CONTRA EL NEOLIBERALISMO
Fortalecer redes comunitarias para transitar la crisis ecosocial
El consumo masivo de tranquilizantes y antidepresivos, la soledad no deseada y los suicidios son algunos de los síntomas que urgen a construir tejidos sociales sólidos para superar esta era turbulenta
Nuria del Viso 28/09/2023
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La crisis ecosocial en marcha, asociada al modo de vida de nuestras sociedades, está transformando nuestra existencia tal y como la conocemos. Si no se adoptan ya las medidas necesarias, los impactos se multiplicarán en las próximas décadas, afectando de múltiples formas a nuestras sociedades y al mundo natural. Ya hemos traspasado casi todos los límites seguros del ecosistema terrestre, como recientemente avisaba un informe internacional. Pero los impactos van aún más allá: el tejido social se encuentra bajo fuertes presiones y ya presenta algunas rasgaduras que afectan tanto a los sujetos como al propio cuerpo social. El Informe Ecosocial sobre Calidad de Vida en España que acaba de presentar la fundación FUHEM recoge en su última parte un buen número de datos a este respecto. Después de analizar el modo de vida en España –los principales vectores del sistema de producción-consumo, alimentación, movilidad y vivienda/ciudad– y las tendencias en marcha más destacadas –pobreza, precariedad y desigualdades, desequilibrio territorial e insostenibilidad–, el informe entra a desgranar cómo afecta a la salud y la autonomía de las personas el modo de vida dominante y las tendencias que marca.
En este ejercicio, el informe constata que la “sociedad del rendimiento” y de la eficacia está provocando cansancio y distintos malestares sociales. No sorprende, pues, que el consumo de tranquilizantes y antidepresivos se haya disparado en España en las últimas dos décadas, situando a nuestro país entre los de mayor consumo de estos medicamentos.
Desde principios de este siglo, se está reduciendo el tiempo dedicado a la vida social, a las asociaciones y al voluntariado
En paralelo al despliegue de un modo de vida insostenible para el mundo natural, se viene registrando desde los años setenta del siglo XX la acelerada disolución de los vínculos sociales y el aumento inequívoco del malestar que se expresa de distintas formas. En un contexto de aceleración, donde todo es efímero y provisional, las relaciones se vuelven volátiles, líquidas, en términos de Bauman. Solo en la bolera, el libro de Robert Putnam (Galaxia Gutenberg, 2002), capta a la perfección el colapso del tejido comunitario y asociativo en EEUU en el último cuarto del siglo XX. En España se viene registrando una tendencia similar. Las Encuestas de Empleo del Tiempo muestran que, desde principios de este siglo, se está reduciendo el tiempo dedicado a la vida social, a las asociaciones y al voluntariado. La pandemia, con el aumento de la digitalización, no ha ayudado en este sentido, aunque también se vivió una explosión de solidaridad. Y en este contexto llegaron las redes sociales, que han multiplicado las tendencias de fragmentación en marcha.
La soledad no deseada, principalmente entre jóvenes y personas mayores, alcanza niveles de epidemia. Una soledad que fragiliza la salud y merma la esperanza de vida, como explora Noreena Hertz en su libro El siglo de la soledad (Paidós, 2021). Además, la soledad puede tener un nexo con el estrés, otra de las grandes lacras sociales de nuestro tiempo. Estos malestares sociales se expresan también en forma de suicidios, que en España alcanzan la cifra de once personas diariamente, como recoge el citado informe.
En el plano simbólico, este escenario tiene como telón de fondo el fortalecimiento de la idea de la individualidad sobre la que se asientan nuestros imaginarios, y que permea todos los ámbitos. Siguiendo a Almudena Hernando, más que una idea, se trata de una fantasía. La autora de La fantasía de la individualidad explica de dónde surgió este relato:
“[…] A medida que fue incrementándose el control tecnológico –proceso indisociable de la multiplicación de funciones y la especialización del trabajo–, se fue negando la necesidad [de vínculos con los demás miembros del grupo], hasta que en el siglo XVII se identificó el concepto de persona con el de individuo. En este siglo, una mayoría de hombres del grupo social comenzaron a percibirse a sí mismos como instancias concebibles de forma aislada y separada del grupo al que pertenecían, porque ya no consideraban que la clave de su fuerza y de su seguridad residiera en su pertenencia al grupo, sino en su particular capacidad de razonar (cogito ergo sum). Pero esto, sencillamente, es una fantasía” (Traficantes de Sueños, 2018, pp. 44-45).
La ideología neoliberal ha llegado incluso a negar la existencia de la sociedad
Esta fantasía, sin embargo, ha llegado a imponerse como sentido común de nuestro tiempo, y la ideología neoliberal la ha profundizado, promoviendo una sociedad de individuos atomizados, en competencia y separados del mundo natural. La ideología neoliberal ha llegado incluso a negar la existencia de la sociedad, como hizo Margaret Thatcher durante los años ochenta.
Actualmente, el valor social dominante es el éxito en términos materiales. Esto se conjuga con el discurso de la meritocracia que reza que si te esfuerzas vas a triunfar, sin contar también que hay muchos sesgos en el sistema para reproducir la clase social en la que una ha nacido. Además, esto ocurre en un contexto de fuertes valores consumistas, del “usar y tirar”, que convive con una creciente precariedad laboral, lo que genera graves desajustes, mucha frustración y malestar.
Se podría decir que todo el modo de vida –movilidad basada en el vehículo privado, modelo de ciudad donde desaparecen los lugares de encuentro e incluso el modelo alimentario, de ascenso del fast food y de comer solo– conspira para favorecer el aislamiento y erosionar los vínculos sociales.
Estas dinámicas van en dirección opuesta a lo que es preciso frente a los impactos de la gran crisis ecosocial que ya tenemos delante. Porque si siempre ha sido necesario fortalecer lazos sociales, ahora lo es aún en mayor medida tejer redes y fortalecer los vínculos con otros y otras: los retos que plantea la crisis ecosocial son de tal magnitud que el ser humano, individualmente, poco puede hacer. Pero, además, las comunidades sociales cohesionadas han probado contribuir mejor al bienestar humano. ¿Por qué?
En primer lugar, la principal clave de nuestro éxito evolutivo como especie se basó en el cerebro social, la cooperación del grupo –más grande que en otros primates, de unos 150 sujetos– y los vínculos sociales. Las conductas recíprocas, cooperativas y altruistas están en el origen mismo de nuestra especie.
En segundo lugar, las comunidades cohesionadas eran la norma en la era preindustrial, y persisten en aquellos espacios donde otros modelos de producción conviven junto al capitalismo, por ejemplo, entre los pueblos originarios, afrodescendientes y comunidades campesinas de América Latina. Sus miembros no pueden pensarse como sujetos aislados y sólo se conciben en relación con los demás. Así, hablan del “inter-ser”, de “nosotredad”, del “soy porque somos”. La visión del Sumak Kawsay o Suma Qamaña de los pueblos andinos encaja en esta idea. El antropólogo Arturo Escobar lo define como ontologías relacionales o como lógicas de lo comunal. Pero incluso en las sociedades industriales y posindustriales actuales hay muchísimos ejemplos de grupos autoorganizados basados en el principio de lo común que muestran las fortalezas de las comunidades cohesionadas. Durante la pandemia afloraron numerosas iniciativas barriales de solidaridad y ayuda mutua, y están surgiendo distintos ejemplos de redes de autoprotección frente al cambio climático, como ‘Barrios por el clima’ en Córdoba.
En tercer lugar, numerosos estudios muestran que las comunidades con un tejido social saludable tienen más posibilidades de subsistir y recuperarse en caso de turbulencias –y estamos entrando en una era turbulenta–. Estos estudios ponen de manifiesto que la fortaleza de las redes vecinales y su cohesión son dos rasgos que determinan la sostenibilidad social comunitaria. Las redes que funcionan en tiempos de normalidad pueden actuar en tiempos de crisis, contribuyendo al bienestar y la capacidad colectiva para afrontar los desastres y ayudar a la adaptación.
Las comunidades con un tejido social saludable tienen más posibilidades de subsistir y recuperarse en caso de turbulencias
Además, se ha identificado que ciertos comportamientos que podríamos denominar procomunidad –compartir información fiable, métodos de resolución de conflictos, ayuda mutua y sistemas de alerta temprana a través de lazos vecinales–, ayudan a los colectivos a reponerse tras los eventos extremos. Igualmente, los enfoques participativos donde las personas se sienten implicadas y con cierto margen de acción facilitan respuestas creativas para hacer frente a situaciones difíciles.
Aunque no se trata de idealizar la comunidad y lo común, ni de que sustituya al Estado, resultan muy inspiradores los casos que recoge Rebecca Solnit en su libro Un paraíso en el infierno (Capitán Swing, 2020) sobre desastres ocurridos a lo largo del siglo XX, que muestran cómo después del evento, en los primeros momentos y cuando el Estado todavía estaba ausente, lo que surgió no fue la guerra de todos contra todos y escenas distópicas en la línea a la que nos tienen acostumbradas la cultura de masas, sino que lo que aconteció fue la autoorganización ciudadana para atender las necesidades básicas y reanudar la vida.
Ante las presiones ecológicas y sociales de la crisis en marcha conviene tener presente que, mientras el individuo aislado tiene una capacidad de agencia relativamente reducida, en red podemos ir mucho más lejos. Si es importante contar con comunidades saludables en tiempos de normalidad, lo es aún más en tiempos turbulentos como los que entramos con la crisis ecosocial.
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Nuria del Viso es Máster en Antropología Social, miembro del área Ecosocial de FUHEM y una de las autoras del Informe sobre Calidad de Vida en España.
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Nuria del Viso
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