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LECTURAS

Kafka en el Imperio otomano

Se publica en castellano ‘La fortaleza’ de Meša Selimović, un clásico de la literatura yugoslava

Marc Casals 4/02/2023

<p>El escritor yugoslavo Meša Selimović, autor de las novelas <em>El derviche y la muerte </em>y <em>La fortaleza.</em></p>

El escritor yugoslavo Meša Selimović, autor de las novelas El derviche y la muerte y La fortaleza.

CC

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A la pregunta de qué sería si no se dedicase a la literatura, una vez Meša Selimović respondió: “Confesor y espía, es decir, escritor”. Criado en un ambiente tradicional musulmán en Bosnia, durante la Segunda Guerra Mundial luchó con los partisanos de Tito, pero su comunismo se tambaleó cuando las autoridades fusilaron a su hermano por una acusación falsa. Sus obras fueron criticadas por falta de sentimiento hasta la novela El derviche y la muerte, para la que se inspiró en el asesinato de su hermano trasladando la acción a la Bosnia otomana. Tanto en El derviche como en su siguiente novela, La fortaleza, que acaba de publicar Automática Editorial, el poder aparece como una fuerza kafkiana que dispone del individuo sin que este tenga una idea clara de lo que ocurre. Pese a haber mostrado como nadie el universo de los musulmanes bosnios, Selimović se definía como serbio y la marginación de su entorno por esta razón le llevó a cambiar Sarajevo por Belgrado. Está considerado como uno de los mejores escritores yugoslavos y un referente de la literatura sobre Bosnia, a la par del Nobel Ivo Andrić.

Selimović creció durante el periodo de entreguerras en un mundo en retroceso, el de la antigua clase señorial otomana, formada por descendientes de bosnios cristianos que se habían convertido al islam. Estos nobles poseían los mejores negocios y tierras, pero su hegemonía se truncó al declinar el Imperio: fueron perdiendo sus propiedades, a veces por confiscaciones y reformas agrarias, otras –como en el caso de los Selimović– porque las vendieron para mantener su tren de vida. Selimović estudió en una escuela primaria religiosa, su madre cumplía los cinco rezos diarios que prescribe el Corán y tanto él como sus hermanos solo tenían permitido entrar en la habitación de su padre al terminar el Ramadán y en la Fiesta del Cordero, las dos grandes celebraciones musulmanas. Su casa natal estaba amueblada a la turca, con divanes, escaleras labradas en madera noble y alfombras orientales que cubrían el suelo. Cuando se mudaron a una nueva casa de estilo europeo, ni su madre ni su abuela se adaptaron al cambio y se sentaban en las sillas con las piernas entrecruzadas como si estuviesen en un diván.

Los Selimović eran una de las tres familias ricas de su barrio en la ciudad industrial bosnia de Tuzla. El resto eran mineros a los que el futuro escritor, apasionado por el marxismo, leía en voz alta Germinal de Zola, con una receptividad escasa: apenas un gesto despreciativo con la mano, acompañado de una palabrota. Como estudiante universitario en Belgrado, la capital de Yugoslavia, entró en la órbita del Partido Comunista, pero sin convertirse en miembro para mantener su independencia. Cuando las Potencias del Eje ocuparon el país, Selimović se unió, junto a otros siete familiares, a la milicia partisana comandada por Tito, que terminaría alzándose con la victoria en la guerra y expulsando al invasor: “Me haría falta una vida más –y larga– para describir nuestra revolución, toda su complejidad y contradicciones; su crudeza, su heroísmo y sus víctimas inocentes. También la fe ilimitada de los jóvenes en una vida mejor tras la revolución y su determinación de morir por un ideal que, en sus corazones, era más bello que cualquier realidad imaginable”.

Los excesos de la revolución se cebaron con la familia de Selimović en la figura de su hermano Šefkija

Los excesos de la revolución se cebaron con la familia de Selimović en la figura de su hermano Šefkija, responsable del Departamento de Bienes Confiscados al Enemigo. Durante la guerra, su casa había sido saqueada y su mujer deportada a un campo de concentración, así que, cuando ella regresó del cautiverio, Šefkija tomó prestados unos muebles del almacén para que tuviesen donde instalarse. Las autoridades consideraron que los había robado y, como los Selimović se habían destacado en la guerra, lo condenaron a muerte para dar ejemplo. Ante el pelotón que lo iba a fusilar, Šefkija le transmitió a un miembro de los servicios secretos un mensaje para su hermano: “Saluda a Meša y dile que soy inocente”. Pese a la severidad de la condena –la familia ni siquiera logró averiguar dónde había sido enterrado el reo–, Selimović se mantuvo fiel a la revolución, por considerarla “el único camino posible, el único humano”. Lo pagó con dudas mortificantes (“Mi entrega se convirtió en mi pesadilla, mi horror”) y un pesado sentimiento de culpa que acarreó toda su vida.

Selimović hizo su debut literario a finales de los años 40 con una serie de cuentos ambientados en la Segunda Guerra Mundial. Tras una década sin dar señales creativas, en los 60 publicó dos novelas: Silencios y La niebla y la luna. La crítica denostó ambas por su frialdad y acartonamiento, pero, leídas hoy, muestran atisbos de lo que vendría. En La niebla y la luna, un matrimonio de campesinos acoge a un partisano herido que, a la mujer, le recuerda a un antiguo amante; tanto el avance de la situación –con el inevitable acercamiento de la mujer al partisano– como la psicología de los personajes se nos van revelando mediante tensos monólogos. El protagonista de Silencios busca a su hermano, desaparecido en la guerra, por los trenes nocturnos cercanos al frente y las calles de la Belgrado recién liberada, pero ni lo encuentra ni acepta la posibilidad de su muerte: “Le quería más que a mí mismo o, al menos, como a mí mismo. Era demasiado noble, demasiado bello, demasiado querido como para haber dejado de existir”.

No fue hasta transcurridos veinte años desde su debut cuando Selimović puso el asesinato de Šefkija en el centro de su escritura. La novela El derviche y la muerte (Montesinos, Sexto Piso), ambientada en la Bosnia otomana, tiene como protagonista a un maestro sufí cuyo hermano ha sido encarcelado por las autoridades sin que se sepa la razón. Mientras piensa sobre cómo prestarle ayuda, el clérigo se debate entre su creencia en el orden del que forma parte y el amor fraterno: “Qué soy ahora: ¿un hermano encallecido o un derviche vacilante? ¿He perdido el amor humano o socavado la firmeza de la fe? ¿Acaso lo he perdido todo?”. En La fortaleza (Automática), emparentada con El derviche y la muerte, la alcazaba otomana sobre una ciudad bosnia representa todo aquello que aísla a los individuos: “Vivimos en fortalezas –personales, colectivas, nacionales, estatales– y nos odiamos, amenazamos y asesinamos periódicamente […] ¿Qué puede hacer un escritor, cada vez más impotente ante tanta histeria? Solo denunciar esta plaga humana y renovar la vieja esperanza en un tiempo distinto, el tiempo del amor”.

El derviche y La fortaleza convirtieron a Selimović en un clásico gracias a su fuerza imaginativa y complejidad

El derviche y La fortaleza convirtieron a Selimović en un clásico gracias a su fuerza imaginativa y complejidad. Admirador de Dostoievski por sondear la conciencia humana hasta las profundidades donde el bien se confunde con el mal, el autor escudriña implacablemente las figuras de sus novelas, acosadas por dilemas martirizadores, la incertidumbre respecto a las intenciones ajenas y el desconocimiento de sí mismas: “He creado personajes bastante incoherentes, que muchas veces se contradicen, que no respetan o no recuerdan lo que pensaban en el día o en el momento anteriores, cuyos razonamientos no conducen a la acción que cabría esperar desde el punto de vista lógico”. En la atormentada narración de los protagonistas, siempre en primera persona, las comas acortan de forma sistemática los periodos para generar una atmósfera opresiva, hasta desembocar en diálogos crispados cuyos participantes sospechan unos de otros o una frase seca que marca una resolución inesperada para el lector. Su estilo tortuoso convierte El derviche y La fortaleza en auténticos retos para los traductores, que, al castellano, han sido Pilar Gil Fernández, Dubravka Sužnjević y ahora Miguel Roan.

Además de criticar la tiranía de cualquier dogma, Selimović se ocupa del poder en unos términos que, a veces, recuerdan a la obra de Kafka, pero ambientada en el Imperio otomano: como el agrimensor K. en El castillo, sus personajes se hallan sometidos a los designios de una autoridad impenetrable; como Josef K. en El proceso, son castigados por una culpa difusa. Selimović trazaba el origen de su miedo a la autoridad en la relación con su padre, tan distante que, frente a él, Meša y sus hermanos se sentían “como granos de arena”. En La fortaleza, un estudiante predica en la mezquita contra el poder, al que considera “el peor de los vicios”: “Por él se mata, por él se muere, por él se pierde toda apariencia humana”. Sin embargo, los poderosos tal como los presenta Selimović no solo tiranizan al individuo, sino que ellos mismos son víctimas del poder. Aunque se encuentren en una posición dominante, deben permanecer atentos a cualquier signo de cambio, ya que la caída viene acompañada del destierro a la más remota provincia o la condena a muerte por estrangulación.

La visión del mundo que trasluce en los libros de Selimović es oscura y nihilista: “La muerte es un sinsentido, igual que la vida”, leemos hacia el final de El derviche. No obstante, sus personajes siempre tienen la oportunidad de redimirse a través del amor. El protagonista de El derviche puede dar un sentido a su existencia enfrentándose al poder para salvar a su querido hermano, pero, si pierde el amor, lo perderá todo. En La fortaleza, la esposa del narrador es quien lo sostiene: “Mis deseos eran nebulosos y dispersos. Ahora están reunidos en un nombre y un rostro, más reales y bellos que la fantasía”. Selimović fue criticado por presentar este matrimonio con una armonía inverosímil, pero se defendía arguyendo que él vivía una pasión comparable. El derviche y la muerte se abre con una rendida dedicatoria a su mujer: “Si fuese capaz de escribir el libro más bello del mundo, se lo dedicaría a mi esposa, Darka. Tal como están las cosas, quedaré siempre en deuda con su nobleza y amor”.

Sus novelas quizás sean la representación más completa del universo tradicional de los musulmanes bosnios

Uno de los rasgos más sugestivos de El derviche y La fortaleza es su ambientación otomana, que Selimović explicaba por la voluntad de prevenir reacciones negativas y dar a las historias un valor universal. En ambas, el islam y lo oriental resultan omnipresentes: los epígrafes de El derviche son versículos del Corán, abundan las citas de sabios como Avicena, Ibn Arabi o Rumi y la profusión de turquismos, arabismos y persismos es tal que las ediciones originales llevan glosario. Con todo, Selimović era ateo y tenía un conocimiento somero de la filosofía islámica: “Si en mi obra está presente, proviene de este suelo, de mis raíces musulmanas, de nuestra tradición, de nuestro espíritu. Me embebí de eso y me caló hasta tal punto que simplemente es algo que emano”. Sus novelas quizás sean la representación más completa del universo tradicional de los musulmanes bosnios: derviches, señores otomanos, jurisconsultos de la sharía, artesanos de metales y pieles, calígrafos, muecines que llaman al rezo desde el alminar… El mundo cuyos rescoldos Selimović contempló durante la infancia rebrota en sus libros con una viveza cautivadora.

Selimović insistía en la fragilidad identitaria de estos musulmanes de origen europeo. Conforme al relato que había llegado a él a través de las generaciones, cuando el Imperio otomano conquistó Bosnia en el siglo XV la mitad de su familia, cristiana, se convirtió al islam para proteger a la otra mitad, y de allí procedía su estirpe. Desde el auge del nacionalismo eslavo en el siglo XIX, muchos veían a los descendientes de aquellos conversos como traidores. Quedaron desamparados al decaer el Imperio, pero ni desaparecieron ni lograron formar un proyecto nacional: “Eran demasiado pocos como para convertirse en un lago y demasiados como para ser absorbidos por la tierra”, afirmaba Selimović. Se hallaban en una situación trágica: “Vivimos en la linde entre mundos, en la frontera entre pueblos; vulnerables a cualquiera, siempre culpables para alguien. Las olas de la Historia rompen contra nosotros como contra un escollo”. Selimović explicaba que esta ambigüedad le había llevado a crear figuras plagadas de recovecos: “Creo que Bosnia es la principal razón, por no decir culpable, de que mis personajes sean tan complicados”.

Precisamente la complejidad bosnia haría que Selimović llegase al fin de sus días con un regusto amargo. En los años 70, los musulmanes iniciaron un proceso de “afirmación nacional” al que el escritor se mostró contrario por considerarse serbio. Esta oposición a un proyecto favorecido por el régimen, sumada a su amistad con intelectuales nacionalistas serbios y a las universales envidias literarias, le condujo al ostracismo. Decidió marcharse para siempre a Belgrado e, incluso enfermo en una cama de hospital, recogió en testamento la voluntad de que su mujer e hijas permaneciesen en la capital serbia: “En Bosnia hay gente resentida por mi conducta, independencia y éxito que podría vengarse mezquinamente contra mi familia”. Falleció en 1982, pero su obra pervive con la tenacidad que evoca el narrador de La fortaleza al visitar una biblioteca en Sarajevo: “La huella visible de una mano que, en el pasado, escribió líneas irregulares reta a la muerte; las palabras y su sentido viven sin interrupción, como una fuente que no se seca, como una luz que no se apaga. A fin de cuentas, no todo lo humano muere”.

A la pregunta de qué sería si no se dedicase a la literatura, una vez Meša Selimović respondió: “Confesor y espía, es decir, escritor”. Criado en un ambiente tradicional musulmán en Bosnia, durante la Segunda Guerra Mundial luchó con los partisanos de Tito, pero su comunismo se tambaleó cuando las autoridades...

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