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Cuando nos despertábamos, mientras las mujeres nos servían el desayuno, nos explicábamos los sueños. Ellas –adultas al cabo, conocedoras del secreto– apenas esbozaban los suyos. Disfrutaban sobremanera, no obstante, de nuestras narraciones, casi tanto como nosotros, de repente poseedores de una historia absurda, sin principio, sin final, y que únicamente conocíamos nosotros entre todos los pobladores de la tierra. Eran, en cierta manera, nuestra única y primera propiedad. Eran sueños, además, divertidos. O, al menos, divertidos para un adulto. Recuerdo, en ese sentido, que una noche soñé con un monstruo. Era un monstruo infantil, casi el dibujo torpe de un niño, y por más que explicaba su fisonomía, intentando recrear el miedo por mí vivido, las mujeres no paraban de reír. Sin saberlo, al explicar los sueños, en aquellas veladas tras el desvelo, estábamos explicando que los sueños, como el resto de nosotros, han evolucionado. Los sueños, esa nebulosa, no son más que un fenómeno histórico, sensible al cambio. Los sueños fueron, así, y por miles de años, algo diferente a lo que son hoy. En el primer texto religioso –esto es, también literario– conservado –el Gilgamesh, redactado, sobre historias anteriores, lejanas y orales, entre el 2500 y el 2000 a.C.– ya aparece, sorprendentemente, un sueño. El protagonista, Gilgamesh, sueña con la muerte de su amigo, que se produce al día siguiente, poco después del despertar. El sueño –algo humano, al punto que Gilgamesh no consigue la inmortalidad que persigue porque, precisamente, no consigue superar la prueba para ello, consistente en vivir sin sueños, sin dormir, como los dioses– es presentado como un contacto directo y fiable con los dioses, que informan a los humanos sobre el devenir. Eso mismo es lo que sucede en La Ilíada –otro libro religioso y literario, redactado, tal vez, entre los siglos VIII y VI a.C., si bien sobre historias, como siempre, muy anteriores, acaecidas cinco siglos antes–. El sueño hace su aparición muy pronto en esa obra de Homero. Y, nuevamente, como punto de contacto entre dioses y humanos. En el Canto II Zeus quiere comunicarse urgentemente con Agamenón, para lo que recurre a Sueño. El diálogo entre Zeus y Sueño es impresionante: “Anda, pernicioso Sueño (…), introdúcete en la tienda de Agamenón Atrida y dile cuidadosamente lo que voy a encargarte”. Y Sueño, obediente, “púsose sobre la cabeza (de Agamenón) y tomó la figura de Néstor (…), que era el anciano al que (Agamenón) más honraba. Así transfigurado, dijo el diurno Sueño (…): ‘Préstame atención, pues vengo como mensajero de Zeus’”. Ese sueño, ese encuentro íntimo con los dioses, es el primer tipo de sueño que aparece en la Biblia. Abraham –Génesis 15:1–, Animelec –Génesis 20:1-7– y Jacob –Génesis 28:13– contactan con Dios en sueños. El sueño de Jacob –el hijo de Isaac, sueña con una escalera, por la que suben y bajan ángeles, y desde cuya cúspide le habla Dios– explica, mejor que ningún otro, esa experiencia, ese contacto único y asombroso. Al despertar de ese sueño, Jacob, profundamente turbado, exclama, aludiendo al punto preciso del suelo sobre el que dormía, con la cabeza recostada sobre una piedra –Génesis 28–: “¡Qué lugar más terrible es este!”. El sueño de Jacob explica que se están produciendo cambios en el sueño. Ya no consiste únicamente en mensajes diáfanos de los dioses, sino que son símbolos enigmáticos, que los dioses envían. Se trata del primer cambio histórico en los sueños. Los sueños siguen siendo mensajes. Lo seguirán siendo por siglos: en el siglo I, por ejemplo, José, el esposo de María, sueña cuatro veces con Dios, como en los tiempos del Gilgamesh. Pero también, desde ahora, los sueños son símbolos, sin significado claro, por lo que deben ser interpretados por un sabedor. En Génesis 37: 6, José, el hijo de Jacob, y el primer interpretador de sueños, explica un sueño suyo. Lo explica como lo hubiera explicado uno de nosotros, en los desayunos de la infancia, lo que resulta no solo enternecedor, sino estremecedor: “Escuchad lo que he soñado. Nos encontrábamos en el campo atando gavillas. De pronto, mi gavilla se levantó y quedó erguida, mientras que las vuestras se colocaron alrededor y se inclinaron ante la mía”. Los símbolos no son historias. Son estáticos. No conducen a ningún otro episodio, salvo a sí mismos. El Bosco, muchos siglos después, tuvo sueños simbólicos, precisamente en su infancia, que pintó en edad adulta. Lo que explica la longevidad del símbolo en el sueño. Dura hasta después de otro silencio de Dios –Dios, las divinidades, dejaron de aparecer ante nosotros en el siglo XVIII–. Es en ese momento cuando se produce la incorporación de otro tipo de sueño: tras los mensajes, tras los símbolos, vienen las historias. Son historias aparentemente reales, en ocasiones hasta poseen tres actos. Y empiezan a ser soñadas, precisamente, en el siglo XVIII. Son los sueños que aparecen en obras literarias, que ya no son religiosas. Son los sueños que explica Goethe a través de Werther, o Cadalso en Las noches lúgubres. Son los sueños románticos que explica Larra en artículos como El día de difuntos de 1836, o La nochebuena de 1836, textos que sólo se explican con la inteligencia del sueño. Desde el siglo XIX, desde ese romanticismo empezado a formular en el XVIII, los sueños han incorporado solo un nuevo tipo, a través de Freud, en el siglo XX. Se trata del sueño como el punto de emisión de mensajes, no de Dios, sino de nosotros. Y, por ello mismo, el sueño como un punto –tal vez el punto más extenso e intenso– en el que uno mismo dialoga con uno mismo. De alguna manera, el mensaje, el símbolo, la historia, el diálogo, todos los tipos de sueño, son lo que estaban encima de la mesa cuando desayunábamos, de pequeños, y reíamos.
Por eso mismo no entiendo que ella, que se había despedido en un sueño, hace años, haya vuelto, con más violencia que nunca. Con más violencia, vuelve a estar viva, ríe y su suavidad y su aroma vuelven a romperlo todo, como solo el agua, aún la calma y mansa, lo rompe todo. Conocedora del secreto, apenas habla. No hay mensaje, símbolo, historia o diálogo. Simplemente está ahí. La trae un sueño viejo, decrépito, que confunde sus recados. Vuelve a estar ahí, dormida, como si los sueños no existieran, tal y como pretendía Gilgamesh. Al desvelarme y ver su espacio vacío, miro el punto en el que mi cuerpo permanecía inerte mientras la soñaba, y me digo, sin decirlo, qué lugar más terrible es este.
Cuando nos despertábamos, mientras las mujeres nos servían el desayuno, nos explicábamos los sueños. Ellas –adultas al cabo, conocedoras del secreto– apenas esbozaban los suyos. Disfrutaban sobremanera, no obstante, de nuestras narraciones, casi tanto como nosotros, de repente poseedores de una historia absurda,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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