Como los griegos
El mi cuit
Tras la muerte de Franco, Esteban y Primavera venían a casa periódicamente, cargados de alimentos extraños, divertidos, de colores, como una peli de Hollywood. Siempre traían hígados de oca crudos del Midi
Guillem Martínez 30/12/2023
Rayos, se me olvidó sacarle el film al mi cuit, brrrrr. / G. M.
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-INTÉNTALO / APAGA ESTE MOTOR EN MOVIMIENTO. La primera prueba de la existencia del hígado graso es del Egipto del siglo XV a.C. Se trata de una pintura ubicada en la tumba de Ti, en la que se ve un egipcio cebando a una oca, ambos posando con su perfil bueno. Lo que demuestra que los egipcios ya sabían, a esas alturas, el Gran Secreto de las Ocas. El Gran Secreto, etc.: las aves migratorias disponen de la capacidad de acumular un montón de grasa sin que ello las enferme o reduzca su atractivo. Es más, esa grasa –que también se deposita, y esta es la madre del cordero, en el hígado, modificándolo– es el potente y efectivo combustible que las ocas usan, cada año, para migrar chorrocientos kilómetros sin repostar. Poseedores de ese secreto, los egipcios lo aplicaron a la vida diaria de las ocas, para reproducir su obesidad premigratoria en el laboratorio de la vida, y obtener así hígados grasos en cualquier estación del año. Se trata de la técnica del cebado, que Ti, genio y figura hasta la sepultura, decidió inmortalizar. O, en francés, esa lengua en la que hasta la pena de muerte suena sexy, le gavage, que es, a su vez, algo parecido, de hecho, a una pena de muerte: durante ocho semanas, y a través de una suerte de embudo, a la oca se le chuta más maíz del que puede imaginar. Y, créanme, una oca puede imaginar mucho maíz. Se trata de una crueldad animal, sin duda. Más si se piensa que el hígado de las ocas y de los patos se pone graso cada final del verano por sí solo –en Extremadura, por cierto, se hace un foie gras de oca natural, sin cebado, muy laureado y que quita el hipo–. Por eso, últimamente, cada vez más Estados prohíben el cebado de ocas y patos, lo que es un reflejo de su civilización y buen rollo que bla bla bla. California ha sido, en ese sentido, un pionero, de manera que, en efecto, no hay foie en California, ese estado en el que, por otra parte, sí que hay Skid Row, un barrio indescriptible, en pleno Los Ángeles, y una suerte de campo de refugiados –continuamente bombardeado, se diría– en donde la vida no vale nada. Cuando el neoliberalismo se pone civilizado y sensible, huyan. Si puede ser, con un foie bajo el brazo. Hola. Si les gusta el foie, les aviso de que esto es solo la puntita. No se vayan, sino que sean bienvenidos a Como los griegos, donde hoy hablaremos de uno de los accesos más sencillos y espectaculares al foie gras. El mi cuit. ¿Por dónde iba? Ah, sí, por Roma.
La primera prueba de la existencia del hígado graso es del Egipto del siglo XV a.C.
-NOS IMPORTA UNA HIGA. El hígado hipertrofiado llegó a Roma de Egipto, y volvió majara a la parroquia. Según Plinio el Viejo –el primer periodista muerto en acto de servicio, cubriendo lo de Pompeya, ese Skid Row volcánico–, el responsable de esa locura no fue otro que Apicio –al que conocerán de otras películas, como “Mar y Montaña”–, el tipo ocurrente que empezó a cebar las ocas no con cereales, sino con higos secos, lo que engrandeció la paleta de sabores del foie. Se trataba de la técnica del iecur ficatum de toda la vida –literalmente hígado hígueado; saturar el hígado con higos, vamos–, donde el ficatum, una idea brillante, acabó comiéndose al iecur, creando una nueva palabra para aludir al iecur, de manera que los latinos, que, como todo el mundo, venimos del higo, lo hacemos mucho más cuando aludimos al palabro hígado en nuestras lenguas –que, de Portugal a Rumanía, son diversos homenajes al higo: figado, hígado, fetge, foie, fegato, ficat–. Este alimento creador de neologismos desapareció, zas, con Roma, como casi todo. Pero mantuvo su existencia y su susurro a través de una cultura que no podía cocinar con grasa de cerdo ni con mantequilla, las grasas disponibles en la Europa sin olivos. Los judíos europeos, del norte, se aplicaron a la cría y al engorde de ocas, para la recolección de su grasa –deliciosa para cocinar; según la Université de Toulouse, es además una grasa beneficiosa en la cruzada interestelar contra el colesterol–, de manera que la obtención de hígados grasos fue la segunda consecuencia del asunto. Esa segunda consecuencia empezó a llamar la atención. La primera constatación del invento sucede en la Roma del XVI, donde se ubica la comunidad judía más antigua de Europa, y donde Bartolomeo Scappi, cocinero de Pio V –en aquella época se utilizaba la cifra latina “V” para evitar decir Pío cinco veces, lo que enviaba al garete la solemnidad de las grandes ceremonias vaticanas y, a la vez, atraía a las siempre enojosas palomas–, pondera, en su libro Opera, “el hígado de los gansos domésticos, criados por judíos”. Más al norte, en la Bohemia, ya existe un culto gentil al hígado de ave graso judío, alimento que debió entrar a Francia, por tanto, por su norte, por Alsacia. Desde esa entrada solemne, Francia ha sido un punto de civilización absoluta del foie, si bien un Skid Row absoluto para ocas y patos. Tanto que, en la Europa sin aceite de oliva, la oca ha sido un producto para exportar a Francia, o bien una seña de identidad judía. Desaparecida, por razones obvias, antes de la primera mitad del siglo XX. En Hungría, donde había una gran cocina de la oca, me dicen, esa cocina de la oca desapareció, en beneficio del cerdo, después de 1989, por razones también obvias. En Francia es donde el foie se cartenianiza y se divide en a) crudo –sensible de ser cocinado en escalopes, o de ser preparado para semiconserva o conserva–, b) micuit, esa semiconserva, o c) en conserva. En Francia, a su vez, existen dos poéticas del foie, distintas. El norte –Alsacia– donde el foie es más barroco, con más ingredientes, y donde se come, por cierto, con vinos blancos –el, guau, gewurztraminer alsaciano; pero también vinos de uva podrida de Bordeaux, como el Sauternes, esa pasada; o, les paso un secreto, el Monbazillac, el primo barato y extrovertido del Sauternes–. Y el Sur –Les Landes, Périgord y el Midi–, donde, por primera vez en la historia, el sur se pone amish, y hace foies lacónicos, sobrios, sin muchos ingredientes. A mí me gusta ese foie sureño y dixie, porque fue el que llegó a casa. Literalmente. No se lo pierdan, que todo empieza en el cine Roxy, Barcelona, posguerra, hambre.
-LOS FANTASMAS DEL CINE ROXY. Lo único bueno de la posguerra en Barcelona sucedió en 1941 –miles de años antes de la inflexión de Stalingrado–, y fue la inauguración del Cine Roxy, en la República de Gràcia. Era un cine de estreno que, en breve, iniciaría su caída libre en aquella ciudad derrotada y en caída libre: pasaría rápidamente a ser una sala de reestreno y, luego, de reestreno con varietés, con actuaciones cutres, humanas, de cuando pierdes una guerra, como la de El Torero Rapsoda, para entendernos. La generación de niños en la que se integraba mi padre chaló, no obstante, con ese cine de sesión doble. Por lo que sea, en aquel cine les pasaron cosas fundamentales. Mi padre, un niño, iba a ese cine con su primo Esteban, mayor que él, y una especie de héroe protector. Unos años antes, hasta el 39, habían sido los herederos de la tierra. Habían montado en bicicleta –mi padre no volvió a tener una bici cerca nunca más–, con las bicis incautadas por la CNT. Ahora, sin bicicletas, parece ser que no les quedaba nada. Salvo el cine Roxy. Que para mi padre tampoco duró mucho pues, pronto, en 1946, su primo, compinche y pagano de aquellas sesiones, desapareció, zas, de las eternas praderas del Roxy. La razón: la CNT lo sacó de España, en secreto y sigilo, junto a su madre y a su hermana pequeña, para que todos se reunieran con su padre en el Toulouse liberado. Cruzaron la frontera atravesando la nieve, que les llegaba, a los adultos, hasta el pecho. En Francia, por cierto, Esteban inició al poco una aventura con otro amigo cenetista. Pillaron una furgoneta Citroën y un proyector, y se dedicaron a recorrer el Midi, ofreciendo en los pueblos servicio de cinematografía. Proyectaban pelis americanas, a todo color, en las que primaba el musical. La CNT, por cierto, estaba fascinada por ese tipo de cine. Era el cine proyectado en las salas que colectivizó –en las salas incautadas por la UGT, se era más trascendental y soviético; esto es, triste–. Era el cine que la CNT, si exceptuamos los documentales e informativos, rodó durante la guerra, un cine en el que brillaba la comedia, incluso el musical. Era el cine, ahora lo comprendo, cuya sombra de su sombra se podía intuir, a bajo precio, en el Roxy. Pero el negocio de la furgoneta se fue al garete en breve. Y, como explicaba el primo Esteban, por una razón inapelable: “Los hijos de la gran XXXX italianos, que les dio por rodar películas en las que a un pobre encima van y le mangan la bicicleta”. A lo que agregaba una frase que no he olvidado: “Que tengas que descubrir que la vida es una mierda en el cine, es de tontos”. En otro orden de cosas, Esteban tuvo encuentros puntuales con mi padre, que fue a Francia en alguna ocasión –un pasaporte era un artículo de lujo, no siempre disponible–, mucho más tarde. Por lo visto proyectaban irse juntos a Quebec, primer paso para acceder a Roxyland, Hollywood, California, ese sitio sin foie, con Skid Row. Pero la vida, a diferencia del cine, y como ya saben, consiste en que encima te manguen la bicicleta. La buena noticia es que en una de las meriendas de la CNT –por lo que sé, la CNT organizaba merendolas, para que, entre otras cosas, la diáspora joven se relacionara–, Esteban conoció a Primavera. Tras la muerte de Franco, Esteban y Primavera venían a casa periódicamente, cargados de alimentos extraños, divertidos, de colores, como una peli de Hollywood. Una vez trajeron una pierna gigantesca de ciervo, otra una máquina rarísima, con la que hacer una delicia con fruta congelada, que se llamaba sorbet. Y, siempre, en todo caso, traían hígados de oca crudos del Midi –de cerca de Montauban, la ciudad en la que murió Azaña, y en la que se celebra uno de los mayores mercados de oca de la zona–, que Primavera hacía con mi mamá, en largas tardes perladas de cansancio, etc. Mi mamá, por cierto, adoraba el foie, pero odiaba hacerlos. Por lo de las venas. Lo que nos lleva a la pregunta, dos puntos, ¿cómo hacer un foie mi cuit?
Un hígado de pato va a 60 euros el Kg. Mientras que el de oca suele ir tan solo un poco más caro. Si pueden, jueguen a la oca
-LAS VENAS ABIERTAS DE UNA OCA LATINA. Primero necesitan un foie. Para ello es preciso saber que es mejor el de oca que el de pato. Por dos razones, a saber: a) su sabor, y b) es más difícil que a un hígado de oca le pase lo que a una hígado de pato en el trance de hacerlo mi cuit: que se licúe, que se deshaga. Nunca se debe descartar esa posibilidad con los hígados de pato, lo que adorna a ese hígado con el halo del riesgo, lo que lo hace más sexy. Un hígado de pato –suelen ser 300 gr– va a 60 euros el Kg. Mientras que el de oca –suelen ser 600 gramos– suele ir tan solo un poco más caro. Si pueden, jueguen a –la baza de– la oca. Asóciense. Un hígado entre cuatro, o incluso más personas, es algo razonable y asumible. Y, hacerlo, es algo divertido. Primero deben quitarle las venas –venden hígados sin las venas; pasen, a no ser que quieran cocinarlos en escalope–. Para ello es necesario que el hígado esté a temperatura ambiente, esa temperatura cálida que existía en las casas en invierno, antes de que la Comisión Europea decidiera hacer tongo en el mercado energético. Cuando el hígado haya perdido la rigidez de la nevera, empieza el festival. Primero deben partir el hígado en los dos lóbulos en los que se divide. Al hacerlo, verán ya las venas, y cómo surgen en cada lóbulo. No es complicado sacarlas, si bien es un poco más lioso en el lóbulo pequeño. No duden en hacerle un destrozo al hígado, pues luego será recompuesto ese material plástico, similar al barro. Importante: los niños se lo pasan bien sacando esas venas, ese juego. Pero si quieren hacerlo, recuerden lo que decía Ramón sobre los niños: que se sacan las ideas por la nariz. Que se laven las manos antes, vamos. Aprovechando que tienen el hígado abierto tras el desvene, sálenlo y échenle pimienta por ambos lados de ambos lóbulos. Distribuyan, en ambos lados también, el contenido de una taza de café llena al 50% de oporto –o vino dulce no chungo–, y de cognac –o armagnac, ese cognac occitano, que es una juerga; o brandy, ese velatorio–. Y aquí se abren dos posibilidades: a) seguir, b) dejar reposar la cosa 12 horas. Yo lo he hecho de ambas maneras, y ninguna desmerece. En todo caso, deben recomponer el hígado, enrollarlo en un film transparente. Una vez. Dos. Tres. Que quede prieto, denso, sin aire, sin bolsas, sin ambigüedades. Y, encima, una última capa de papel de aluminio, bien ceñida. Hervir en agua caliente por 30 minutos. Sacar inmediatamente, mientras se dice ay, uy, y depositar, raudos, en agua con hielo. Dejar enfriar. Como a Steve McQueen, trasladar a la neverrrrra un par de días si se puede. Et voilà.
–CODA. Sí al foie, sí a Hollywood, sí a los colores, sí a la alegría, esa militancia absoluta y absorbente. No a que te manguen la bici. No a Skid Row.
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-INTÉNTALO / APAGA ESTE MOTOR EN MOVIMIENTO. La primera prueba de la existencia del hígado graso es del Egipto del siglo XV a.C. Se trata de una pintura ubicada en la tumba de Ti, en la que se ve un egipcio cebando a una oca, ambos posando con su perfil bueno. Lo que demuestra que los egipcios ya...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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