Como los griegos. Especial Navidad
Cannelloni / canelons / canelones
Mataría por volver a ver a mamá salir al comedor con una de aquellas bandejas gigantes, con las que me explicaba con canelons que mimar, el buenismo, no es malo, sino que solo es malo el malismo, como su nombre indica
Guillem Martínez 23/12/2023
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-“MERAVIGLIOSA PAURA / DI AVERTI ACCANTO”. Las canciones malas nunca mienten, decía Gil de Biedma. Tan solo mienten cuando simulan ser malas. No lo son. O no siempre. Las canciones hechas para que el ruido nunca cese, las canciones creadas en el mercado y para el mercado, pueden contener verdaderos diamantes, como los que encuentran, periódicamente, los miles de millones de personas que, en todo el mundo, viven en los vertederos, esperando hallar, con todas sus últimas fuerzas, una joya en la basura. El presente artículo va de eso. De un diamante que se coló en la alta cocina y, más aún, en esa cocina que está sentimentalmente por encima de ella: la cocina resultona, aquella cocina sencilla, que te salva de la basura constantemente. Es, además, un plato muy adecuado para estos días. Por estas fechas, si se fijan, siempre les paso un par de platos para liarla y lucirse, para crear diamantes, ese carbón cutre, sometido a la presión y a la temperatura –en este caso, de la entrega, esa presión y temperatura–. La semana que viene les paso una receta para tirar la casa por la ventana. Esta semana, simplemente, les animo a fabricar este plato-ventana, por la que asomarse y ver los diamantes que desprenden objetos que aparentemente carecen de ellos. Como las canciones que nunca mienten –y de las que extraeré todos los ladillos del articulete de hoy; un ladillo es el marido de la ladilla, si bien, en periodismo, son estos titulines que les endoso en cada párrafo–, y como los platos que nunca mienten. Hola. Martínez. Griegos. Hoy los cannelloni, canelons, canelones, un plato que transcurre en tres lenguas, en tres países y en dos continentes. No se lo pierdan.
-“SOY UN HOMBRE A QUIÉN LA SUERTE / HIRIÓ CON ZARPA DE FIERA”. El canelón es un lío. Es uno de los grandes platos de pasta formulados más tardíamente en el laboratorio italiano. De hecho, como sucede con el Sapiens, uno puede ver como los cannelloni evolucionan lentamente a lo largo del tiempo y a través de sus propios fósiles, hasta ser lo que son hoy. Por su etimología, sabemos algo de su origen. El cannellone viene, todo apunta a ello –gracias, Franco Mosino por el monumental Vocabolario etimologico della pasta italiana; guau, qué desmesura; ¿les he dicho ya que amo Italia?–, del palabro cannello, que alude a un canuto, un tubo, un caño, y que explica la lógica del cannellone: es, te pongas como te pongas, un canuto que contiene algo que suele ser satisfactorio. La historia de este canuto arranca en el siglo XVII, con un postre que era eso, un cannellone/canuto, relleno de cosas buenas y dulces, de alguna manera cercano al actual, y eterno, el cannolo siciliano. Un siglo después, el cannellone abandona, zas, los postres, y se sitúa como un primer plato, abrazado, como un náufrago a un madero, al canuto de pasta más próximo: el macarrón. Vincenzo Corrado, cocinero en la corte napolitana del XVIII, y autor del best seller Il cuoco galante (1773, Napoli), parece dibujar el precannelloni en la figura de unos maccheroni rellenos de ternera, trufa, buey y yema de huevo, y en la posibilidad, más parecida en su forma al cannellone Sapiens, de un pacchero relleno de carne. El pacchero, los paccheri, son una pasta divertidísima, unos macarrones XXL, más regulares y gigantescos, y que transmiten felicidad tan solo al verlos.
En Italia, el plato vive un triunfo inusitado desde 1959 hasta los 70. Pero, mucho antes, había triunfado ya en los dos países más italianizados del mundo
-“OH JOHNNY, JOHNNY OH: / LIFE’S NOT COMPLETE TILL YOUR HEART MISSED A BEAT”. A principios del XIX, Giovanni Batta Magi alude a un misterioso “succulento timballo di canelloni”, una especialidad toscana de la que se sabe poco, salvo que ya utiliza el nombre del bicho. Unas décadas después, en 1850, Giuseppe Sorbiatti, en su La Gastronomia Moderna, habla con absoluta naturalidad de algo parecido a los actuales cannelloni –son clavaditos, hasta en el nombre, salvo por el hecho de que la pasta está hecha con harina y polenta, ese alimento del norte–. No es hasta el XX cuando Alberto Cougnet –L’arte cucinaria in Italia, 1910– alude ya a unos cannelloni hechos con pasta, y que pueden ser alla bolognesa, o alla siciliana. En 1959 al cannellone le toca la lotería, al aparecer en el How to eat well and stay well: the mediterranean way, de Ancel Keys –cuidadín: este libraco es el origen de la dieta mediterránea, ese invento americano–. Ese parece ser el pistoletazo para que los cannelloni accedieran al éxito, incluso internacional. En Italia, en todo caso, el plato vive un triunfo inusitado desde ese momento hasta los años 70, solo comparable, en la época, al de Umberto Tozzi. Pero, mucho antes, el cannellone ha triunfado ya, de manera absoluta, en los dos países más italianizados del mundo. Esos dos triunfos explican y datan, tal vez, el invento. Se trata, como ya sabrán, de Argentina, epicentro de un canelón italiano –esto es, con tomate, nada seco, aromatizado, incomprensible; una locura–, que, sin duda, y aquí me estoy mojando, es el mejor de entre los mejores canelones del mundo. Además, es un indicativo de que, en el siglo XIX, cuando se produce la gran migración italiana a Argentina –en la que parece primar más el norte de Italia que el sur–, ya existía en Italia ese plato que, como Marco y el mono Amelio, fue a Argentina en forma de diáspora, donde empezó siendo melancolía, para acabar siendo la Capilla Sixtina del cannellone. El otro país canelonista es, como ya saben, Catalunya, la parte más occidental de Italia, que decía Josep Pla. Más occidental, incluso y en ocasiones, que, glups, Sicilia. Es muy posible que, si usted vive en la Península, los canelones que le hayan llegado lo hayan hecho desde su sede logística catalana. El caneló catalán es, en todo caso, muy diferente del italiano y, no le digo, del argentino. No se lo pierdan.
-“ALEGRIA, / SES ÒRBITES EN SINCRONIA, / I ES OVNIS SE PINYEN I DEIXEN UN CRÀTER / PER SEMPRE DINS SA MEVA VIDA”. En su fundamental La cocina catalana –1979–, Vázquez Montalbán va y dice algo sobre Catalunya que va a misa: “Es la única cocina hispánica que ha creado su propia tradición reformada de la gastronomía italiana de la pasta”. Y, en efecto, Catalunya –y más aún Barcelona–, ha tenido una debilidad peculiar ante la cocina italiana. En el top-3 de italianadas catalanas señaladas, sabiamente, por Vázquez Montalbán están, en el número 3, los fideos a la cazuela, en el número 2, los macarrones al horno, y en el número 1 –subiendo-subiendo, yo lo sabía, tú lo sabías–, los canelons. Vázquez Montalbán los explica así. Parten de una versión de los cannelloni a la Rossini. Todo lo que lleva la partícula Rossini lleva foie, que, en este caso, es sustituido por hígados de pollo y, claro, carne de cerdo, de ternera, nuez moscada, pimienta blanca y bechamel y queso rallado. También hay canelons catalanes a la florentina. Esto es, de espinacas –en Argentina se suelen intercalar estos canelones con los de carne; en Catalunya, jamás–. Y, como en cualquier país católico, los hay de pescado, para los días chungos en la cosmología católica. Por otra parte, Vázquez Montalbán teoriza con la posibilidad de dos orígenes para la incorporación del cannellone a la gastronomía catalana. Origen a), o lejano, tal vez mítico: el contacto con Sicilia y Napoli, iniciado, respectivamente, en el siglo XIII y XV. Y b), o próximo, y tal vez más real: el contacto feroz, absoluto, apasionado, de Barcelona con Italia en las primeras décadas del siglo XIX. Ese periodo olvidado –no satisface ni al nacionalismo español ni al catalán–, fue estudiado por Xavier Fàbregas. No se pierdan su formidable Les formes de diversió en la societat catalana romàntica –de 1975; que junto al Foix i el seu temps, de Gabriel Ferrater, y, a falta de que Germán Labrador apruebe esta ida de olla mía, puede ser el origen de los Estudios Culturales por aquí abajo–. Fàbregas, en su libro, describe una Barcelona que, en los años 30 del siglo XIX, vive fascinada por Italia, por su liberalismo radical, por su incipiente unificación, y que verbaliza esa fascinación a través de un objeto revolucionario, opuesto al carlismo: la ópera. Había, incluso, dos compañías que representaban ópera italiana en la ciudad. Una era el local de la Milicia Nacional –con el tiempo, El Liceu–, y otro era el Teatre de la Santa Creu, muy popular, al que asistía público con las manos sucias aún de la grasa del trabajo. En el Brusi –el Diario de Barcelona, vamos–, no paraban de aparecer anuncios de personas reclamando u ofreciendo cursos de italiano, para estar al día de esa juerga. Barcelona era, en aquel momento, como explicaba mi añorado profe Sergi Beser, una ciudad poco menos que trilingüe. Un coladero de cultura italiana y de, claro, su gastronomía. El sello de todo ello pudo haber sido els canelons, los canelones más raros del mundo.
Barcelona, en los años 30 del siglo XIX, vive fascinada por Italia, por su liberalismo radical, por su incipiente unificación
-“HE TRIED TO SAY: / “WHAT DID YOU DO WIHTOUT ME? / WHY ARE YOU CRYING ALONE ON YOUR SHADOW?”./ AND HE SAID: “I KNOW”. Les explico la receta. Para mi cumple mi mamá me preguntaba qué quería. Y yo le decía que canelones. Unos cuatro días antes del día D venían mis dos abuelitas y la señora Justa, que, junto a mamá, no paraban. En primer lugar hacían la carne. Al horno –lomo de cerdo y ternera para estofado–. Se dejaba enfriar. Después venía lo mejor. Sacaban una máquina que estaba escondida el resto del año. Era la máquina de hacer canalones, una suerte de triturador, que funcionaba con una manivela, que los niños hacíamos girar por turnos, mientras las mujeres se reían de lo mal que lo hacíamos. Otro día, recuerdo, se hervían las hojas, o placas, o como se llamen, de los canelones. Se sacaba esa pasta del agua caliente, conforme se iba haciendo, y se ponía en agua fría. Luego se extendían, sobre manteles de algodón, en todas las mesas y mármoles de casa –ese día comíamos de pie–, hasta que se secaran. Después se les ponía la enganyifa –la carne, el relleno; en catalán es la farsa; mi madre, que sabía mucho de farsas, le llamaba, directamente, lo dicho, la enganyifa, es decir, un engaño simple, leve, una trola–. Recuerdo que a la enganyifa / la carne cocinada y triturada en la fantástica máquina de la manivela, no se le agregaba hígado de pollo, sino paté, de la marca Mina. Al día siguiente se hacía la bechamel y se ponía el queso. Recuerdo que cada una de las mujeres que había sido also starring en todo este pitote, se llevaba a su casa una bandeja con su trabajo, y que, aún así, en casa nos quedaban un huevo de canelons. Era tan divertido fabricar canelons que comerlos era el primer contacto con la melancolía postcoitum. Por lo demás, se trataba de unos canelones en las Quimbambas de los italianos y de los argentinos, que, por entonces, yo desconocía. Eran, en ese sentido, más bien secos, con menos matices, y a punto de morir de añoranza por un tomate. Pero, ahora mismo, mataría por volver a ver a mamá salir al comedor con una de aquellas bandejas gigantes, con las que me explicaba con canelons que mimar, el buenismo, no es malo, sino que solo es malo el malismo, como su nombre indica. Creo que empecé a escribir de canalones solo para recordar esa imagen de mamá, en su más alta nitidez. Y creo que lo he conseguido.
-“LAS NIÑAS BAILAN ENVUELTAS EN LUNAS / CON SUS VESTIDOS BORDAOS DE ESPUMA”. Como pueden ver, la receta facilitada excede la poética de esta sección –la sencillez–. Por lo que les pasaré otra. Fantástica, sencilla, que recoge todo lo que ha dado de sí el cannellone/caneló/canelón, si entendemos que un cannellone/caneló/canelón es un canuto de pasta, relleno de algo bueno y sorprendente, que finaliza en el horno, cubierto de una salsa blanca y con queso. Y eso es lo que tiene el sorprendente, fácil e incalculable cannellone/caneló/canelón de pato confitado. Vamos que nos vamos. Necesitarán dos muslos de pato confitado, pasta wan-tun, un par de cebollas, una escalonia, media docena de ciruelas secas, dos manzanas de las verdes, de las ácidas, dos cebollas dulces, un puñado de piñones, un chorro de oporto –o vino dulce genérico–, nata líquida para una boda y parmesano rayado. Acciones a realizar con las manos: a) deshuesar los muslos, de manera que queden a trocitos minúsculos. Si es necesario, busquen en un desván que ya no existe la màquina de fer canelons. Ah, importante: guardar la grasa de pato que cuelga del sobaco del muslo de pato. Cortar b) las cebollas y la escalonia y pochar todo eso en parte de la grasa del pato que hemos reservado, y que el pato ha cedido sin decir ni pío. Añadir c) las manzanas cortadas a cuadraditos. Y, cuando ya estén blanditas, las d) ciruelas, desintegradas a fragmentos retacos, los e) los piñones –que antes deberán haber sido tostados; los piñones son así–, y el f) pato deconstruido. Sacar del fuego tras practicarle el meneito, el meneito, el meneito. Dejar enfriar. Y aquí viene una de las tres genialidades del plato –la primera, era optar por el pato–: utilizar pasta para wan-tun y pasar de la de los canelones. Esa pasta, muy manejable, es tan delgada –y con ello ligera, digestiva– que ya se hará, solita, en el horno, sin dar la tabarra. Enrollar los canelones. Disponerlos en la bandeja para el horno y –ojo, he aquí la tercera genialidad– pasar de la bechamel, sino inundar la cosa con nata líquida, sobre la que se hace nevar el parmesano. Horno. Algo de gratinador. Y a la XXXX calle. Alucinarán.
-“IT’S A FOOL’S GAME, / NOTHING BUT A FOOL’S GAME, / STANDING IN THE COLD RAIN, / FEELING LIKE A CLOWN”. La semana que viene un clásico de la alta cocina francesa para entrar en el año nuevo: el foie micuit. Necesitarán un hígado crudo de oca o de pato. Vale un huevo. Pero si se asocian con cuatro compinches, sale regalado. Lo digo con tiempo, luego no me vengan y digan esquesemehaolvidado, como siempre, González.
-“MERAVIGLIOSA PAURA / DI AVERTI ACCANTO”. Las canciones malas nunca mienten, decía Gil de Biedma. Tan solo mienten cuando simulan ser malas. No lo son. O no siempre. Las canciones hechas para que el ruido nunca cese, las canciones creadas en el mercado y para el mercado, pueden contener...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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