justicia restaurativa
Reparación y derecho a decidir de las víctimas de violencia de género
Las políticas públicas tienen que dejar de promocionar el ámbito penal, dejar de considerar a las mujeres que sufren violencia como carentes de agencia y poner el acento sus derechos y en la reparación del daño causado
Mª Antonia Caro / Belén González 25/11/2023
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Acabar con la violencia de género es una carrera de fondo, un objetivo a largo plazo, pero hay que evaluar si lo que se está haciendo desde el ámbito institucional y social camina en buena dirección. Los resultados no son satisfactorios; la violencia de género sigue siendo un grave problema social y su mitigación no progresa adecuadamente. Por ello, hay que empeñarse en encontrar estrategias más adecuadas y eficaces.
En el Programa por los Buenos Tratos de Acciónenred Andalucía llevamos casi dos décadas acompañando a personas que han sufrido algún tipo de violencia sexista, en su mayoría mujeres, pero también personas LGTBIQA+. En esos acompañamientos, tras preguntar a la persona acompañada cómo se siente y qué necesita, le explicamos que no vamos a hacer nada que ella no quiera hacer. La experiencia nos ha confirmado que condicionar la ayuda o los recursos psicosociales a la interposición de una denuncia penal impide acceder a estas víctimas al proceso que cada una de ellas necesita.
Uno de los obstáculos para avanzar en el abordaje de estas violencias es la permanencia de mitos que impiden aprehender la realidad. En el imaginario social, así como en las políticas públicas, opera un prototipo de una víctima de maltrato rota, con bajos niveles de autonomía y escasa capacidad para decidir lo que le conviene. Sin embargo, en la realidad no existe homogeneidad ni en los tipos de agresiones ni en los de víctima. Esa representación sirve además para justificar la expansión que han adquirido las medidas penales en las diferentes normas, pero obstaculiza una respuesta adecuada a la variedad de situaciones de maltrato y de agresiones sexuales realmente existentes. De hecho, en normas como la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (LIVG), la definición de “maltrato” abarca comportamientos que van desde el insulto, la vejación o la amenaza leve hasta el maltrato reiterado. Igualmente, en la Ley Orgánica 10/2022 de Garantía Integral de la Libertad Sexual –conocida como la ley del solo sí es sí–, se considera “agresión sexual” desde el tocamiento ocasional hasta la violación.
No existe homogeneidad ni en los tipos de agresiones ni en los de víctima
No obstante, como bien afirmaba Soledad Cazorla, fiscal de sala contra la violencia sobre la mujer, “no existe la mujer maltratada, existe el maltrato”. Cada mujer que haya sufrido maltrato será tan particular como su propia huella dactilar. Igual sucede con toda persona que haya sufrido algún tipo de agresión sexual. También en estos casos, el mito de la violación a manos de un desconocido que asalta a la mujer en plena oscuridad actúa como arcano, al ocultar el hecho de que el grueso de las agresiones sexuales (70-80 %) se producen en el ámbito familiar y el entorno cercano a la víctima.
El grueso de las agresiones sexuales (70-80 %) se producen en el ámbito familiar y el entorno cercano a la víctima
Es esencial huir de estos mitos y partir de la realidad, de la diversidad de personas, de la gravedad de la agresión y de las circunstancias en las que se inscribe esta violencia. Resulta imprescindible diferenciar conductas considerando que no todas las agresiones tienen el mismo impacto (no es lo mismo una bofetada o un tocamiento ocasional que una conducta reiterada de maltrato o una violación). Tampoco todas las mujeres están en las mismas condiciones, lo que exige desplegar políticas públicas dirigidas específicamente hacia los colectivos más vulnerables. Es el caso de las víctimas que no cuentan con recursos económicos suficientes, las personas trans o con diversas expresiones de género con menor reconocimiento como víctimas, las trabajadoras sexuales carentes de todo derecho u otras personas sometidas a discriminaciones específicas como las gitanas, las jornaleras, mujeres con alguna discapacidad física o psíquica. Es también el caso de las migrantes indocumentadas, a las que la ley de extranjería expulsa si finalmente no consiguen una sentencia firme o acreditación oficial del maltrato o de la agresión sexual sufrida. Hacer “tabla rasa” considerando que todo es violencia, que todo es delito, no ayuda a concentrar las medidas de protección en los casos de mayor gravedad ni a implementar los recursos necesarios para las personas en condiciones de mayor vulnerabilidad.
Hay que replantearse las estrategias y políticas públicas, porque son demasiadas las expectativas frustradas para las víctimas, tanto de las que no recurren al sistema penal –que son la mayoría posiblemente– como para las que quedan insatisfechas tras haberlo hecho. Las políticas públicas deben partir de considerar a estas mujeres como sujetos con capacidad de decisión y no objetos de intervención, empezando por eliminar el veto absoluto de la mediación para las víctimas de la violencia de género que figura en la LIVG (art. 44.5) y que se ha reproducido en la reciente ley del solo sí es sí. Hay que desprenderse de la consideración de la mujer víctima como carente de autonomía y de capacidad de decisión, a la que, en aras de su protección, no se le permite decidir tampoco en otros aspectos penales automáticos, como el alejamiento obligatorio tras una sentencia por maltrato, aunque ella quiera seguir viviendo con su pareja –como de hecho hacen muchas a pesar de estas sentencias–, ni tampoco puede retirar la denuncia.
Es hora de poner fin a la revictimización de estas mujeres, infantilizándolas y negándoles autonomía
Es necesario buscar alternativas como la justicia restaurativa, con larga trayectoria y buenos resultados en otros países. Los mecanismos de este sistema de justicia reconocen mayor protagonismo a la víctima, ya que se prioriza la reparación del daño, y también permiten canalizar mejores respuestas a la diferente gravedad de los casos que las normas consideran maltrato o agresión sexual. En resumen, es hora de poner fin a la revictimización de estas mujeres, infantilizándolas, negándoles autonomía y, en algunos casos, imponiéndoles una tutela estatal como sustitución al poder del maltratador o agresor sexual.
La justificación para negar la capacidad de agencia de las mujeres parte de considerar que las mujeres son víctimas y solo pueden ser víctimas y los hombres son agresores y solo pueden ser agresores. Se esencializa como si de dos bloques se tratase, haciendo del episodio violento una condición y no una circunstancia (de mayor o menor gravedad e impacto) que no define ni a la víctima ni al perpetrador. Esta perspectiva contribuye a reforzar los estereotipos sexistas binarios de superioridad del varón e inferioridad de las mujeres, invisibilizando, además, que las personas con otras identidades de género y opciones sexuales también pueden estar involucradas en situaciones de violencia sexista.
Conviene recordar que nuestro sistema penal no puede resolver la lacra de la violencia de género, porque actúa cuando el daño ya se ha producido e individualiza un problema que es estructural. Cabe destacar que esta violencia ocasiona un daño a las víctimas directas, pero también al perpetrador y a toda la sociedad, pues erosiona los cimientos democráticos de nuestra convivencia, atentando contra la libertad, la integridad y el derecho a vivir en paz. Para resolver este problema social se necesita la implicación de toda la tribu pues se trata de erradicar los avales sexistas y estructurales con los que cuenta esta violencia.
En definitiva, las políticas institucionales tienen que redirigir el rumbo: dejar de promocionar el ámbito penal que focaliza el mensaje en la denuncia, lo que responsabiliza a la víctima, y poner el acento en los derechos que esta tiene. Las medidas tienen que orientarse a reparar el daño y, por tanto, garantizar los recursos psicosociales, incluyendo instancias intermedias, como la mediación que permita a las víctimas ensanchar los márgenes de decisión. Se debe igualmente priorizar las medidas educativas y la prevención garantizando derechos como la educación sexual, recogida en la Ley Orgánica 2/2010 de Salud Sexual y Reproductiva, pero sistemáticamente postergada. Finalmente, es fundamental la implicación ciudadana que no puede quedar reducida a la interposición de denuncia cuando se tenga conocimiento de un caso de violencia sexista, sino que se deben potenciar diversas formas de intervención social, entre ellas el acompañamiento, derecho que contempla el estatuto de la víctima –muy presente también por la justicia restaurativa–, pues ofrece un cauce de corresponsabilidad civil que permite expresar la solidaridad y el apoyo que merecen las víctimas.
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Mª Antonia Caro y Belén González son coordinadoras del Programa por los Buenos Tratos de la ONG Acciónenred Andalucía.
Acabar con la violencia de género es una carrera de fondo, un objetivo a largo plazo, pero hay que evaluar si lo que se está haciendo desde el ámbito institucional y social camina en buena dirección. Los resultados no son satisfactorios; la violencia de género sigue siendo un grave problema social y su mitigación...
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