Manipulación
La última batalla perdida del pueblo palestino
En Estados Unidos, principal garante moral, económico y militar de Tel Aviv, los medios han hecho todo lo posible por silenciar cualquier crítica a lo que en el más razonable de los escenarios llaman “Guerra entre Israel y Hamás”
Diego E. Barros 16/10/2023
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Cuenta Edward Said en sus memorias el impacto que 1948, el año de La Nakba (La Catástrofe), tuvo en su familia. Como consecuencia de la ofensiva lanzada por las fuerzas –en aquel entonces– sionistas, 780.000 palestinos, dos tercios de la población, fueron expulsados de sus hogares. El que se convertiría en uno de los académicos e intelectuales más citados y respetados del pasado siglo nunca olvidaría, desde la posición de privilegio en la que nació y se crió (Said es producto del último remanente del imperio británico y, por supuesto, de su educación colonial), aquel momento fundacional. Fue entonces cuando todos los miembros de su familia se convirtieron en refugiados. “Nadie permaneció en nuestra Palestina” –dice Said–, que entonces era un territorio bajo control británico y para el que la ONU había diseñado una partición en dos Estados, árabe e israelí, que no contentó a nadie. Su extensa familia perdió todas sus propiedades y residencias. Recordaba Said especialmente a uno de sus tíos, hombre de negocios exitoso que una vez expulsado de su hogar inició un largo periplo que incluiría estancias en Alejandría, El Cairo, Beirut y Bagdad hasta acabar sus días, triste y silencioso, en Seattle; mientras que otra de sus tías consagró su vida a los refugiados.
La de Said es solo una muestra (insisto, privilegiada) de la larga historia de exilio y desposesión que el pueblo palestino, allá donde se encuentre, carga sobre sus espaldas. Él, como muchos otros, acabaron dedicando su vida a evitar que ese peso no cayera en el olvido. A hablar y recordar a Occidente que cerrar la profunda herida de la Segunda Guerra Mundial y la caída de los últimos imperios coloniales implicó abrir otra entre dos pueblos condenados a entenderse.
Hace una semana, Hamás, organización terrorista palestina, lanzó un ataque sin precedentes sobre suelo israelí –territorio ocupado por la fuerza y contra el mandato de Naciones Unidas–, matando según Tel Aviv al menos a 1.300 personas, desde colonos a turistas internacionales, y secuestrando a 199, e iniciando la enésima reacción en cadena cuya consecuencia mantiene al mundo en vilo.
Como espectadores permanecemos desde entonces enganchados a las pantallas de televisión y de nuestros móviles ante la expectativa del golpe definitivo que Israel asestará sobre la Franja de Gaza, esa gigantesca cárcel a cielo abierto que encierra a más de dos millones de personas y que sirve de parapeto a Hamás desde 2006. Aquel año, el grupo islamista resultó vencedor de unas elecciones marcadas por la permanente anormalidad y cansancio que ya arrastraba una Franja superpoblada y sin expectativas. Desde entonces, la Franja ha permanecido cerrada por orden de Israel, potencia ocupante. Nunca se celebraron otros comicios, Israel tampoco lo permitió.
En pocas ocasiones como esta vamos a ver una limpieza étnica en directo, dando por finiquitado lo que quedaba del consenso surgido del final de la Segunda Guerra Mundial
Anunciándolo a bombo y platillo, Israel se dispone ahora a reducir al menos a la mitad una Franja que dice está poblada por “animales humanos”. A la espera de si esto finalmente ocurre y en qué circunstancias, la mal llamada comunidad internacional, léase occidental, permanece impasible en un océano retórico de condenas, reproches, disculpas y justificaciones.
En pocas ocasiones como esta vamos a ver una limpieza étnica en directo, dando por finiquitado definitivamente lo poco que quedaba del consenso surgido del final de la Segunda Guerra Mundial. Ya nada significa nada en nuestro mundo postcapitalista y mientras una parte de las sociedades occidentales miran con horror el destino de dos millones de gazatíes, otra parece justificar el terrible desenlace: o ellos o nosotros. Es una “guerra”, dicen, ya no contra el terrorismo (la primera no salió muy bien), sino puede que entre civilizaciones. Enarbolada una vez más la bandera de la civilización-frente-a-la-barbarie, a ojos de no pocos comentaristas y líderes occidentales, los palestinos de Gaza, ya identificados a ojos de muchos con Hamás, son sin duda una punta de lanza de la misma. Si algo nos ha enseñado la historia es que en nombre de la civilización y su defensa, el hombre ha cometido las mayores atrocidades.
Pero aquí estamos, repitiendo como una cantinela que Israel tiene un derecho-a-existir que desde hace más de siete décadas negamos a los palestinos. Nunca hubo un Estado palestino, dicen. Tampoco nunca existió un Estado de Israel hasta que fue creado, en aquel 1948 –a veces se nos olvida que España solo reconoció a Israel como Estado soberano en 1986–.
Se quejaba un tuitero este fin de semana de que su madre había ido a su cuarto a preguntarle, preocupada, si la bandera palestina que tenía colgada en su pared era la de Hamás. Añadía que esta había sido la primera vez que su madre había oído hablar de Hamás o de Palestina. Y echaba la culpa a la prensa española. No conozco en profundidad cómo se está tratando en España el tema. Imagino que, salvo excepciones, no será diferente a otros países occidentales, más allá de la tendencia de nuestros platós a incluir tertulianos de lo más variopinto a la hora de pontificar sobre cuestiones complejas.
En Estados Unidos, principal garante moral, económico y militar de Israel, las cadenas de televisión por cable y cabeceras escritas –The New York Times a la cabeza–, han hecho todo lo posible por eliminar, silenciar, obviar o matizar cualquier acercamiento crítico a lo que en el más razonable de los escenarios han bautizado como “Guerra entre Israel y Hamás”. Como en Francia, Reino Unido o Alemania, el marco informativo ha sido respondido en la calle con manifestaciones en apoyo al pueblo palestino que han sido catalogadas por muchos, aquí y allá, como “de apoyo a Hamás”. Veintinueve estadounidenses fueron asesinados en el ataque de Hamás. Otros quince permanecen desaparecidos. CNN, una cadena que parece haber trasladado su sede corporativa a Tel Aviv y hace parecer al diario israelí Haaretz el portavoz oficial de la Autoridad Nacional Palestina, publicó el domingo una encuesta que señalaba que el 71% de los estadounidenses adultos decantaba sus “simpatías” por “los israelíes”. La misma encuesta daba cuenta de que los ciudadanos estadounidenses mayores de 49 años veían la respuesta militar israelí sobre Gaza “totalmente justificada”, no así los menores de esa edad.
El presidente Joe Biden trata ahora de contemporizar entre el respaldo absoluto al Ejecutivo hebreo y los mensajes de llamamiento a una cierta contención
Creo que hace tiempo que no hemos venido a jugar, sino simplemente a lucir camiseta en un círculo infernal en el que los muertos, pero solo los nuestros, son lo único que cuenta.
Después de dar luz verde al exterminio y de colaborar en expandir el bulo de los bebés decapitados, el presidente Joe Biden trata ahora de contemporizar entre el respaldo absoluto al Ejecutivo hebreo y los mensajes de llamamiento a una cierta contención. Uno se pregunta qué clase de contención es posible entre la deplorable acción de un grupo terrorista y el Ejército regular de un Estado democrático al que los especialistas en asuntos militares colocan entre los mejor preparados y más letales del mundo. Una fuerza militar capaz de borrar del mapa a 2,3 millones de personas con tal de no reconocer el ridículo frente a un grupo terrorista bien organizado (quién sabe si con ayuda externa). He ahí quizás las prisas, la caída de las máscaras. La asunción definitiva de que la vida de unos niños (siempre los nuestros) valen más que la de los otros.
Guy Debord se quedó corto cuando aseguraba que la experiencia vivida había dado paso en nuestras sociedades capitalistas a una mera performance. Uno de los momentos estelares de esta humanidad fue protagonizado este fin de semana por la humorista estadounidense Amy Schumer, que reescribió el conocido poema del pastor luterano alemán Martin Niemöller para finiquitar: “Ahora todos vienen a por mí, pero permanezco sola –¿tú, Amy?– porque soy judía”. Solos, pero respaldados por Estados Unidos, el Pentágono, la OTAN, Reino Unido, Francia y hasta Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, que se fue a Israel quién sabe si más en calidad de ciudadana alemana que de representante de la UE, en un intento de expiar, de una vez por todas, ese complejo de culpa colectiva nunca disipado del todo y que ahora algunos aplican a todos los habitantes de la Franja, que es como el Partido Republicano ha decidido enfocar la cuestión.
Con claridad meridiana lo expresó uno de los candidatos del GOP a la Casa Blanca, Ron DeSantis: “No aceptaremos a la gente de Gaza en este país, son todos antisemitas”, dijo. Dejando a un lado que todos los árabes son semitas, el todavía gobernador de Florida añadió: “Son ellos quienes eligieron a Hamás, han celebrado los ataques, educan a sus hijos para ser terroristas, son una cultura tóxica”. DeSantis acabó por identificar antisemitismo con antiamericanismo, para lo que puso como ejemplo las manifestaciones que se han sucedido en ciudades como Chicago, Washington DC o Nueva York en apoyo al pueblo palestino.
Vivimos la hora estelar de nuestra performance privilegiada. Brian Mast, congresista republicano semidesconocido, decidió que la mejor manera de ganar notoriedad era salir a dar una declaración de apoyo a Israel en bermudas y camisa de las FDI. Lo hizo para atacar a la congresista demócrata Rashida Tlaib. “Ella tiene la bandera palestina, yo mi uniforme”, dijo Mast, que no es judío pero sí exmilitar y se pasó un mes de prácticas con el FDI. A diferencia de Tlaib, que es de origen palestino y, claro, tiene familia en los territorios ocupados.
En una televisión en la que se censura casi cualquier imagen de contenido violento y/o sexual, las cadenas pasaron los primeros días ofreciendo en bucle imágenes de colonos israelíes masacrados
Más de dos décadas después de un 11S que parió aquello que dimos en llamar “guerra contra el terrorismo” parecía que habríamos aprendido algo. Pero ha resultado que ni haber salido de Kabul en agosto de 2021 de la misma forma que lo hicimos de Saigón en 1975, ha servido de mucho. En una televisión, la estadounidense, en la que se censura casi cualquier imagen de contenido violento y/o sexual, las cadenas pasaron los primeros días ofreciendo en bucle imágenes de colonos israelíes masacrados, niños y mujeres asesinados, en un juego macabro de cifras y barbaridades que no servía a otro propósito que justificar la respuesta israelí. Un festival de charcutería unicolor, una sucesión de lamentos, condenas y comprensiones hacia el legítimo-derecho-de-Israel-a-defenderse, obviando su papel de superpotencia ocupante.
Ya con su enfermedad en estado avanzado, Edward Said manifestó que no albergaba esperanza alguna sobre la solución de dos Estados. Aunque los palestinos y el mundo árabe en su mayoría lo aceptaran, según Said, el proyecto de Israel estaba ya basado íntegramente en la creación de un Estado judío, y nada más que judío.
En abril de 1969, tres décadas después de la fundación de Israel, Moshé Dayán se dirigía a una audiencia israelí: “Vinimos a este país que estaba ya poblado por árabes y estamos estableciendo un Estado judío. En áreas considerables compramos tierra a los árabes, pueblos judíos fueron creados sobre pueblos árabes. Hoy ya ni siquiera recuerdan el nombre de esos pueblos árabes y no los culpo porque aquellos libros de geografía ya no existen. No solo no existen los libros, los pueblos árabes tampoco existen. No hay un solo lugar en este país que no estuviera poblado por árabes”.
Israel tiene-derecho-a-vivir-en-paz. El problema es que la paz de Israel ha sido construida sobre una sociedad militarizada que se cree víctima a pesar de su condición de victimario sobre una población palestina a la que ni siquiera considera su igual y a la que ha despojado de su propia historia. Es quizás esta, y a la espera de lo que ocurra en Gaza en las próximas horas, la última batalla perdida de la causa palestina, un pueblo al que hemos condenado a olvidar hasta su propia historia.
Cuenta Edward Said en sus memorias el impacto que 1948, el año de La Nakba (La Catástrofe), tuvo en su familia. Como consecuencia de la ofensiva lanzada por las fuerzas –en aquel entonces– sionistas, 780.000 palestinos, dos tercios de la población, fueron expulsados de sus hogares. El que se convertiría en uno de...
Autor >
Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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