotos, desgraciados embutidos en disfraces infantiles, músicos callejeros espantando su hambre y cambios de guardia ridículos copiando el modelo británico. Pero Oriente sigue apestando a cuartel nacional.
“¡Huele a azufre todavía!”.Fue la mejor frase de Hugo Chávez. La pronunció en la Asamblea de la ONU en 2013, cuando subió al estrado tras el discurso de Bush II, el borracho renacido. Algo así me ocurre cuando paseo por la Plaza de Oriente. Para mi sigue siendo el lugar donde los madrileños acudían en masa para...
Autor >
Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí