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COMO LOS GRIEGOS

El caldo

Los humanos descubrieron el caldo y el umami en el mismo segundo, hace miles de años, mucho antes de inventar, tan siquiera, el pote de barro en el que cocinar líquidos

Guillem Martínez 17/02/2024

<p>La pilota y sus compinches. / <strong>G. M. </strong></p>

La pilota y sus compinches. / G. M. 

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-CAMINANDO POR EL LADO SENCILLO DE LA VIDA. Esta sección ha hecho una cruzada tan épica como inútil para diferenciar la sopa del caldo. Fiel a ese espíritu, hoy la liaré englobando la cosa caldo en lo que debió de ser su casa matriz, su punto de partida: el concepto umami, al punto que he dudado en titular este artículo con la palabra umami, y no con la palabra caldo. Al final, me he hecho un lío, y no se lo que he puesto. Y, una vez embalado, no voy a detenerme a mirar, así que les ruego que alguien me lo diga por wasap. En todo caso, los humanos descubrieron el caldo y el umami en el mismo segundo, hace miles de años, mucho antes de inventar, tan siquiera, el pote de barro en el que cocinar líquidos. Se empezó a hacer caldo, a experimentar con los sabores/el umami, en agujeros en la roca, o en agujeros en el suelo, impermeabilizados con una piel. En un boquete de esos, impermeabilizado con una piel de caballo, por cierto, me tomé mi primer caldo prehistórico, cocinado por prehistóricos, con piedras calentadas en una hoguera, con las que se llevó a hervor sostenido la preparación durante más de tres horas. Ese caldo –agua con, como siempre, una serie de bonus tracks–, me hizo, por cierto, más inteligente, humano y umami. Hola. Bienvenidos a Como los griegos, una sección que pugna por cocinar con las manos. En el caso de hoy, caldo, ese concentrado de umami, del que les explicaré tres accesos épicos, sencillos y distintos. Lo que nos lleva a la pregunta, dos puntos, ¿qué XXXXXXX es el umami?

>-LA UMAMIDAD. Todo empieza en 1909, cuando Kikunae Ikeda salió canino y pitando de la Universidad Imperial de Tokio y llegó a casa, y su esposa le sirvió dashi –caldo con bonito seco y algas marinas; atómico–. Ikeda lo había tomado infinitud de veces, pero esa vez le pareció singular, de manera que su frente se rompió y se obsesionó. Decidió establecer científicamente la razón del sabor espectacular del caldo. A lo que –era profe de química– se aplicó como un poseso. Reprodujo en el laboratorio la receta de la esposa y separó sus componentes. Hasta reducirlos a uno. A ese resultado lo denominó umami –de umai, esto es, sabroso, y mi, esto es, esencia–. Una vez depurado y codificado, el umami no resultó ser otra cosa que glutamato monosódico, ácido glutámico, GMS, o glutamato, así a secas. Un producto que hoy, y gracias al matrimonio Ikeda, está en muchos alimentos procesados –para potenciar su adicción–, en los platos preparados –para que no tiren de espaldas–, y en la obra de muchos restaurantes cutres –para que no los pillen con el carrito del helado–. Pero no archiven tan rápidamente el glutamato, que es, ante todo, nuestro amigo. En la lengua –que nos comemos cuando nos besamos– hay células receptoras para distinguir los sabores. Hasta el siglo XXI eran solo cuatro sabores –dulce y salado, amargo y ácido–, si bien recientemente se ha contrastado la existencia de un quinto grupo de células y de un quinto sabor: umami, o, sencillamente, lo sabroso. Se está investigando, por cierto, la existencia de un último grupo de células, que serían las encargadas de detectar un sexto sabor: la grasa. Y así debe ser, pues eso ya fue previsto por Aristóteles, que lo previó todo.

Todas las especies experimentan, por cierto, con ese número finito de sabores, si bien de manera distinta y con distintas intensidades y funciones. Se sabe que, entre los humanos, la potenciación de un sabor muta a lo largo de la vida –los niños son muy sensibles al sabor ácido, que encuentran muy atractivo, tal vez para facilitar su ingesta de vitamina C–. En ese sentido, el sabor umami es muy importante en todo el tramo vital. Y ya desde la primera experiencia degustativa: la leche materna humana contiene una concentración de glutamato diez veces mayor que la que hay en la leche de vaca. El umami es, así se supone, un indicativo, en términos evolutivos, para que comamos las cosas correctas, y despreciemos las chungas, que la naturaleza envasa a lo bruto, sin adición alguna de glutamato, para que les pillemos manía. El caldo –hervir huesos/médulas, pescado, carne… proteínas– es, así una fuente natural, una orgía incluso, de umami. De forma también natural se encuentra, a tutiplén, en otros alimentos, como los alimentos fermentados –el vino, la salsa de soja…–, el parmesano –a tope–, el jamón, las nueces, las avellanas, los champiñones y las setas shiitake –muy aptas, por eso mismo, para hacer caldo para veganos–, los guisantes, el salmón, las algas, la remolacha, el maíz, las espinacas, el tomate cocinado… Si les va todo este rollo, que no es otra cosa que la gastronomía evolutiva, les vuelvo a recordar la existencia de Cenando con Darwin, de Jonathan Silvertown (BCN, 2017).

-LOS POT-AU-FEU. Un caldo siempre es sencillo. Pero puede serlo aún más. Un caldo sencillísimo, espectacular, repleto de matices umamiescos, es aquel que haces con cuatro zanahorias, puerro y un cuarto de pollo, hirviendo por menos de una hora. Los caldos son, en ese sentido, universales, con más, o menos, o distintos ingredientes, si bien con parecidos genéricos, y quizás, tan solo, con diferencias continentales. En Europa hay un acceso al caldo cada, pongamos, 500 kilómetros. O 501, a lo sumo. En el presente artículo les explico dos de los tres caldos peninsulares más I+D –el cocido, y l’escudella–. Faltaría, para acabarla de liar, el pote galego, que no sale en este artículo porque nunca lo he llegado a cocinar. Y, en términos generales, la humanidad soporta y perdona todos los errores, salvo equivocarte con el caldo que te hacía tu madre. Verán, en todo caso, que, en su distancia, estos caldos del sur, mantienen parecidos asombrosos con el canon europeo del caldo, que viene del norte, y que no es otro que el pot-au-feu, un plato en el que hasta el nombre es divertido. En su opción más rigurosa, se utilizan minerales –sal–, vegetales –zanahorias, nabos, chirivía, puerro, apio y cebolla claveteada, es decir, con semillas de clavo que, como su nombre indica, están clavadas a la cebolla–, animales –un festival; con tres tipos de carne, a saber: a) poco grasas: macreuse, bavette, griffe; b) grasas: costillar, pecho, falda; y c) gelatinosas: morcillo y rabo–. Esta variación de carnes, que puede ser mayor, menor o ridícula, es el caso de la cosa. Y, claro, el bouquet garni que pone orden y personalidad en todo este asunto. Se trata, como recordarán, de un ramillete de hierbas aromáticas, cartesiano, atado con un hilo, para que no se desparrame. Importante: las carnes se echan cuando el agua hierve, de manera que quedan selladas –o eso cree media Francia; la otra media cree que Macron posee proyecto y legado–. Una vez pasado por el fuego por dos o tres horas, se sirve, en primer lugar, el caldo –en casa, tal como sale de la olla; en un restaurant, o cuando se quiere impresionar al suegro, se debe de clarifier/clarificar el caldo; se hace echando clara de huevo al caldo frío, que se lleva a ebullición; en ese trance la clara, que se extrae posteriormente con una espumadera, se queda con lo chungo del caldo–. Al caldo se le agrega nada, picatostes o queso –otro chute de umami–. Importante, o al menos curioso: cuando queda poco caldo en el plato, lo chic no consiste en levantar el plato y aplicarse con la cuchara, como por aquí abajo, sino en echarle un chorro de vino, mezclar ese vino con el caldo que quedaba, moviendo el plato con ambas manos, como un druida cachondo, para después beberlo amorrándose al plato, como hacen los niños con el almíbar, cuando les sirven melocotones en almíbar. Luego, después de esta tunda, se sirve el tuétano, sobre tostadas. Y, luego, las carnes, ya cortadas, servidas en una bandeja o plato mono, junto a los vegetales, en lo que es una escultura impresionista e impresionante. Y, esto es ya una locura, con una guarnición o complemento, consistente en pepinillos, rábano picante rallado, mostazas, cebollitas en vinagre, remolachas diminutas y, en el este de Francia, jalea de grosellas. ¿Por qué aún hay seres que se plantean celebrar, cada año, el 2 de Mayo, y no recoger firmas para la definitiva anexión a Francia? Posiblemente por el cocido. 

-EL COCIDO. Para no herir sensibilidades, les paso la versión del cocido que ofrece la Larousse gastronomique. Consiste en vegetales –hortalizas y legumbres, en especial garbanzos, patatas, zanahorias y col– y carnes –ternera, tocino, costilla, lomo de cerdo, pollo o gallina, hueso de jamón, chorizo y, tal vez, morcilla. Primero se sirve el caldo, colado, y con fideos o arroz. A continuación las verduras y legumbres, aliñadas con aceite. Y, al final, la carne. Para mí, el cocido canónigo es el de El Bola, o el de Lhardy, en Madrid. Ambos se parecen en que para pagarlos se inventó el primer crédito hipotecario, en el XIX. Y en que, si te enfrentas a uno de esos cocidos, monumentales, homéricos –un umamistazo, vamos–, hay un momento en el que no se sabe quién está comiendo a quién. En términos generales, el cocido siempre es bueno. Incluso, y mucho, el orgulloso, si bien humilde en su precio, de Los Pinchitos, un restaurant, próximo al Congreso, que en invierno lo sirve en el menú, cada jueves. Pero por lo demás, hay tantos cocidos como madrileños. Por lo que llamo a mi amigo Guillermo Zapata para que me dé el suyo. Piticlín, piticlín. “Yo le pongo garbanzos, tres puñados por persona, que dejo en remojo la noche anterior. Es un poco demasiado, pero mola que sobre. Luego pongo media cebolla, un puerro picado, todo en la olla, con un poco de aceite, a fuego bajo. Añado punta de jamón y hueso de caña, y le echo el primer agua hasta cubrir. Lo llevo a hervir, y aquí echo la carne, morcillo, y un cuarto de pollo. Y añado también las zanahorias. Vuelvo a cubrir de agua. Y a hervir otra vez. Cuando rompe, echo los garbanzos. Ni en bolsa ni agrupados, a su aire. Fuego bajo y a esperar tres horas, retirando la espuma y las mierdas. En la última hora, el chorizo y el tocino, claro. Hay quien le pone repollo o morcilla, que yo no. Sirvo primero el caldo, con fideos”. Gracias, Zapata. “Por cierto, Martínez, ¿aquella pasta que me debes?”. Acabo esto del umami y te cuento ya yo ya. “Qué umami ni qué niño muerto”. Tu-tu-tu.

-L’ESCUDELLA. L’escudella es el acceso al caldo y a la lectura del umami que hacía mi (u)mami. Lleve lo que lleve, el secreto de este cacharro es la pilota/pelota, una genialidad, antigua y anónima –esto es, una genialidad– para solucionar el problema, vital, de endiñarle carne a un pot-au-feu de manera económica y sorprendente. Para hacer una pilota necesitan, así, poco menos que nada: 150 gramos de carne de ternera picada, y 150 de carne de cerdo picada –pueden sacarla desmenuzando butifarras y, más probablemente, dependiendo de dónde vivan, salchichas–. Se mezcla todo eso con un ajo picado, perejil, sal, harina de galleta y –tachán-tachán– un huevo batido, que hace de engrudo y que evita que la pelota se disuelva en la olla, como todo el mundo, sin cohesión interna alguna. Una curiosidad: las pilotes, cuando yo era pequeño, eran de una esfericidad perfecta. No obstante, he observado, cuando voy a una casa en la que me sirven pilotes, que hoy suelen ser ovaladas. Esos cambios, que no significan nada, significan mucho. Algo, que ignoro, ha pasado en la transmisión de la pilota. ¿Qué significado tiene? Solo se sabrá cuando sea demasiado tarde. Se reserva, en todo caso, la pilota. Se empieza a cocinar metiendo en la olla un trozo de ternera, un hueso de ternera, un hueso de jamón, un hueso blanco –algo categórico; es el secreto de un buen caldo–, y un cuarto de pollo o de gallina. También pecho de cordero –yo paso–, tocino –yo paso–, un pie de cerdo –yo paso–. Se agrega cebolla, apio, chirivía. Y, claro, pasada una hora de hervor, un par de zanahorias y col –yo paso, que la col es de cobardes– y garbanzos –yo paso, que los garbanzos dan mala leche; si se fijan, de León, el epicentro del garbanzo según la NASA, nunca ha salido un Nobel de la Paz; y no se le espera–. Se deja hervir otra hora, desespumando. Y pasado ese tiempo, se agrega la pilota, por una hora. En la última media hora, hasta llegar a las tres horas, se chuta media butifarra blanca y media butifarra negra. Se sirve, primero la sopa, por lo común con pasta –yo paso–, y luego los vegetales y lo que se llama la carn d’olla/la carne de olla.

-UMAMISMO. En Pompeya, gracias a la IA, se han restablecido 2000 palabras de un pergamino calcinado. Se ha descubierto que se trata de un texto epicúreo, inédito, tal vez escrito por Filodemo. Es importante esta recuperación, pues en el siglo IV la humanidad se peló el 90% de la cultura escrita –algo a tener en cuenta en este otro cambio de época, en el que prima, otra vez, la fe, el berrido, la certeza sobre, glups, lo escrito, la duda–. Entre las palabras recuperadas en este ensayo sobre el placer brillan estas: “Como también en el caso de la comida, no creemos inmediatamente que las cosas escasas sean absolutamente más placenteras que las abundantes”. Lo que es cierto. Caldo. Umami. Placer. 

-CAMINANDO POR EL LADO SENCILLO DE LA VIDA. Esta sección ha hecho una cruzada tan épica como inútil para diferenciar la sopa del caldo. Fiel a ese...

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Autor >

Guillem Martínez

Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).

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