Plurinacionalidad
La oportunidad de Urkullu
A lo largo de muchas décadas, los perfiles del conflicto interno en España han ido cambiando, pero las líneas del frente apenas se han modificado
Jacint Jordana 2/09/2023
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En España, desde hace casi dos siglos, cada cincuenta años ha surgido una oportunidad para encauzar políticamente la pluralidad nacional y la diversidad de sus territorios. El proyecto homogeneizador de la monarquía borbónica, impulsado con energía en el siglo XVIII, conformó la base unitaria del Estado liberal construido a lo largo del siglo XIX, cuyos ejes conceptuales han persistido, en cierto modo, hasta nuestros días. Se han lanzado innumerables propuestas a lo largo de los años para transformar este modelo centralista, pero el Estado administrativo hispano, con su genética unitaria, ha proseguido su consolidación y su expansión más allá de los obstáculos y dificultades que ha ido encontrando. Sin duda hubo coyunturas críticas donde se pusieron en cuestión los fundamentos del modelo centralista, con el propósito de acomodar las instituciones políticas a una realidad territorial mucho más compleja y variada: la Primera República y sus propuestas federales, los estatutos de autonomía impulsados durante la Segunda República, o la construcción del Estado de las Autonomías con la constitución de 1978. No hace falta añadir que cada una de ellas fracasó, a su manera, aunque algunas menos que otras.
La propuesta del lehendakari Urkullu parece sugerir la necesidad de impulsar a fondo un nuevo intento de reorganización territorial en España, y afrontar de una vez por todas problemas seculares de la construcción del Estado y la nación. Ya sería el momento, sin duda. Pasados casi cincuenta años de la Constitución de 1978, y con todo lo sucedido en la última década, es evidente que el marco constitucional no ha conseguido, a pesar de sus buenos propósitos, encauzar la plurinacionalidad de la sociedad española. Al contrario, se ha ido configurando un modelo de Estado unitario y jerarquizado, con autonomías altamente institucionalizadas y fórmulas de descentralización territorial sin mucho margen de decisión política, como señala el mismo Urkullu. La incapacidad o imposibilidad de reformar la Constitución de 1978 a lo largo de tantas décadas, lo que hubiera permitido introducir mecanismos de carácter federal que quedaron en el aire durante la Transición, dejó en manos del Tribunal Constitucional su concreción, pero este se convirtió en un adalid del Estado unitario en España, prendiendo la mecha de los conflictos territoriales de los últimos años, en particular en Catalunya.
El Tribunal Constitucional se convirtió en un adalid del Estado unitario, prendiendo la mecha de conflictos territoriales
A lo largo de muchas décadas, los perfiles del conflicto interno en España han ido cambiando, pero las líneas del frente apenas se han modificado. La existencia de una sociedad plurinacional y múltiple encajada en un Estado unitario, con un perfil nacional único, constituye una realidad persistente: la nación española nunca se ha completado, ni las naciones de España han podido prosperar. Las identidades nacionales siguen vivas en los distintos territorios, y las expectativas sobre su desaparición, con persistencia de siglos, también siguen activas. Nunca se alcanza el ideal. En este sentido, no deja de ser algo paradójica la posición centralista de la derecha española, por no hablar del extremo centralismo de la extrema derecha. Su concepción de la igualdad entre los españoles justifica su defensa del Estado unitario, argumentando que el Estado debe tratar a todo el mundo por igual, ya que son hijos de una misma nación, y por lo tanto iguales, fraternos, culturalmente similares. El argumento es simple y contundente, aparentemente. De ello deducen que un Estado compuesto, un modelo federal o cuasi-federal, asimétrico o no, tratará de forma distinta a sus ciudadanos, y esto contradice su visión de nación igualitaria. No obstante, si algún día aceptan la existencia de otras identidades nacionales, tal vez entiendan que no todo tiene que ser igual, y que un modelo más complejo de Estado puede ser una respuesta para afrontar las diferencias nacionales. Un segundo problema es que si para tratar a todo el mundo igual es necesario el Estado unitario, en la práctica el modelo en sí mismo constituye un enorme generador de desigualdades territoriales, especialmente a medida que el tamaño de un Estado aumenta, dado que este tiende a concentrar recursos y oportunidades en el centro. La derecha en España ignora el primer problema y esquiva el segundo, para evitar un conflicto de intereses interno. Todo ello es sorprendente, ya que, además, el centralismo no suele ser una característica distintiva de las derechas en otras partes del mundo.
En la práctica, el modelo unitario es un enorme generador de desigualdades, dado que tiende a concentrar recursos en el centro
Una convención constitucional debería reflexionar sobre cómo impulsar dos principios básicos: garantizar la diversidad de identidades, incluyendo sus expresiones nacionales y lingüísticas, y estimular la igualdad en términos de necesidades y oportunidades para todos los ciudadanos. La propuesta de Urkullu es certera en cuanto a la importancia de discutir y establecer nuevos principios en la ordenación territorial del Estado, antes de entrar en los detalles de un articulado legal o una reforma constitucional. Es necesario lograr un nuevo consenso territorial, más avanzado y plural que el alcanzado durante la Transición, que incorpore las experiencias de las últimas décadas y afronte los fracasos que se han producido. Su idea del doble pacto, operativo en dos tiempos distintos, el momento actual y el futuro próximo, puede ser efectiva en la medida que se asegure la consistencia y la continuidad entre ambos tiempos. Si un pacto para la investidura puede incluir un compromiso de acción inmediata para activar otro modelo territorial, también puede recoger una propuesta de convención constitucional, con los procedimientos necesarios para que se consolide finalmente este otro modelo en un futuro cercano.
Asimismo, uno puede preguntarse sobre la credibilidad del pacto, una vez conseguida la investidura. Urkullu no dice apenas nada al respecto, pero ello sin duda es una pieza clave para la arquitectura política que propone. Hacer promesas y seguir igual, con pequeños retoques, seguramente sería el escenario esperado por los desconfiados y los que conocen la historia del país. Por ello, ¿cómo puede ser creíble la promesa de un cambio profundo, que instaure otros principios de acción, más sensatos e inclusivos? No existe una receta mágica, y la escasa confianza existente no lo pone fácil, pero sí hay fórmulas de compromiso que pueden ayudar. En este sentido, podría ser útil introducir escenarios alternativos que se activen en caso de no avanzar en la convención constitucional, como el establecimiento de unas relaciones más bilaterales en los territorios que muestran unas preferencias estables y ampliamente mayoritarias en este sentido.
La tribuna de Urkullu es muy prudente en el alcance territorial de su propuesta. Por supuesto, se centra en el caso de Euskadi, pero no se limita a este ámbito, ni tampoco incluye solamente a Navarra. Su propuesta, inusual por su procedencia, conlleva una visión de conjunto, una propuesta de reforma territorial para toda España. Propone aprovechar algunos hilos inexplorados de la propia Constitución del 1978, sin descartar una reforma constitucional como resultado de la convención. Se limita sólo a mencionar que podría llegar a incluir a las comunidades históricas, aunque mantiene una cierta ambigüedad al respecto. Sin duda este es un tema sensible, ya que poco se ha explorado la opción de una federación asimétrica, entre Catalunya, Euskadi (y en su caso, otros territorios que optaran por esta opción), y una España descentralizada, con distintos mecanismos de representación política en cada caso. Si el modelo federal no despierta interés, y buena parte de los territorios se sienten ya satisfechos con la situación actual y su identidad nacional única, ¿por qué modificar su estatus? Por el contrario, si otros territorios no se encuentran satisfechos porque tienen identidades nacionales múltiples, u otras características, ¿por qué deben ser igualados? ¿Cuál sería el problema para encontrar otra forma de encaje, que no afecte al principio de igualdad entre ciudadanos, sino que lo refuerce?
Las probabilidades de que se concrete esta oportunidad son muy escasas, hay que reconocerlo. Sin embargo, reformas como las propuestas representan una fórmula para la transformación política en España, especialmente en el plano territorial, que plantean una ruptura frontal con la senda institucional de las últimas décadas, enfrentándose a los mecanismos de estabilización que se han generado a su alrededor. No es nada fácil que esto ocurra. La coyuntura actual es muy delicada e inestable, y sus beneficios apenas son visibles para buena parte de la población, que debería aceptar el fin de su visión idealizada sobre la relación entre nación, Estado y territorio en España, para entrar en un mundo dominado por identidades múltiples y pluralidad de fórmulas institucionales. No obstante, la capacidad de la sociedad española para absorber y asimilar nuevas ideas y principios, si son razonables, no es nada despreciable.
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Jacint Jordana es profesor de Ciencia Política en la Universidad Pompeu Fabra.
En España, desde hace casi dos siglos, cada cincuenta años ha surgido una oportunidad para encauzar políticamente la pluralidad nacional y la diversidad de sus territorios. El proyecto homogeneizador de la monarquía borbónica, impulsado con energía en el siglo XVIII, conformó la base unitaria del Estado liberal...
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