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El escritor albanés Ismaíl Kadaré, considerado el principal autor balcánico vivo, resumió su trayectoria a pregunta de un periodista francés: “Es la literatura la que me ha conducido a la libertad y no la libertad a la literatura. Yo no conocía la libertad cuando empecé a escribir. Mi libertad ha sido la literatura”. En la Albania socialista, aislada del mundo y sometida al régimen de Enver Hoxha –que mantuvo niveles de represión propios del estalinismo casi hasta su fin– ha logrado crear una obra de alcance universal, a la par con cualquiera de los autores que han escrito siempre en democracia. Pese a despertar polémica en su país por contemporizar con la dictadura, en aquel tiempo para muchos albaneses Kadaré supuso una luz en la oscuridad, por denunciar la existencia bajo el socialismo como un mero sucedáneo de la vida y reivindicar una Albania distinta, enraizada en su historia y tradición. En su camino hacia la libertad, Kadaré ha desarrollado una de las carreras más sólidas de la literatura contemporánea, que prosigue ahora con la publicación por Alianza de la novela Tres minutos.
Kadaré vivió su infancia en Gjirokastër, ciudad albanesa de provincias, durante la Segunda Guerra Mundial. Fue en esos tiempos convulsos –hasta cinco ejércitos se sucedieron en el control de Gjirokastër– cuando quedó apresado por el hechizo de la narración. Puesto que su familia gozaba de cierto prestigio, en el salón de los Kadaré se reunía un corro de viejas enlutadas para contarse historias mientras bebían café turco. Por su fluidez al relatar, la forma en que mezclaban realidad con fantasía y su indiferencia ante los cambios del mundo exterior, con el tiempo Kadaré las asociaría a un coro de tragedia griega. Pero lo que considera “los comienzos de un futuro escritor” fue su primera lectura de Macbeth, que cogió prestado de la biblioteca de su tío. Esa misma noche soñó con Gjirokastër como un castillo escocés e imaginó la sangrienta trama de la obra representada por el vecindario. De esta forma descubrió un lenguaje más allá del cotidiano, capaz de transformar la realidad, y quedó atrapado por las posibilidades que ofrecía: “Había entrado en el reino de las palabras. Era una tiranía implacable”.
La situación de los escritores, apurada de por sí bajo cualquier tiranía, se agravaba en el caso albanés por el hecho de que Hoxha tenía ínfulas de autor
En el polo opuesto de su formación literaria se encontraba La madre de Gorki, lectura obligada en la Albania comunista, con su protagonista de bondad intachable y su pedagogismo romo. Frente a “la sequedad de la obra, la luz cruda que se proyectaba en ella”, tomó una decisión: “Iba a estar siempre del otro lado del muro, del lado de las brumas germánicas y los fantasmas shakesperianos”. Su aversión al realismo socialista se acentuó al estudiar en el Instituto Gorki de Moscú, “una fábrica de escritores conformistas destinados a todo el imperio del comunismo”. Allí constató la hipocresía reinante en su gremio –en lugar de criticar al sistema como hacían en privado, los autores escribían propaganda soviética– y vivió la campaña contra Borís Pasternak cuando obtuvo el premio Nobel de 1958: en los medios de comunicación a lo largo y ancho de la URSS, artistas, intelectuales, obreros y campesinos se sucedían para condenar Doctor Zhivago por contrarrevolucionaria y burguesa. Esta experiencia formativa fue novelada por Kadaré en El ocaso de los dioses de la estepa, una obra cuyas vicisitudes de publicación retoma en la primera parte de Tres minutos.
Como el resto de estudiantes que Albania había enviado a la Unión Soviética, Kadaré tuvo que marcharse de urgencia en 1960, cuando ambos países rompieron relaciones: “Volvíamos para encerrarnos, en cierto sentido, en una tumba”. A partir de esa fecha, el régimen socialista liderado por Enver Hoxha, antiguo vecino de Kadaré en Gjirokastër, se endureció hasta convertirse en uno de los más opresivos del mundo. Su población, confinada en Albania, vivía bajo la vigilancia permanente de los servicios de seguridad, que contaban con una amplia red de denunciantes y micrófonos espía. A quien formulaba la más ligera crítica contra el régimen, así como a las víctimas de las purgas emprendidas por Hoxha, les aguardaban el destierro a la más honda provincia, el encarcelamiento o la liquidación. A Kadaré, la Albania socialista le recordaba a las tragedias de Esquilo por su “atmósfera de crímenes y angustia del Estado”.
La situación de los escritores, apurada de por sí bajo cualquier tiranía, se agravaba en el caso albanés por el hecho de que Hoxha, quien había cursado sus estudios universitarios en Francia, no solo era amante de la literatura, sino que además tenía ínfulas de autor, por lo cual supervisaba personalmente a sus “colegas”. Los díscolos eran castigados según una cruenta gradación: primero se les expulsaba de la Unión de Escritores, con lo que perdían la facultad de publicar; luego, tras la confiscación de sus manuscritos, se les deportaba, encarcelaba o, en los casos más graves, ejecutaba, y tanto su memoria como su nombre eran borrados de la esfera pública. Kadaré recuerda un chascarrillo de la época según el que un loco llamaba al café Tirana, donde se reunía la intelectualidad de la capital albanesa, el “café de los tres tercios”, porque un tercio de los parroquianos había perdido la cordura, otro tercio había estado en prisión y el tercero iba a acabar tarde o temprano entre rejas.
Kadaré dotó a sus historias de una atmósfera de fantasmagoría que dificultaba saber qué ocurría exactamente en ellas
En este régimen de brutal eficacia represora, Kadaré desarrolló varias estrategias para evitar la prohibición o la caída en desgracia sin convertirse en un fariseo como los autores a quienes había conocido en Moscú. Entroncando con su pasión por Shakespeare y la épica germana, dotó a sus historias de una atmósfera de fantasmagoría que dificultaba saber qué ocurría exactamente en ellas. En la obra de Kadaré, los contornos de la realidad se desdibujan no solo para el lector, sino también para los propios personajes, y con ellos también las certidumbres, salvo la de que ha ocurrido algo: “Todo el mundo hablaba del acontecimiento. Si nadie sabía exactamente qué había sucedido, esa ignorancia unía a todos en un rumor común. El drama flotaba en el aire como el polen en la nueva estación y a él le correspondía recolectarlo”. Esta desorientación general le permitía reproducir el ambiente en la dictadura, cuyos súbditos deambulaban casi a ciegas por la existencia y eran castigados de forma arbitraria sin anticiparlo ni saber por qué.
En segundo lugar, sobre todo a partir de los años setenta, Kadaré desplazó sus narraciones a otros periodos históricos, en particular los cinco siglos durante los que el Imperio otomano había dominado Albania. En sus narraciones ambientadas en el reino del Gran Turco –“inconmensurable, trágico, grotesco, burocrático, totalitario”–, Kadaré describe, tomando una distancia segura, un poder ciego cuya amenaza pende siempre sobre el individuo hasta terminar causando su perdición. Poco dado al realismo, acostumbra a fundamentar sus historias en una alegoría: una picota donde se exhiben las cabezas cortadas de los altos cargos que han desobedecido al sultán; un “Palacio de los Sueños” cuyos funcionarios escudriñan la conciencia de los súbditos; un decreto que insta a denunciar a “los echadores de mal de ojo” y por el que, como todo el mundo tiene ojos, cualquiera es susceptible de caer... El Imperio otomano de Kadaré, a mitad de camino entre lo histórico y lo distópico, le permite denunciar el terror de Estado al tiempo que se protege de sus represalias.
El Imperio otomano de Kadaré, a mitad de camino entre lo histórico y lo distópico, le permite denunciar el terror de Estado al tiempo que se protege de sus represalias
Kadaré también recurría al Imperio otomano para representar el comunismo porque consideraba a ambos catástrofes históricas, ya que habían arrancado a Albania de la civilización occidental para condenarla a una “servidumbre asiática”. Con los años, le embargó un miedo creciente de que la nación albanesa dejase de existir: “Albania se deshacía frente a nuestros ojos. Como un icono carcomido, envejecía día tras día, se desfiguraba, se ajaba. Si me quedaba algún motivo para ser escritor [...] era este: restaurar el icono. Para que, cuando las generaciones futuras rascasen el barniz de esa época sin compasión, redescubriesen la imagen intacta”. Autoerigido en guardián de la identidad nacional, noveló leyendas populares –el emparedado en un puente como sacrificio propiciatorio, el muerto que se levanta de la tumba para cumplir la palabra dada y llevar a su hermana de vuelta a la casa familiar–; se inspiró en el Kanun –código ancestral entre cuyas prescripciones figura la venganza de sangre– y mostró tanto la “noche cinco veces secular” otomana como el doloroso parto del Estado albanés, ahora secuestrado por los comunistas.
A la fragilidad interna de Albania había que sumarle su aislamiento externo, porque Hoxha rompió con sus sucesivos patrones, primero la URSS y luego China. Kadaré narró sendas rupturas en El largo invierno y El concierto, adoptando un enfoque realista y coral que le permitía trazar un fresco de la época. Preso en una Albania convertida en fortaleza –por miedo a una invasión enemiga, Hoxha sembró con 750.000 búnkeres un país de solo tres millones de habitantes–, Kadaré empleó con recurrencia el motivo del asedio exterior: un ejército otomano que sitia una ciudadela albanesa, la Gran Muralla China amenazada por los bárbaros o una furgoneta, trasunto del Caballo de Troya, que aguarda su hora en un descampado frente a una capital. El autor recordaría la voluntad de aislamiento del régimen como “una de las páginas más tristes y una de las manchas más negras de la historia de Albania”. En la novela Spiritus, un viejo micrófono de los servicios de seguridad, recuperado tras desenterrar al portador de su tumba, conserva el mensaje desesperado que transmitió a una delegación occidental: “Ayudadnos”.
En El largo invierno, Kadaré incluye a Enver Hoxha como personaje, con un enfoque inequívocamente adulador: despojado de sus rasgos dictatoriales, Hoxha mantiene una firmeza inquebrantable ante los representantes de la gigantesca URSS e incluso deja sin réplica a sus más altos dignatarios. Si bien Kadaré aseguraría que diseñó una “máscara correctora” para reconducir al tirano, se trata del caso más flagrante de sus contemporizaciones con el socialismo, por las que ha recibido numerosas críticas tanto dentro como fuera de Albania. Quizás las más duras provengan del también escritor Fatos Lubonja, hijo de un amigo de Kadaré y encarcelado durante 17 años, quien le acusó de ser un “pez piloto” del régimen por alimentarse de los restos de comida que iban dejando los tiburones. En muchos pasajes de sus obras, Kadaré parece lanzar señales en la línea oficial al tiempo que desliza otros fragmentos de tono crítico, lo cual le ha valido reproches por su ambigüedad. Incluso hay quien denuncia la existencia de un “pacto de caballeros” entre el escritor y Hoxha para no atacarse.
En muchos pasajes de sus obras, Kadaré parece lanzar señales en la línea oficial al tiempo que desliza otros fragmentos de tono crítico
Kadaré se defendió a capa y espada contra esas acusaciones, que arreciaron especialmente a principios de los noventa. Rechazaba tanto las lecciones de antitotalitarismo impartidas “desde los cafés de París o Viena” como las de sus compatriotas cuando la represión había aflojado. Su prestigio internacional le otorgaba mayor protección que al resto de escritores, pero la lista de las arbitrariedades que sufrió es extensa: linchamientos mediáticos, prohibición de sus obras, obligación de pronunciar una autocrítica ante el Partido, destierro temporal a la provincia... Cuando Mehmet Shehu, segundo de Hoxha, cayó en desgracia, los servicios de seguridad intentaron sonsacar a su hijo Bashkim, amigo de Kadaré, una acusación de que este actuaba como espía extranjero, lo cual hubiese supuesto su perdición. Al cabo de tantas vicisitudes, Kadaré consideraba injusto que se le juzgase con la vara de medir del “disidente” –Pasternak, Sájarov, Solzhenitsyn–, por tratarse de una figura solo posible en un contexto post-estalinista que, en Albania, se había dado, como muy pronto, a partir de 1985 con la muerte de Hoxha.
La ubicación de Kadaré en la “zona gris” respecto al régimen le hizo sospechoso para los dos bandos enfrentados durante la transición a la democracia. En una manifestación antigubernamental los jóvenes le gritaban “¡Demasiado tarde!”, mientras el gobierno le incluía entre los 150 intelectuales supuestamente conchabados con el capitalismo que habrían instigado esas mismas protestas. Con todo, intentó aprovechar su prestigio e influir en Ramiz Alia, sucesor de Hoxha, para que respetase los derechos humanos, aplicase reformas democráticas, mejorase la situación económica y abriese Albania al mundo exterior. Cuando sus esfuerzos fracasaron, pidió asilo político en Francia y se marchó a París, un exilio que contribuyó a desacreditar al Gobierno y galvanizar a la oposición para forzarla a democratizar Albania. Desde entonces, Kadaré pasa temporadas en su país natal, pero la mayor parte de su tiempo transcurre en Francia, donde en 1994 la editorial Fayard empezó a publicar su obra completa revisada simultáneamente en albanés y en francés. En castellano, Alianza le viene dedicando una copiosa biblioteca de autor, traducida por Ramón Sánchez Lizarralde y, desde su muerte en 2011, por su viuda, María Roces González.
El nuevo volumen de esta colección, Tres minutos, parte de una llamada que Stalin hizo a Borís Pasternak tras el arresto del poeta Ósip Mandelshtam para preguntarle su opinión acerca de lo ocurrido. Aunque existen numerosas versiones sobre el desarrollo de esta conversación –Kadaré recoge hasta trece–, todas coinciden en que Pasternak se distanció de Mandelshtam y Stalin, tras despreciarle por no interceder en favor de su amigo, le colgó el teléfono. A partir de este breve intercambio de tres minutos, Kadaré ficciona su intento de publicar El ocaso de los dioses de la estepay repasa las distintas versiones de la llamada, que intercala con reflexiones sobre sus temas obsesivos. Entre ellos destaca la lucha por la supremacía entre el escritor y el tirano, abordada mediante disquisiciones en las que no resulta difícil trazar paralelismos entre el dúo soviético Pasternak-Stalin y su equivalente albanés Kadaré-Hoxha: “Lo quisieran o no, eran dos formas de la misma sustancia: el dominio. Cautivos el uno del otro en el mismo círculo dantesco. Torturadores y destructores ambos, poco importaba si en tres minutos, en siglos o milenios”.
La situación inevitablemente comprometida del escritor en una dictadura hace que la obra de Kadaré esté marcada por la represión en la Albania comunista. Sin embargo, pese a las “deficiencias, desfiguraciones, mutilaciones ligadas a la monstruosidad de la época”, su autor logró erigirla como contrapunto a la exaltación del régimen: “Una contracultura, un canto fúnebre en mitad de los festejos estériles [...]. Este canto venía a demostrar que el país no estaba de fiesta, sino de duelo”. Con todo, el propósito que ha guiado desde siempre a Kadaré no es político, sino creativo: “Solo quería hacer una literatura normal en un país anormal”. El motivo es que, según una de sus creencias más arraigadas, a diferencia del tirano el escritor goza de lo que denomina “extratemporalidad”, por ser capaz de habitar un lugar y tiempo exclusivos del Arte: “En medio de las turbulencias y las disputas [...] él había tratado de encontrar un tercer territorio, más general y perdurable, que flotara por encima de las pasiones y del estruendo, como el frío cielo se mantiene impasible más arriba de las tormentas. Estaba convencido de que precisamente ese era el único tiempo verdadero. El resto eran lluvia, ruido de truenos y confusión”.
El escritor albanés Ismaíl Kadaré, considerado el principal autor balcánico vivo, resumió su trayectoria a pregunta de un periodista francés: “Es la literatura la que me ha conducido a la libertad y no la libertad a la literatura. Yo no conocía la libertad cuando empecé a escribir. Mi libertad ha sido la...
Autor >
Marc Casals
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