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Hace menos de 24 horas que llegaron los Reyes Magos, y que lo dejaron todo a su paso regado de regalos. Yo contribuí a ese advenimiento. Unos días antes me encontré en el ascensor con una madre y su hijo, que acudían a entregar su carta a un paje real. En el trayecto hasta la planta baja ponderé, ante el niño, la figura de los Reyes Magos. Le animé a entregar su carta y le confirmé su carácter mágico. Fui, de esa manera, el cooperante necesario para que el niño confirmara la existencia de los Reyes Magos, su portento e infalibilidad. Es más, hubiera bastado con que yo no cooperara en toda esa trama para que la trama misma se hubiera desmoronado en un segundo. Pero no fue así, de manera que, gracias a mí, el niño, que ya era un firme valedor de los Reyes Magos, lo será con mayor vehemencia otro rato. Hasta que un día deje creer en ellos. Llegado ese momento, sucederá algo aún más sobrenatural. Creerá que los Reyes Magos no existen, en efecto, pero tan solo por unos instantes. Tras esa inicial incredulidad, pasará a ser, inmediatamente y de manera ya definitiva, un firme defensor del prodigio. Es más, será parte importante de él, otro cómplice, que defenderá en un ascensor la existencia obvia e incuestionable de los Reyes Magos. Formará parte, así, de la legión más fabulosa e increíble que jamás ha existido, integrada por absolutamente todos los habitantes de su casa, de su bloque, de su barrio, de su país, de su sociedad y, de una forma u otra, del mundo. Un grupo inverosímil conformado, bajo otros nombres y tradiciones, por literalmente todo el mundo. Millones y millones de personas dispuestas a defender, puntualmente, que hay seres que hacen maravillas, milagros, asombros. Todo ello supondría, a su vez, la construcción de la ficción más descomunal jamás elaborada. Supondría la mentira más profunda jamás vista, para la cual es necesaria, precisamente, la participación de todas las personas del planeta. Pero no es así. He empezado a escribir estas líneas, precisamente, copado por esa sospecha, de repente dolorosa.
Si existe una obra de teatro luminosa, constante, colectiva, general, en la que todo el mundo participa de manera voluntaria para construir algo que no es real, pero sí generoso y bueno, puede o debe existir su contrario. Una obra oscura y también secreta, y con resultados nefastos y turbadores, y en la que, pese a ello, todo el mundo coopera. Si eso es así, ese fenómeno invisible debe ser absolutamente intenso, como los Reyes Magos. Y, como los Reyes Magos, debe suceder también a plena luz y de manera natural. Por lo que debe ser capaz de suceder, por eso mismo, también en un ascensor. Por todo ello, debe manifestarse también a través de obviedades, de cosas que a nadie le sorprenden y que confirman un sentido común, la observación, como hechos obvios e incuestionables, de aspectos que puede ser poco más que pura ficción, cosas no fehacientes ni fatalmente precisas. Como un desahucio. Como la imposibilidad de vivir sin trabajar. El dinero. Las clases sociales. La violencia política. La violencia. La política. La realidad, en fin. Es posible que no participemos en esa función, que determina nuestras vidas, con palabras. Es posible que tan solo lo hagamos con nuestra ropa. O con nuestros gestos. O con nuestra mirada. O, tal vez, es posible que solo sea necesario nuestro silencio, frente al otro, en el ascensor.
Hace menos de 24 horas que llegaron los Reyes Magos, y que lo dejaron todo a su paso regado de regalos. Yo contribuí a ese advenimiento. Unos días antes me encontré en el ascensor con una madre y su hijo, que acudían a entregar su carta a un paje real. En el trayecto hasta la planta baja ponderé, ante...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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