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El escritor croata Predrag Matvejević abre su ensayo Esos molinos (1977) con una metáfora inspirada en Cervantes: “En todas partes, la vida pública y cultural tiene sus molinos y sus caballeros de la triste figura. Las circunstancias nos llevan a ser unos u otros, a veces ambos al mismo tiempo. Los molinos giran, impersonales o indiferentes, cumplen una función dada. Los caballeros, impacientes y nerviosos, se refugian bajo sus toscas aspas o los embisten”. Matvejević, de cuyo nacimiento se cumplen 90 años en octubre, tendió siempre a la opción quijotesca. Defensor de los intelectuales represaliados en Europa del Este más allá de su ideología, alcanzó la fama internacional como autor de ensayos poéticos sobre el Mediterráneo, pero el auge de los nacionalismos que acabaría con su Yugoslavia natal le obligó a marcharse para vivir “entre el asilo y el exilio”. Aunque su oposición al nacionalclericalismo de la Croacia independiente le ha convertido en una figura incómoda en dicho país, sus libros se siguen leyendo en el resto del mundo y ha quedado como ejemplo tanto de compromiso político como de mediterraneidad.
Matvejević nació en Mostar (Bosnia-Herzegovina) en 1932 y, como toda su generación, fue un niño de la Segunda Guerra Mundial. Su madre era croata, pero su padre, Vsevolod, tenía una procedencia más compleja: “Ucraniano por origen; ruso por lengua y cultura; cristiano y ecumenista”, había abandonado su Odesa natal con los rusos blancos tras su derrota frente al ejército soviético. En la Mostar ocupada por las Potencias del Eje, su nacionalidad le hacía sospechoso, así que fue deportado a un campo de trabajo en el norte de Alemania, donde pasó cuatro años talando árboles y cargando troncos sin que su familia supiese de él. Buscando paliar la ausencia del padre, el pequeño Predrag le escribía cartas, pero, como no sabía adónde dirigirlas, simplemente ponía como destinatario: “Vsevolod Matvejević. Campo. Alemania”. Fueron sus primeros textos. “A veces”, recordaría después, “tengo la impresión de no haber hecho otra cosa en la vida que escribir cartas. Con frecuencia al destinatario equivocado”. Pese a su juventud, se alistó como correo en los partisanos del mariscal Tito, experiencia que cimentaría su compromiso con el socialismo y la yugoslavidad.
Salvo el dramático paréntesis de la guerra, la infancia de Matvejević fue la de todos los niños en Mostar, llena de baños y juegos a la orilla del río Neretva, que atraviesa la capital de Herzegovina. Una cincuentena de kilómetros más abajo de Mostar, el Neretva desemboca en el mar Adriático, por lo que Matvejević siempre tuvo una conciencia mediterránea: “Ese espíritu que invade el continente a través de las desembocaduras de los ríos, franjas de tierra donde hay una verdadera penetración del mar en el continente”. Como el resto de chiquillos, subía a diario al Puente Viejo, símbolo de Mostar, para contemplar el Neretva desde la altura, mientras a su lado, en el parapeto, se posaban las gaviotas procedentes del Adriático. Matvejević siempre defendió la mediterraneidad tanto de Bosnia-Herzegovina –“Una parte del Mediterráneo sin mar, una tierra montañosa y seca al filo de la gran agua”– como propia: “La mediterraneidad no se hereda, sino que se logra [...] No la dan solo la historia o la tradición, la geografía o la patria, la memoria, el legado o la fe: el Mediterráneo es un destino”.
En la Mostar ocupada por las Potencias del Eje, su nacionalidad le hacía sospechoso, así que fue deportado a un campo de trabajo en el norte de Alemania, donde pasó cuatro años
Durante los años 70, Matvejević hizo cuatro viajes a la Unión Soviética y aprovechó para buscar sus raíces, porque, al exiliarse, su padre había perdido el contacto con la familia. En su primera visita a Odesa, descubrió que el estalinismo no la había dejado indemne: su tío paterno había desaparecido en el gulag y su abuelo murió a causa de las secuelas poco después de haber sido liberado. Vsevolod estaba en el hospital tratándose un cáncer de garganta y Matvejević le escribía para contarle cómo era ahora la patria de la que se marchó. En estas cartas de intención literaria –publicadas en castellano bajo el título Entre asilo y exilio: epistolario oriental (Pre-Textos)–, la URSS aparece como una sociedad pobre, gris y burocratizada, donde los intelectuales supervivientes de la represión estalinista penan en los márgenes: “En la vida cotidiana reina lo banal”, diagnosticaba Matvejević, salvo por algunas conversaciones salpicadas de dobles sentidos y una ironía mellada, “amagos de una resistencia que solo puede ser pasiva”. Constataba que la ideología socialista había dejado de ser una vanguardia política y abogaba por un “socialismo con rostro humano”.
Matvejević, cuya primera obra fue una monografía sobre Sartre, había teorizado sobre el compromiso del intelectual y comenzó a ejercerlo tanto en la URSS como en su país, Yugoslavia. En la tradición de Voltaire y Zola, escribía cartas abiertas defendiendo la libertad de expresión artística de escritores censurados o perseguidos, fuese cual fuese su ideología: “Defendí la libertad de la palabra sin tener en cuenta en qué medida estaba de acuerdo con su emisor”. Sus intervenciones ante los poderosos buscaron siempre conquistar una mayor autonomía para la literatura. Publicó varias de esas cartas con el subtítulo Ejercicios morales, pero sin incluir la que le había puesto en mayor peligro: aunque valoraba a Tito por haber liderado la lucha antifascista y trazado un rumbo propio para Yugoslavia, le pidió que se echase a un lado y preparase su sucesión. La policía secreta comenzó a vigilarle y se lanzó una cruda campaña en su contra. La prensa afín al régimen le tildó de “genio maligno”, “epiléptico que blande un hacha”, “chamán o gurú”, sustentador de “tesis más peligrosas que el SIDA” y “donante gratuito de sangre ajena”, capaz de “arrancarle la cabellera a un hombre todavía vivo”.
Durante los años 70, Matvejević hizo cuatro viajes a la Unión Soviética y aprovechó para buscar sus raíces, porque, al exiliarse, su padre había perdido el contacto con la familia
Condenado al ostracismo y pensando en suicidarse, Matvejević empezó a escribir Breviario Mediterráneo (Destino, Anagrama), un libro que en nada se parecía a su obra anterior y que le llevaría a su máxima popularidad. Junto a la infancia del autor en Mostar, bebía de dos grandes fuentes, a saber, las descripciones que su padre, Vsevolod, le había hecho de Crimea cuando era pequeño y los veranos pasados en la ciudad costera de Šibenik, en Croacia: “De estos dos encuentros, el imaginario de los relatos de mi padre y el real de la orilla del Adriático, nacieron los dos discursos que constituyen Breviario mediterráneo: uno visual, concreto y otro imaginario y poético”. En el libro, que definía como “una tentativa de gaya ciencia”, Matvejević evoca con lirismo y erudición el Mare Nostrum, su paisaje de olas, vientos, islas, faros y muelles, pero también su representación en los mapas de los cartógrafos y el lenguaje de las poblaciones ribereñas. Lo abre un prefacio de Claudio Magris terminado en confesión: “Como potamólogo que, en Danubio, ha expresado antes que nada una profunda nostalgia del mar [...] no puedo más que envidiar fraternalmente al talasólogo Matvejević”.
Matvejević continuó su singladura mediterránea con un libro dedicado a Venecia, por tratarse de la ciudad que había determinado la historia del Adriático, el mar que conocía mejor. Rehuyendo la trillada postal de canales y góndolas, optó por desplazar la mirada hacia lo nimio –los pilotes que orientan a los navegantes por la Laguna, el arenal donde van a morir las gaviotas, los hierbajos que crecen en las grietas de los muros, los jardines cerrados donde “anhelaban los solitarios y los amantes”– para reflotar una Venecia más allá del tópico. Siguió la misma estela con Nuestro pan de cada día (Acantilado), una historia cultural del pan que es a la vez una historia de las civilizaciones, desde su horneo y consumo en el Creciente Fértil, pasando por su consagración en la eucaristía cristiana, hasta llegar a su agónica escasez en el gulag. Los tres libros son de extensión breve y prosa depurada porque, comparando la escritura con la navegación, Matvejević no se consideraba un capitán de largas travesías, sino un simple marino al timón de un velero pequeño y frágil. “Además”, remachaba, “en mi barco no hay capitanes”.
Condenado al ostracismo y pensando en suicidarse, Matvejević empezó a escribir Breviario Mediterráneo, un libro que le llevaría a su máxima fama
En 1984, con Tito ya muerto, Matvejević publicó La yugoslavidad hoy, que despertó una atención inusitada en su país de origen. Este ensayo mostraba su preocupación respecto a la falta de debate público sobre los problemas que lastraban a Yugoslavia, porque el silencio podía dejar el camino libre a fuerzas capaces de destruirla y generar una violencia extrema como en la Segunda Guerra Mundial: “Teniendo en cuenta todo lo que la ha acompañado en el pasado, la yugoslavidad [...] no debe permitir bajo ningún concepto que se la apropien los unitarismos encubiertos, ni tampoco que la intimiden los nacionalismos”. A estos les imputaba como origen un sentimiento de fragilidad interna y se negaba a considerarlos valiosos de por sí: “El canibalismo también representa una particularidad, ¡pero no por eso es un valor!”. Para Matvejević, el valor no radicaba en la diferencia, sino en las relaciones entre diferencias. Con todo, una década más tarde sus temores se hicieron realidad y Yugoslavia se disolvió de forma trágica: “Estalló la guerra, a un tiempo nacional, civil y religiosa; a veces de conquista, otras de defensa; una guerra de memoria y venganza”.
Como había hecho siempre, Matvejević intervino en la esfera pública e incluso antes de que empezasen las hostilidades envió una contundente carta abierta a Slobodan Milošević: “Hoy solo la dimisión puede salvar su honor. Mañana ya no bastará y quizás solo le quede el suicidio”. Aunque se mantuvo firme en su yugoslavismo, la Guerra de Croacia despertó una parte adormecida de su identidad: “El drama del pueblo croata me ha devuelto el sentimiento por Croacia, pero no por cualquier Croacia. Jamás aceptaré ni el nacionalismo ni el clericalismo”. Tras remitir otra carta al presidente croata, Franjo Tuđman, advirtiéndole de que precisamente ese era el camino por el que conducía al país, la respuesta del poder fue expeditiva: en su buzón de Zagreb encontró tres disparos de revólver, acompañados de las pintadas “Asno rojo” y “Cerdo yugoslavo”. Sabedor de que corría peligro, se marchó primero a Francia y luego a Italia, un periplo para el que acuñaría la expresión “entre el asilo y el exilio”: “No era un asilo, porque no se lo pedí a nadie, ni un exilio, porque nadie me expulsó [...] Estaba entremedias, una posición para nada confortable”.
En 1984, con Tito ya muerto, Matvejević publicó La yugoslavidad hoy, que despertó una atención inusitada en su país de origen
Primero en Zagreb y luego en Roma, Matvejević acogía en su piso a los desplazados por la guerra en su Mostar natal. En 1993, como el resto de mostarcenses, quedó conmocionado cuando las tropas croatas destruyeron el Puente Viejo. De inmediato escribió una tribuna publicada en las grandes cabeceras internacionales donde evocaba su niñez y reclamaba la dimisión de Franjo Tuđman. Cuando visitó Mostar en 1998, la ciudad era un montón de escombros: “De los cascotes voy levantando piedras, esparcidas y hechas trizas. Toco muros agrietados y rotos. Repaso con los dedos superficies ásperas como si fuesen heridas”. Por haber quedado en la línea de frente, la casa de sus padres estaba en ruinas. Buscó la higuera cercana cuyos frutos, de pequeño, metía en un cesto trenzado con juncos del Neretva para regalarlos a vecinos y compañeros de clase; pero, del árbol de la infancia, cuajado de higos, ni siquiera encontró la raíz. Contemplando el río desde la orilla, sin el puente donde antes iban a posarse las gaviotas, se preguntaba con incomprensión: “¿Acaso junto a un agua tan clara los hombres pueden ser tan turbios?”.
Tras la caída del comunismo, Matvejević sostenía que numerosos países vivían una existencia póstuma. Los bautizó como “Mundo Ex”: “Un eximperio, numerosos exestados […] tantas exsociedades y exideologías, exciudadanías y expertenencias”. Allí se habían impuesto lo que llamaba “democraturas”, regímenes cuya apariencia democrática encubría un fondo autoritario basado en el nacionalismo y la religión. Matvejević continuó enfrentándose a ellos, sobre todo en la antigua Yugoslavia. Aunque, en 1999, se había opuesto a los bombardeos de la OTAN sobre Serbia, en un acto en Belgrado con motivo de la reconstrucción del Puente Viejo denunció los crímenes de las tropas serbias en Sarajevo y Srebrenica. Los radicales presentes le derribaron y comenzaron a arrastrarle escaleras abajo, hasta que sus amigos intervinieron para salvarle del linchamiento. En 2005 publicó un artículo titulado Nuestros talibanes, donde nombraba a los intelectuales yugoslavos que habían azuzado el nacionalismo. Uno de ellos, croata, le llevó a juicio y Matvejević fue condenado por calumnias e injurias a cinco meses de cárcel, pero se levantó una oleada de protestas de escritores internacionales que forzó al tribunal a anular su decisión.
Al cabo de dieciocho años viviendo en Francia e Italia, en 2008 Matvejević decidió volver a Croacia contra la opinión de sus amigos. “¿Cómo no regresar allí?”, afirmaba, sobre todo a un país que consideraba no haber dejado de verdad: “Había permanecido siempre en mi corazón”. El buzón de su apartamento en Zagreb conservaba los tres disparos de revólver que alguien había descerrajado como aviso a Matvejević y, pese a su prestigio en el extranjero, la nueva intelectualidad nacionalista le ignoró. Quería escribir un libro sobre la disolución de Yugoslavia titulado El naufragio, pero el aislamiento en el que se hallaba sumido le hacía profundamente infeliz: “En mi casa estoy en el exilio, privado de asilo”. Tras una apoplejía ingresó en una residencia de ancianos, donde moriría en febrero de 2017. En un sarcasmo del destino, el cosmopolitismo balcánico-mediterráneo que profesó Matvejević durante toda su vida le llevó a terminar sus días con el mismo desarraigo que había observado en su padre, Vsevolod: “Se sentía como un ciudadano del mundo al que el mundo había dejado sin patria. Fue siempre un extranjero, aunque lo intentó todo para no serlo”.
El escritor croata Predrag Matvejević abre su ensayo Esos molinos (1977) con una metáfora inspirada en Cervantes: “En todas partes, la vida pública y cultural tiene sus molinos y sus caballeros de la triste figura. Las circunstancias nos llevan a ser unos u otros, a veces ambos al mismo tiempo. Los...
Autor >
Marc Casals
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