Literatura
Los relatos de Deborah Eisenberg
Un rescate necesario
Roberto Valencia 11/11/2023
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Si algo distingue el realismo literario estadounidense es la facilidad con la que sus escritores consiguen trazar el retrato colectivo de su sociedad. Facilidad o naturalidad, muchos de sus cuentistas prescinden de las teorías sociológicas en boga y llenan sus narraciones con peripecias de lo más anodino, diálogos verborreicos y reacciones espontáneas a los problemas de la vida. Material pobre –digámoslo así– pero suficiente para trasplantar al papel los miedos, las mentiras y la atribución de responsabilidades de una masa social en perpetuo estado de aturdimiento. Este milagro no sólo excluye recurrir a la sociología: el realismo estadounidense también obvia la alusión explícita a la teoría política o a la psicológica, como no sea para parodiar la manera en la que estas se infiltran en el habla común (lo que ocurre menos como un indicativo de que estas teorizaciones determinan la conducta de su ciudadanía que como meros tópicos de conversación). Así, los personajes habitan un continuum de intrascendencia casi claustrofóbico para el lector europeo. Validando esa ley no escrita de que el exceso de conceptualismo ahoga la literatura, en la tradición corta americana se explota esa otra ley prioritaria de la narrativa: no explicar el sentido de un relato sino dejar que éste hable por sí mismo a través de la acción.
Como en las películas de Cassavetes o Allen, los personajes de Eisenberg sobreactúan, retuercen la verdad, se entregan al victimismo
Deborah Eisenberg (Illinois, 1945) es una maestra en esto. Como tantos autores y autoras que la precedieron, lo importante en sus cuentos cómicos no es el conflicto concreto que atosiga a sus personajes –un malentendido amoroso, un enfado el día de Acción de Gracias, etc.– sino el cúmulo de mentiras, preocupaciones y complejos que lo fomentan (la prueba es que muchos de sus relatos terminan abruptamente, escatimándonos la resolución del mismo). Como en las películas de John Cassavetes o de Woody Allen, sus personajes gesticulan, sobreactúan, retuercen la verdad, se entregan al victimismo, coquetean sin descaro o intimidan a sus contrarios. Es decir, utilizan las estrategias comunicativas más espurias para inclinar la balanza a su favor (lo que se llama coloquialmente chantaje emocional). Así que este sería el retrato colectivo: una buena afinación del grado de histeria que posee a su sociedad cuando encara las preocupaciones cotidianas. Y el grado según Eisenberg es alto, no tanto como otras francotiradoras un poco más jóvenes como Lorrie Moore o A. M. Homes (que ostenta el grado más alto de causticidad), pero sí lo suficientemente elevado como para percibir que su literatura muestra una característica esencial en la que no solemos reparar en la vida real (o sí): que la línea que separa la excentricidad conductual del desequilibrio mental es inadvertida. O, mejor, que no sabemos dónde hay que trazarla, tan imbuidos como estamos en ello. Los personajes principales de Eisenberg se abonan a este tipo de hábitos: manipulan a sus amigos, mienten sin rubor, ocultan sus auténticos propósitos, se envanecen por su misantropía o su egoísmo, fingen no concernirles sus responsabilidades, hieren a sus familiares, inventan excusas, practican una promiscuidad sospechosamente enfermiza, etc. Es decir, están al límite (o lo sobrepasan tranquilamente) del trastorno de personalidad, de la depresión o algo similar. Un indicativo de que no es cosa de situaciones concretas sino del ambiente general es que los personajes secundarios o terciarios suben la apuesta y, por su parte, protagonizan este otro tipo de actos: reparten folletos sobre conspiraciones, acuchillan a sus maridos con tijeras de uñas o les cuentan a sus hijas que su padre falleció atropellado por un autobús de línea (lo que es mentira).
Cuatro de los relatos aquí reunidos están escritos en los 80; otro en los 90; y en 2003 el último (que es una obra maestra de ese subgénero del realismo estadounidense que es la literatura familiar). La literatura de Eisenberg podría estar revelándonos que su sociedad en esos años se estructuraba a través de relaciones sobreactuadas, narcisistas y neuróticas. El motor de, al menos cuatro de los relatos, es la mentira como modo de vida. Maticemos: no las mentiras inofensivas del día a día y tampoco los grandes relatos mentirosos al estilo El adversario, de Carrère. La mentira en estos cuentos surge a partir de una disfunción de la realidad. Un desafino continuo entre las pretensiones de los personajes y la búsqueda de medios apropiados para lograrlas. Los personajes de Eisenberg fracasan en esto último y, sea por miedo (una de las emociones predominantes en el libro), sea porque detestan hacerse mayores, suelen elegir la vía equivocada de la falsedad.
Siento rabia por no haber conocido antes a Deborah Eisenberg. En España tan sólo se había editado un libro suyo, El ocaso de los superhéroes, a cargo de la editorial Leqtor en 2006. Chai Editora ha emprendido ahora la edición de parte de su obra. Y digo que siento rabia porque me parece una escritora importante. No sólo por lo ya explicado respecto a cómo su literatura se inserta con lucidez en los modos de relación colectivos sino porque ofrece un choque de realidad notorio. ¿Son viables las sociedades en las que sus miembros se relacionan a través de estos parapetos, más propios del desequilibrio emocional que de la sensatez? ¿Es posible un reseteado? ¿Quién diagnostica el trastorno de quién? ¿Cómo se pone uno a salvo? El nosotros de Eisenberg se encuentra asustado, en permanente tensión nerviosa y ofrece continuamente explicaciones que nadie pide (señal de un estado defensivo). Es un nosotros incapaz de cooperar como grupo y que exige a sus miembros un esfuerzo agotador de alerta y precaución, un nosotros –esto es importante– que, además, presenta una notable ingenuidad respecto a sus propias mentiras y al efecto que ocasionan sobre el entorno. Sorprende la exactitud de este retrato colectivo en una autora que, como ella misma admitió en una entrevista a Paris Review, apenas sale de casa.
El nosotros de Eisenberg se encuentra asustado, en permanente tensión nerviosa y ofrece continuamente explicaciones que nadie pide
Leídos estos seis relatos cuarenta años después, hay que decir que se puede constatar su parecido con la realidad actual mediante un ejercicio de arqueología sociológica o, mejor, proyectando que la actual neurosis social de las sociedades capitalistas ya estaba delineada en esta (y otras) obras. En todo caso, a mí me parece que estos cuentos trascienden su condición sociológica y tributan del lado clásico y un poco tópico de la aportación literaria al conocimiento de la condición humana. Sirven para ello: aquí hay jóvenes abrumadas por las apariencias de la gran ciudad, jóvenes atrapadas por el amor tóxico de hombres guapos e inmaduros, profesores que expolian a las jóvenes desde su superioridad, hombres crepusculares que niegan el fracaso de sus vidas… Son actitudes que hacen emerger esa condición humana, más inclinada al error causado por un exceso de emotividad que a una dosis razonable de reflexión. Esto sería la condición humana en la mirada de Eisenberg: equivocarse diariamente de distintos modos a causa del pánico que produce la dureza de la realidad. Manejar de un modo bastante torpe el poder que otorga este amasijo de relaciones insalubres.
Pero decía que lamento no haber conocido a esta autora antes, y que, en lo que se refiere al lector español, haya accedido tan tarde a la orla de las grandes cuentistas estadounidenses traducidas a nuestro idioma (Flannery O´Connor, Lucia Berlin, Cynthia Ozick, Lorrie Morre, Annie Proulx, Eudora Welty, Grace Paley…). Porque lo explicado sobre su literatura es solo una porción de sus logros. Si vamos a su estilo, es magnífico: sus diálogos divierten con esos enroques dialécticos de personajes que no quieren progresar en sus vicios; las introspecciones de su incesante actividad emocional nunca suenan tópicas, porque sabe dar palabra a lo inefable sin recurrir a fórmulas lingüísticas ya trilladas; y las descripciones funcionales (un cuarto vacío, una nevada tras la ventana) tienen fuerza y poesía. Si vamos a su efecto, resulta que es divertida, ácida, tierna y nunca suena altiva, fría o pretenciosa. Para ir cerrando: cuentos largos, entonces, sin ganas de poner en marcha ninguna economía verbal o argumental, sin sobreentendidos ocultos, sin trampas en los montajes de las escenas, sin complejos para hablar de lo que nos duele socialmente. Digo yo que larga vida a su literatura.
Si algo distingue el realismo literario estadounidense es la facilidad con la que sus escritores consiguen trazar el retrato colectivo de su sociedad. Facilidad o naturalidad, muchos de sus cuentistas prescinden de las teorías sociológicas en boga y llenan sus narraciones con peripecias de lo más anodino,...
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Roberto Valencia
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