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Madrí, zona de obras

La I griega

La fachada del edificio Zurich estaba tachada por el símbolo de Falange, yugo y flechas agarrados al edificio cual inmensa garrapata roja que estuviera succionando la sangre de la finca. Sigo viendo la sombra cuando paso por allí

Ricardo Aguilera 30/07/2023

<p>Confluencia entre las calles Gran Vía y Alcalá en Madrid. /<strong> R.A. </strong></p>

Confluencia entre las calles Gran Vía y Alcalá en Madrid. / R.A. 

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Es mi letra favorita, la vigesimosexta del alfabeto. Me gusta su forma, un diseño eternamente moderno y estilizado. Me fascina que sea consonante o vocal según le interese a la frase. Es, además, una conjunción copulativa, lo que directamente me pone. Y, por si fuera poco, es la única letra con denominación de origen: griega, como la filosofía clásica, como Zorba, como Theodorakis, como Irene Papas, como la reina emérita... Ay, no, que esa se apellida Schleswig–Holstein–Sonderburg–Glücksburg y me parece que es de más arriba. En fin, que me gusta la i griega y en Madrid tenemos una de aúpa.

La confluencia / divergencia de las calles Alcalá y Gran Vía es una de las postales típicas de la ciudad. Tan típica y tan postal que allí se apostó Antonio López para hacer uno de esos cuadros hiperrealistas que parecen parte del catastro. Lo pintó desde el corazón de la Y, jugándose el tipo entre taxis y autobuses, en el mismo punto donde convergen el tallo y las dos ramas. Ahora ahí hay un islote quitamiedos, aunque las autoridades no han dispuesto ningún paso cebra para llegar a él. Es, pues, un islote inalcanzable, como la isla donde vivía King Kong, pero en municipal. Y espeso.

Si arrancamos desde el tronco de la Y, lo primero que encontramos es la Casa de las Cariátides, hoy sede del Instituto Cervantes. Es obra de Antonio Palacios y Joaquín Otamendi. Se levantó en 1910 para dar cobijo al Banco Español del Río de la Plata. La plata la tenían en una caja fuerte de película: puerta redonda de un metro de grueso y un volante como picaporte. Hoy allí se guardan manuscritos, incunables, últimas voluntades y demás literatura áurea. El edificio impresiona, con sus columnas jónicas, sus vidrieras de lujo y las mencionadas cariátides, cuatro señoras rotundas vestidas con túnica Delphos.

Mato recompró el edificio por 104 millones y en solo cuatro años ahorró 27 millones de alquileres al Ayuntamiento

Siguiendo camino encontramos la sede de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, o sea, un nudo de intereses cruzados, anudados y enhebrados para entrar por el ojo de la aguja de conduce al cielo de los ricos. Como el nudo gordiano, pero hecho de pasta. El inmueble es de 1858, de Francisco Mendoza. Fue residencia del Marqués de Urquijo y luego banco del mismo. Clásico y correcto, pero no es nada del otro mundo. Mucho más interesante es el siguiente edificio, construido en 1931 sobre el solar del antiguo Teatro Apolo. Manuel Domínguez Zabala hizo una interpretación muy personal del decó con arcos de medio punto, pilastras gigantescas, paneles de bronce bajo las ventanas y mármol negro recibiendo en la entrada. Estaba destinado a ser la central del Banco de Vizcaya. Hoy es la sede del Área Económica, Hacienda y Participación Ciudadana del Ayuntamiento de Madrid. Pese a lo largo del nombre, no se aturullen: no es más que el sitio donde los acólitos del zangolotino consistorial se echan las cuentas del Gran Capitán.  

Por cierto, durante el mandato del faraón Gallardón, el Ayuntamiento vendió esta finca a SACYR por 99,8 millones de euros, e inmediatamente se la alquiló por 6,75 millones al año. O sea, que en 15 años SACYR se habría resarcido del desembolso y ya se llevaría crudo todo el alquiler. En 2016, el área económica del Ayuntamiento de la abuelita Carmena estaba regida por el lobo malo Sánchez Mato, que por más que se echaba las cuentas de los alquileres municipales, no le salían los números. Como tenía los dientes muy grandes y las garras muy largas, Mato recompró el edificio por 104 millones y en solo cuatro años ahorró 27 millones de alquileres al Ayuntamiento. Por cosas como esta, vinieron los cazadores y mataron al lobo rojo. Y de paso a la abuela, por chivata.

Un poco más arriba, nos encontramos con la iglesia “bolivariana” de San José (1730), obra de Pedro de Rivera, un discípulo de Churriguera. Colorada de ladrillo y engalanada de barroco exaltado. Lo de “bolivariana” viene porque dentro luce una generosa placa de mármol dando fe de que allí se casó Simón Bolívar con una madrileña en 1820. Como la placa data de 1980, cuando los petrodólares estaban en manos de gente de bien, se permitieron el lujo de halagar a Bolívar glosándolo como alguien “a quien el porvenir reservaba trascendentales destinos”. Me sorprendió no ver a nadie de Podemos rezando en la iglesia, la verdad. 

Sigamos adelante. Cruzando la calle del Marqués de Valdeiglesias, ya estamos en la Gran Vía. El primer edificio que encontramos a mano derecha –casi diría que a mano ultraderecha– es el número 2, sede de la Gran Peña, según rezan varias placas en el exterior y en el hall de entrada. Picado por la curiosidad, penetré en este santuario inaugurado por Alfonso XIII (quién si no) y pregunté a un cancerbero que, de entrada, me tiró un viaje enseñando los colmillos: 

–¿Dónde va, qué quiere?

–Pues quería preguntar por la Gran Peña...

–¡La Gran Peña no existe!

–Pero hombre, si lo pone ahí en unas placas...

–Hmmm... Verá, si usted sabe lo que es la Gran Peña, yo no necesito decírselo; y si no sabe lo que es, yo no puedo decírselo.

El portero se relamió de su propio ingenio y asomó una sonrisa entre su bien dotada dentadura. Pero yo insistí.

–Entonces es una asociación secreta.

–No, no, no es eso.

–¿Es pública, pues?

–¡A no, eso sí que no!

–Ya, entiendo. Es como un club privado a la inglesa, ¿no?

–Algo así. Y haga el favor de marcharse.

La Gran Peña es un club fundado a finales del XIX por una serie de militares inquietos por el destino de la patria

Me largué. Y escudriñé. El edificio es señorial, desde luego, obra de Eduardo Gambra y Antonio Zumáraga (1914). En cuanto estuvo terminado, la Gran Peña dejó los salones del Café Suizo para plantar allí su sede. Este club fue fundado a finales del XIX por una serie de militares inquietos por el destino de la patria. Miembros destacados fueron Primo de Rivera y un tal Franco Bahamonde. Allí hablaban tranquilamente de sus cosas, verso a verso y golpe a golpe. Es, por supuesto, un club exclusivamente masculino. Con el tiempo se han suavizado algo las formas. Ya no solo hay militares, sino que dan cabida a políticos, aristócratas, abogados... Las señoras esposas de los señoros miembros tienen acceso libre cuatro veces al año para sendas comilonas. O sea, que están totalmente al día, con sus mesas de billar, su barra de buenos licores, sus sillones capitoné y su biblioteca para dormir la siesta. Hoy preside la Gran Peña Antonio Gallego de Chaves y Escudero, marqués de Quintanar. Hace poco recibió la distinción de caballero honorífico de la Legión en un acto presidido por Margarita Robles. Por ahí van los tiros. De gracia.

Cruzando Gran Vía sin que te pillen, llegamos al edificio Grassy, el número uno de la calle en varios sentidos. Fue diseñado por Antonio Laredo en 1916 siguiendo los patrones de la moda dominante por entonces: estilo afrancesado cubierto de una salsa donde se mezcla desde el plateresco hasta el modernismo. Por si faltaran adornos, Laredo cogió la manga pastelera y repartió grupos escultóricos, templetes con columnas, torreones abigarrados, miradores de chantilly y paneles cerámicos de Daniel Zuloaga. Un jaleo. Allí se instaló en 1952 el relojero suizo Alejandro Grassy, con sus pelucos de alta orfebrería. Nadie sabe cómo, pero siempre ha conseguido permiso municipal para poner un luminoso que anuncie las marcas que marcan las horas. Antes fue Maurice Lacroix y hoy es Rolex. Hasta llegar al Trolex hay tiempo: el que marcan los relojes.

Si seguimos enfilando Gran Vía arriba encontramos todo tipo de maravillas: la trasera del Oratorio de Caballero de Gracia (de Juan de Villanueva), el lujo antiguo del escaparate de Loewe, el grupo de cariátides del edificio de Seguros La Estrella, la charlotada postmoderna en la que se ha convertido Chicote y muchas otras cosas de interés. Pero volvamos al meollo de la Y, al cruce entre las aspas. Allí reina majestuoso el edificio Metrópolis, cual quilla de un trasatlántico que separase las aguas de Alcalá y Gran Vía, hoy velado por revoque de fachada. Fue construido en 1907 bajo las indicaciones de los hermanos Jules y Raymond Févier. Huelga decir que es otro merengue afrancesado: neorrenacimiento, neobarroco, modernismo, todo junto y emperifollado de estucos blanco nata. Entre tanta pompa, se adivinan unas alegorías del comercio, la industria, la minería y la agricultura con la firma de Mariano Benlliure. Destaca la cúpula, estilo pompier, esto es, como el casco de un bombero. Pizarra negra con adornos de pan de oro de 24k. Poderío. Rematando, estaba el símbolo de los dueños de la finca, la compañía aseguradora la Unión y el Fénix: un tío brazo en alto cabalgando sobre un pajarraco enorme. Era obra del escultor René de Saint-Marceaux. Voló en 1979, cuando el edificio pasó a ser de la aseguradora Metrópolis. Ahora está posado en Castellana 33. En su lugar pusieron otra figura mitológica griega, Niké, la Victoria Alada: una señora en tetas y con alas a las espaldas. Hace poco protagonizó un cartel del Ayuntamiento, pero fue censurada con un velito que tapaba sus vergüenzas mientras dejaba explícitas las de sus censores.

Subiendo por Alcalá, acera de los impares, nos encontramos con la Sala Alcalá 31, antes Banco Mercantil e Industrial, y hoy sede de la Consejería de Cultura de la CAM, amén de sala de exposiciones. Es otro estupendo edificio de Antonio Palacios, con un arco del triunfo inserto en la fachada, como el del Palacio de la Prensa, pero con detalles de bronce y acero inoxidable. Dentro, una bóveda colosal recorre todo el edificio. Tiene estilo. Un poco más arriba, la Iglesia de las Calatravas, de aquella temible orden militar y religiosa, que no se sabe qué daba más miedo. Es del siglo XVII, arquitectura barroca, decoración neoplateresca y presencia escénica rimbombante, con esa fachada color carmesí y las cruces de Calatrava generosamente esgrafiadas. En el interior, un retablo de Churriguera lleno de ángeles volanderos, querubines y guirnaldas, todo en dorado estilo Donald Trump. Sintiéndolo mucho, una horterada. 

Cruzamos Alcalá por el paso cebra y vamos a por los pares. Lo primero, el Teatro Alcázar (1925), de Eduardo Sánchez Eznarriaga. Fue la segunda casa de las vedettes de la España rancia (aún más rancia, quiero decir): Celia Gámez, Lina Morgan, Esperanza Roy. En los sótanos estaba la discoteca Alcalá 20, que ardió en 1983. Era una ratonera sin medida de seguridad alguna. Murieron 81 personas. Estuve allí apenas una hora antes del incendio. A la mañana siguiente sonaban los teléfonos por todo Madrid: “¿Estás bien? ¿Estuviste ayer allí?”. Un horror. Hoy es la Sala Cocó. Para mí sigue siendo el Coco.

Cuesta abajo en la rodada cruzamos varios edificios oficiales: consejerías de la CAM, ministerios, Instituciones Penitenciarias. Nada interesante. De pronto, la belleza: el edificio del Círculo de Bellas Artes, otra joya de Antonio Palacios. De lo mejor de Madrid, sin adornos superfluos, limpio de líneas, audaz en su propuesta. Por dentro del Círculo todo es bonito: el bar, la escalera, las lámparas, los pasamanos, los salones. Da gusto estar allí. Daría más con menos turistas y menos snobs, pero no se puede pedir todo. La terraza de la azotea es de vértigo en sentido estético, y coronándola una monumental diosa Minerva, obra de Juan Luis Vassallo. 

Y para terminar, una broma de la historia: el edificio Zurich. Alcalá 44. No está nada mal. Es funcional, sin alharacas, pero tiene su porqué. Sin embargo, durante los años de la negrura alojó la Secretaría General del Movimiento, y bien que se notaba. La fachada estaba tachada por el símbolo de Falange, yugo y flechas agarrados al edificio cual inmensa garrapata roja que estuviera succionando la sangre de la finca. Una alegoría. La quitaron de allí en 1977, dos años después de la muerte del muerto. Cuando la desmontaron quedó en la fachada una llamativa sombra del gigantesco ácaro. Otra alegoría. Tardaron en revocar la fachada meses. Una agonía. Yo, de hecho, sigo viendo la sombra cuando paso por allí. Y ahora la broma. En los bajos del Zurich se ha instalado la librería Blanquerna, sede oficiosa del nacionalismo catalán. ¡Collons!

Es mi letra favorita, la vigesimosexta del alfabeto. Me gusta su forma, un diseño eternamente moderno y estilizado. Me fascina que sea consonante o vocal según le interese a la frase. Es, además, una conjunción copulativa, lo que directamente me pone. Y, por si fuera poco, es la única letra con denominación de...

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Autor >

Ricardo Aguilera

Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.

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