ideales
El semillero y el búnker
Las islas imaginarias del segregacionismo ilustrado: ensayo sobre la educación
Xandru Fernández 17/09/2023
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El nivel educativo es cada vez más bajo. Antes, las universidades acogían a alumnos con vocación. O, al menos, con interés y expectativas. Comprendían que el saber exige un esfuerzo individual. Muchos, naturalmente, no estaban dispuestos a esforzarse. Otros ni siquiera lo necesitaban: partían de una situación social y económica ventajosa y eso les allanaba la mayoría de los obstáculos. Pero, en su conjunto, la sociedad se mostraba predispuesta a premiar a quienes desearan con todas sus fuerzas adquirir un saber especializado. Con la mejor de las intenciones, se ha pretendido en las últimas tres décadas disminuir las diferencias entre ricos y pobres en el acceso a la educación y en el disfrute del conocimiento. El resultado, sin embargo, ha sido catastrófico: miles de adolescentes obligados a permanecer ociosos en las aulas de secundaria, sin ningún interés en aprender, simplemente esperando para apearse del sistema y, mientras tanto, estorbando, frenando las legítimas ansias de aprovechar el tiempo de los demás estudiantes. Los niveles de exigencia han ido paulatinamente disminuyendo sin lograr a cambio un mayor éxito educativo, al revés, obteniendo un rendimiento cada vez más bajo, empujando al conjunto del país por la pendiente de la mediocridad. Además, la burocratización de las tareas educativas, la intromisión de los pedagogos en las metodologías de la enseñanza y la presión de las familias, empeñadas en que aprobar es un derecho y no un reconocimiento, han ido mermando las fuerzas del profesorado, convirtiendo a los buenos docentes en antiguallas ridículas y fomentando moderneces inútiles que solo buscan motivar y entretener a un alumnado que, con todo, sigue empeñado en aburrirse. La excelencia educativa es, ciertamente, una rareza, pero esa rareza surge de la feliz coincidencia entre la competencia y la vocación del profesorado y el esfuerzo y la dedicación del alumnado. Todo lo que no sea eso es perder el tiempo y profundizar en la decadencia de nuestro sistema de valores. Además, y por si fuera poco, los chiquillos ya no leen.
Todos los que de una manera u otra nos dedicamos a la educación hemos oído esos argumentos u otros similares. Ni uno solo de ellos cuenta con apoyo empírico, pero eso no es óbice para que en los centros educativos, y muy especialmente en los de secundaria, un alto porcentaje del profesorado opine de esa manera y se esmere en defender esa opinión con contundencia y hasta con agresividad. Viene siendo así, por lo menos, desde que en 1990 se aprobó la LOGSE y se elevó la edad de escolarización obligatoria hasta los dieciséis años. En los primeros años de andadura de esa primera reforma posfranquista, era frecuente que los que así pensaban pertenecieran al sector más conservador del profesorado. Pero ya hace tiempo que eso ha cambiado, y no es infrecuente que muchos de los que entonan esa melodía se consideren personas progresistas, solidarias y militantes de la causa de la fraternidad.
Muchos son escépticos con respecto a las capacidades de la escuela para modificar las injusticias sociales
Muchos son escépticos con respecto a las capacidades de la escuela para modificar siquiera superficialmente las injusticias sociales y aceptan con resignación la tarea de sembrar una semilla que solo esporádicamente y casi de milagro dará algún fruto (luego hablaremos de semillas). Otros creen que la escuela es el búnker desde el que se combate la barbarie circundante y que cualquier rebaja en los niveles de exigencia es una concesión a la estupidez generalizada de los teléfonos móviles y los programas del corazón (también hablaremos de búnkeres). Es esa combinación de aspiraciones igualitarias, de raíz ilustrada, con veleidades nostálgicas de un sistema educativo elitista y segregador lo que justifica que se les haya adjudicado la etiqueta de “rojipardos”. Yo diría, incluso, que el rojipardismo educativo es propiamente el único que merece ese nombre, ya que la rojez de los rojipardos a secas acostumbra a irse con el primer lavado. Pero el término se presta a mordacidades estériles y se ha ido desgastando con mucha rapidez. Propongo, pues, sustituirlo por una etiqueta menos ofensiva y más sintética: segregacionismo ilustrado.
Segregacionismo en cuanto considera la escuela un entorno necesariamente desigual, del que el alumnado debe ser expulsado en la medida en que no satisfaga las exigencias del sistema
Segregacionismo en cuanto considera la escuela un entorno necesariamente desigual, del que el alumnado debe ser expulsado en la medida en que no satisfaga las exigencias del sistema. Ilustrado puesto que el sistema se autolegitima sobre una concepción ilustrada de la ciencia y el conocimiento y reparte las desigualdades de partida y de llegada (dentro/fuera, arriba/abajo) en función de la posesión del saber, sea lo que sea esto.
La utopía del segregacionismo ilustrado alcanzó su expresión literaria mucho antes de empezar a articularse programáticamente. Se revela con toda su crudeza e ingenuidad en una novela muy popular en su día y que a mí, cuando era un crío, me fascinaba: Los robinsones suizos. Su autor fue el pastor suizo Johann David Wyss y se publicó en 1812. Cuenta la historia de una familia suiza que naufraga en su travesía a Australia y va a parar a una isla desierta donde se las ingenia para salir adelante y construir un hogar limpio y confortable. El cabeza de familia viene con una memoria lectora muy bien surtida y le resulta sencillísimo capturar iguanas, hacer manteca, desollar serpientes, practicar injertos y fabricar hidromiel. Sabe hacer todo eso porque lo ha leído. También es capaz de aprovechar sus notables conocimientos de matemáticas e ingeniería para colonizar la isla. No hay por supuesto la menor discordia entre el pater familia y su sumisa esposa, y tampoco ningún amago de rebeldía juvenil entre sus insoportables hijos. Al cabo de diez años de aventuras, se constata que la vida de la familia en la isla ha sido sin duda más próspera que la que habría tenido si hubiese arribado a su destino inicial. Cree uno reconocer en esa conclusión el influjo de Rousseau. Por supuesto, el pecio del barco aprovisiona a los náufragos de enseres, libros y herramientas, pero todo lo que construyen sobre esos generosos fundamentos es obra enteramente suya y de la providencia divina.
El segregacionista ilustrado siempre se lamenta de lo poco abastecido que está su barco. Para empezar a enseñar, necesita muy pocas cosas (eso dice) pero las necesita sin demora. El género de esas necesidades va cambiando con el tiempo, adaptándose al desarrollo tecnológico de la sociedad. Lo cual es ciertamente sorprendente, pues es común que el segregacionista ilustrado desprecie esos avances como distracciones e incitaciones a la holgazanería, suele ser enemigo declarado de las pantallas, de los dispositivos digitales en el aula, pero ¡ay si el aula no dispone de proyector y ordenador con conexión a internet! ¡Qué catástrofe si se funde la bombilla del proyector o se desconecta un cable del ordenador! Es curioso que el presunto saber universal que justifica su posición de poder no incluya ninguna habilidad de las que podrían sacarle del atolladero: todo lo que implique usar un destornillador o al menos dos dedos de la mano al mismo tiempo escapa a su control. Pero es que él, como docente, “no está para eso”. Veremos que es larga la lista de tareas para las que no está, pero de momento contentémonos con constatar que, por lo menos, los robinsones suizos sabían reparar las herramientas y los enseres que había en el barco.
El segregacionismo ilustrado comparte con Los robinsones suizos (la novela) el supuesto de que una enseñanza exigente y bien aprovechada suministra a cada individuo los conocimientos imprescindibles para reconstruir la civilización a partir de cero (o a partir del pecio de un barco naufragado). Concibe la educación como una preparación para la catástrofe civilizatoria. Anticipación del apocalipsis. Puesto que se trata de empezar de cero, la clave está siempre en identificar lo que es fundamental: el latín y el griego proporcionan los fundamentos de la civilización europea, las matemáticas constituyen los fundamentos de cualquier otra ciencia, la física y la química comprimen los fundamentos teóricos de las tecnologías, y la filosofía, en fin, fundamenta los fundamentos más fundamentales. En caso de que la civilización se detuviera, para volver a arrancarla serían necesarios todos esos fundamentos. Sin ellos, no se puede. Son las semillas de las que brota la civilización y hay que plantarlas en terreno fértil y abonado. El profesor es un sembrador y la escuela, un semillero.
Esa obsesión por lo fundamental se revela en el lenguaje coloquial de todos esos profesores que consideran inadmisible que el alumnado obtenga el título de graduado en ESO sin saber algo esencial. ¡Titular sin saberse el número de Avogadro! ¡La civilización no arranca sin el número de Avogadro! Por cierto, permítanme un inciso importante: de tanto insistir en que la civilización arranque, se ha perdido de vista lo que hace que no se detenga, a saber, la innovación, la investigación y la creación, y es por eso que ha llegado a parecernos natural que tantos profesores dominen los fundamentos de sus disciplinas sin profundizar en ellas ni estar al tanto de sus avances: el segregacionista ilustrado de sesenta años y el de veinticinco hablan un mismo dialecto, se comunican en el lenguaje de los fundamentos, que siguen siendo los mismos desde hace doscientos años. Sí, habéis secuenciado el genoma, pero... ¡ah, las leyes de Mendel! ¡Son el punto de partida! ¡Todos a colorear guisantes!
De tanto insistir en que la civilización arranque, se ha perdido de vista lo que hace que no se detenga, a saber, la innovación, la investigación y la creación
Igual que Los robinsones suizos es una obra de ficción, en el sentido más básico y literal del término, lo es también la utopía emancipatoria del segregacionismo ilustrado. Sus ambiciones jamás se verán satisfechas. Porque una de las características de Los robinsones suizos que más llaman la atención del lector verdaderamente instruido (ese que aprovechó todas esas clases repletas de fundamentos) es que la isla en la que caen los náufragos es un disparate ecológico: especies animales y vegetales que nunca pueden darse a la vez conviven en un ecosistema imaginario, y no hay rastro de microorganismos, o eso parece, puesto que no hay infecciones. La enfermedad es la gran ausente en esa novela, lo cual es coherente con su candidez roussoniana, con la idea de que es el hacinamiento humano en ciudades insalubres lo que provoca la enfermedad y la muerte prematura. Todos los conocimientos de los que hace gala el protagonista de la novela le son útiles por la única razón de que el autor ha diseñado un entorno natural a la medida de sus lecturas, y no a la inversa.
Al segregacionista ilustrado le ocurre lo mismo: su ideal educativo funcionaría en una sociedad sin infelicidades, donde todas las familias fueran iguales porque todas, en efecto, fueran felices. Pero, como saben incluso los que no han abierto Ana Karenina, la infelicidad se sirve de manera desigual, no hay dos familias ni dos individuos que tengan la misma experiencia de la infelicidad. Eso nos obliga a prescindir del marco cartesiano (y platónico) según el cual la mente humana puede aislarse de los embates del cuerpo (y de las circunstancias socioeconómicas de este) para dedicarse a pensar con método y rigor; nos obliga a desechar esa concepción dualista de la mente y el conocimiento en la que Bruno Latour veía, y con razón, una expresión del miedo al imperio de las masas. Nos conmina a acoger en el seno de la escuela a toda la variedad de situaciones y posibilidades que el segregacionista ilustrado no contempla (él, o ella, no está para eso).
Su ideal educativo funcionaría en una sociedad sin infelicidades, donde todas las familias fueran iguales porque todas, en efecto, fueran felices
La mente humana no es un programa informático. No hay sujeto cognoscente emitiendo sabiduría desde una Fortaleza de la Soledad en el Ártico de la trascendencia. El segregacionista ilustrado, en cambio, tiene que suponer que sí lo hay; de lo contrario, toda esa miseria corporal, humana, multiforme, hará trizas su modelo de enseñanza. Hacer sitio en las aulas para toda esa diversidad nos obliga a tratar de comprenderla. Y a darle voz: no hay quien haga callar a veinticinco adolescentes salvo que estos ya vengan con la instrucción aprendida de que el profesor manda y ellos obedecen; salvo que vengan “educados de casa” (el segregacionista ilustrado enseña, no educa, no está para eso). A partir de ahora, el profesor no manda. Lo cual no debería ser ninguna tragedia, salvo que pretendamos que la razón de ser del sistema educativo consiste en jerarquizar a los individuos en función de su mayor o menor posesión de un saber concebido sobre el molde platónico-cartesiano: el alma más noble, la mente más pura, el que es lo menos cuerpo posible, es el que manda.
¡Pero no se trata de mandar y obedecer!, se rebela el segregacionista ilustrado; ¡se trata de liberar! Bueno, es difícil sentir la necesidad de liberarse si no se siente la opresión, pero digamos que nuestro alumnado, o buena parte de él, sí se siente oprimido y desea liberarse. Ahora bien, de quien desea liberarse es fundamentalmente de la escuela y de sus profesores. No te están pidiendo que les liberes del capitalismo ni del Estado policial. O sí, en la medida en que su experiencia del capitalismo y del Estado policial es justamente la opresión escolar: un mundo donde el precio de la educación lo establecen las empresas editoras de los libros de texto (con el inestimable apoyo del profesorado que obliga a las familias a comprarlos porque en ellos está lo fundamental), donde te premian por delatar y por copiar (naturalmente, en los exámenes del profesor modélicamente segregacionista no copia nadie, que ya diseña él unas trampas dignas de Indiana Jones: no le priven de esa ilusión), donde el orgullo se castiga con la humillación pública y la protesta con la expulsión. Contrariamente a lo que cree el segregacionista ilustrado más militante de la causa anticapitalista, su semilla difícilmente prenderá en ese alumnado pelota que le ríe las gracias a cambio de sus dieces. Prenderá mejor, aparentemente, en ese otro alumnado respondón y abstencionista del bolígrafo al que apenas presta atención como no sea para amonestarle. Pero mi apuesta es que no prenderá fácilmente en ninguno, porque aquí no hay ninguna semilla que sembrar.
Contrariamente a lo que cree el segregacionista ilustrado más militante de la causa anticapitalista, su semilla difícilmente prenderá en ese alumnado
Hay otra isla, muy lejos en el espacio de la de los robinsones suizos, pero no en el tiempo ni en las coordenadas de lo imaginario, donde otro personaje de novela construyó su particular versión de la misma utopía educativa. En la isla de If, Edmond Dantès, prisionero injustamente condenado a reclusión perpetua, prepara su evasión y su venganza ayudado por las lecciones magistrales del abate Faria, una enciclopedia andante (o reptante). El conde de Montecristo, publicada en 1844, es sin duda una de esas novelas donde nada sería igual sin el empeño del protagonista en aprender e ilustrarse. Solo que aquí las enseñanzas del abate no conducen a la maestría técnica ni al dominio de un ecosistema inexistente, como en el caso de los robinsones suizos, sino a la destreza militar y estratégica, además de a la revelación de las intrigas humanas, demasiado humanas, que llevaron a Dantès a prisión. Este despertar de la conciencia y el consiguiente aprendizaje para la emancipación y la reparación de la injusticia coincide con la idea de educación que endulza los sueños de muchos profesores de secundaria, convencidos de que lograrán abrir los ojos de algunos de sus alumnos y hacer que cobren conciencia de las iniquidades sociales y del modo de acabar con ellas. Esta modalidad blanquista-leninista del segregacionismo ilustrado no está tan extendida, pero está siempre presente. Aquí la escuela no es un semillero: es un búnker en el que se entrenan las mentes más selectas con la finalidad de combatir la injusticia social. Pero adolece de los mismos errores que la escuela-semillero: una concepción de la educación como trasvase mente a mente de contenidos ideales, los dichosos fundamentos, imprescindibles para que la futura vanguardia de la revolución no meta mucho la pata.
Por lo demás, cualquiera que haya leído El conde de Montecristo convendrá conmigo en que lo único que Dantès aprovecha del abate Faria es la posibilidad de intercambiarse con el cadáver de este para escapar de If. Todo lo demás, incluida su fastuosa venganza, lo habría obtenido igual sin necesidad de tantas lecciones. Sospecho que las lecciones las incluyó Dumas para poder prolongar la duración de la novela por entregas, pero en todo caso no desentonan con el Volksgeist de su tiempo, con las aspiraciones de una sociedad que empezaba a percibir como un problema la ignorancia cerval de sus clases medias. Algunos años más tarde, Flaubert narrará el ocaso de esas aspiraciones en Bouvard y Pécuchet, cuyos protagonistas fracasan una y otra vez en sus tentativas de obtener algún provecho de esa educación libresca, concebida sobre ese modelo de la comunicación mente a mente que el segregacionista ilustrado añora como si alguna vez le hubiera sido útil para otra cosa que para apuntalar su prestigio personal y profesional.
La sola idea de que de ella puedan salir individuos concienciados, formados y aptos para liderar una revolución social es, como poco, un chiste
La escuela-búnker, ciertamente, es un refugio. La sola idea de que de ella puedan salir individuos concienciados, formados y aptos para liderar una revolución social es, como poco, un chiste, y en el peor de los casos una temeridad: la única manera de formar ciudadanos comprometidos con el progreso constante del género humano hacia mejor (como tan bellamente sintetizó Kant los ideales de la Ilustración) es a través del conflicto y la experiencia de la diversidad, no rellenándolos de información como si fueran botellas, ni siquiera para fabricar cócteles Molotov. Detrás de la loable intención de preservar lo mejor del desarrollo intelectual de la humanidad y legarlo a las jóvenes generaciones para que con ello construyan una sociedad mejor, lo que encontramos es el mismo modelo idealista del conocimiento que tan útil les ha sido a los imperios coloniales y a sus discursos legitimadores.
Por el contrario, lo que el segregacionismo ilustrado percibe a la vez como una amenaza y una frivolidad es justamente lo que la filosofía lleva haciendo en el plano teórico desde los tiempos de Flaubert: desmantelar el marco conceptual del sujeto soberano y sus pueriles isomorfismos con la realidad. En palabras de Deleuze, invertir el platonismo. Por eso no deja de sorprenderme (lleva años sorprendiéndome) la insistencia de tantos profesores de filosofía en denunciar que esta disciplina está cada vez más ausente en la educación secundaria. Puede que haya menos horas de docencia destinadas a emitir lecciones magistrales sobre la historia de la filosofía, pero yo sacrificaría todas esas horas lectivas a cambio de la posibilidad de aprender a construir verdades científicas y filosóficas tomando como modelo lo que los científicos y los filósofos hacen en el mundo real, y no en ese ecosistema ficticio del sujeto reflexivo que reproduce en su intimidad el desarrollo de la civilización como si fuera una especie de videojuego fenomenológico que jamás ha existido salvo en el imaginario de los imperios coloniales.
Si les parece que esta última frase me ha quedado demasiado larga, imaginen lo que deben de sentir nuestros alumnos en la mayoría de nuestras clases. Sería un buen punto de partida.
El nivel educativo es cada vez más bajo. Antes, las universidades acogían a alumnos con vocación. O, al menos, con interés y expectativas. Comprendían que el saber exige un esfuerzo individual. Muchos, naturalmente, no estaban dispuestos a esforzarse. Otros ni siquiera lo necesitaban: partían de una situación...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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