Como los griegos
El ‘gratin’
Recetas con patatas de la alta cocina francesa, que tienen que ver con la Revolución y con el libertinaje
Guillem Martínez 27/01/2024
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-LA SENCILLEZ. El cementerio del Père-Lachaise, en París, es, como todos los cementerios, un catálogo de actitudes. Limitadas, pero emocionantes, como lo fueron en vida. Por eso es sobrecogedora la tumba de Antoine-Augustin Parmentier, en la que priman dos actitudes turbadoras: la sencillez y el agradecimiento. Se trata de una tumba, lo dicho, sencilla, neoclásica, y rodeada, saturada, de un tipo de objeto que decenas de personas traen a ese punto, invariablemente desde hace ya dos siglos, como agradecimiento al difunto por lo que regaló al mundo en vida. Se trata de decenas, cientos de patatas, que cubren la tumba. Esas patatas –¿estos ramos de patatas?, ¿coronas de patatas?– demuestran que el mundo es –no lo olvides nunca jamás– básicamente bueno. Parmentier (1737-1813) es parte de esa bondad innata. Fue el gran valedor de la patata, su difusor fuera de Perú, su promotor, al punto que cuando murió, aquel tubérculo ya era, gracias a él, uno de los grandes cultivos europeos, capaz, por sí solo, de romper un ciclo de hambruna. Se dice rápido. Hola, bienvenidos a Como los griegos, una sección que habla de la aristocracia de la sencillez, y que hoy lo hará del más alto bajo alimento, uno de los que más vidas ha salvado y, sin duda, uno de los más humildes y sencillos, al punto que tiene forma de piedra, esa forma básica y sin utilidad alguna, salvo la de crear ruido y recodo en los ríos. Y hablaremos de la patata a través de, sin duda, uno de los modos más sabrosos de prepararla. El gratin / gratén, platos hechos al horno, que les dota de una corteza dorada. Y verbalizaremos el gratin a través de dos grandes –y sencillas– recetas de la alta cocina francesa, que tienen que ver con la Revolución y con el libertinaje –la primera formulación del anarquismo y, a su vez, la Revolución dentro de la Revolución; esto es, lo más–. Será un artículo tan copado por la patata que, por el camino, se caerán un par de recetas más. Pillen patatas y no se lo pierdan.
-LA PARMENTIERIDAD. Parmentier fue farmacéutico militar y, con el tiempo, agrónomo civil. En la Guerra de los siete años –1756-63; Francia, como ya sabrán, se jugaba el pase a los cuartos de final de la Eurocopa–, fue hecho prisionero por los prusianos, que lo sometieron a una dieta intensa de patatas. Por entonces, la patata, existente en Europa desde el siglo XVI, era tan solo una planta ornamental, que creaba un tubérculo que se ofrecía al ganado y a los indigentes, ese otro ganado. Alimentar a Parmentier con patatas no dejaba de ser una amabilidad del civilizado XVIII, pero también una suerte de insulto, pues era un alimento destinado a animales, y del que se decía que producía la lepra entre los humanos. Tras experimentar la patata en carne propia, tras paliar el hambre y salvar su vida gracias a ella, Parmentier fue su gran publicista. Escribió ensayos sobre ella –mi favorito condensa lo mejor del XVIII: Investigación sobre vegetales nutritivos que en tiempos de necesidad podrían sustituir la comida ordinaria–, ganó premios y, en 1786, tras un año de hambruna, obtuvo del Estado un terrenito, en el que creó el primer campo de patatas europeo, que, progresivamente, se fue ampliando. Para vencer el tabú social ante la patata, consiguió que un destacamento militar I+D vigilara el patatal durante el día, como si aquello fuera oro. De esa manera, los campesinos iban por la noche, cuando no había soldados, a mangar patatas, que eran consumidas como un objeto lujoso, que era lo que en verdad deseaba. Parmentier organizó cursillos patatistas, que finalizaban en cenorrio de patatas. A uno de ellos fue el segundo embajador de EE.UU. en París, Jefferson, que, en breve, haría con la libertad y el control al Estado lo que Parmentier con la patata. El patatismo, por cierto, tan solo fue una de las facetas de Parmentier. Fue el primero en crear azúcar con remolachas, creó una escuela de panadería en París, que fijó el gusto y la forma de la futura baguette. Higienista, consiguió vacunar de viruela a toda la Grande Armée –gran nombre artístico; Napoleón no solo fue el primero, sino el mejor en lo suyo; la nada–, que, en efecto, no murió de viruela, sino tan solo de frío absoluto y ruso. En su honor, no solo pintan de azul los hospitales, sino que la palabra Parmentier está en todas las cartas de los restaurantes de Francia, para informar de que el plato al que se agrega ese apellido está fundamentado en la patata. En honor suyo, indeed, se bautizaron los dos platos más sencillos de patata, creados al parecer por el propio Parmentier, cuya receta, mínima, breve, les paso en un plis-plas.
-PLIS-PLAS. Se trata del a) Potage Parmentier. Según la receta de Julia Child, una vieja conocida de esta sección, la cosa consiste en medio kilo de patatas, medio de puerros, litro y medio de agua, y sal. Hervir 40 minutejos, triturar, pasar por el chino, agregar cuatro cucharadas de nata, y una de perejil, y a tomar por XXXX. Eso último no es de Julia Child. El b) hachis Parmentier consiste en carne picada y condimentada –cebolla, zanahoria, puerro, ajo, tomate, caldo, tomillo, todo ello picado y cocinado en una cazuela, hasta que quede seco y jugoso–, que se deposita en una bandeja de horno. Encima se le pone un piso, generoso y cachondo, de puré de patatas –patatas hervidas, a las que luego, una vez chafadas, se agrega y mezcla leche entera, sal, pimienta y nuez moscada–. Sobre el puré de patatas, se depositan trocitos de mantequilla y una capa de pan rallado, y todo eso se pone al horno unos 20 minutos. Y, zas, nos sale el primer gratin de este artículo. Nos faltan dos.
-LA PATATA DE PROUST. En mi infancia, por cierto, no sabía de Parmentier. Lo que, de haber estado vivo, hubiera sido una buena noticia para Parmentier. La razón: odiaba con profundidad las patatas. Como todas las infancias, la mía integra dos épocas. Una arcaica, vieja, de otro tiempo, en la que observé cosas de repente antiguas y lejanas, casi oníricas, y otra próxima a la época, en la que ya existían cacharros como La Guerra de las Galaxias, Blade Runner, la abstención. De la primera recuerdo cosas incomprensibles. Como que mis papás compraban un carro –sí, un carro; con caballo y perro atado detrás– de patatas, cada verano, al pagès de Can Xarau –al poco desaparecerían esos campos, dando paso a un barrio homónimo; habitado, también, por grandes comedores de patatas–, que nos duraba hasta el siguiente verano. Nos recuerdo a todos nosotros metiendo todas esas patatas en casa, a toda leche, con capazos. Los niños, sumamente pequeños, llevábamos una sola patata, gigantesca, llorando porque no queríamos más patatas. El caso es que las chorrocientas personas que vivíamos en casa comíamos y cenábamos patatas cada día del año. Hubo un momento en el que estuve a una patata de la locura. Con el paso del tiempo he llegado a suponer que ese era el sentimiento que Parmentier quería que tuviera hacia su vegetal. Y no, lo que es muy importante, hacia el hambre, que desconocí gracias a Parmentier. Y, claro, a mis papás, que demostraron que Parmentier son los padres. Lo que aquí sigue es un par de recetas alfa-omega con ese alimento. Son lujosas y, a la vez, humildes. No se las pierdan. Háganlas, cómanlas en conmemoración nuestra. La primera es una receta sexi, incluso guarri, nacida en el París previo a La Commune.
-POMMES ANNA. Se trata de un gâteau –la primera palabra que aprendí en francés; divertidísima y suculenta– de patatas, inventado, según la leyenda oficial, por Adolphe Dugléré, en el Café Anglais, un día que Anna Deslions se presentó y le dijo que le hiciera algo chachi, porfa. Pero desmiguemos esa leyenda, por otra parte inverosímil. Todo se entiende si entendemos a Anna Deslions. Era una mujer joven, bellísima y pelirroja, cuyo oficio era el de demimonde, que, en breve, en la Belle Époque, se conocería como cocotte, la actividad de Odette, la amante que enloquece a Swan, hasta casarse con ella, en el primer volumen de À la recherche du temps perdu. Las demimondes/cocottes no vendían, o no solo, su cuerpo. Vendían, por un precio tan inverosímil que era intangible, sensaciones. Como la sensación del amor, tan profunda que nada vale/lo vale todo. Eran la progresión, en el siglo XIX, de descubrimientos dieciochescos y, en su momento, gratuitos. El paralelo actual igual son esas señoras que hablan como de la clase alta, venden exclusivas, o se casan o anulan bodas con gente importante. Anna Deslions, sencillamente, no solo era la más bella y divertida demimonde –y la que picó más alto; estuvo liada con varios napoleones, entre ellos Napoleón III–, sino que fue la líder natural de Les Lionnes, un grupo irrepetible de profesionales, un puñado de mujeres independientes con vida feliz, final tráfico y, como Anna, autoras, las más, de sendos libros de memorias de gran calidad, inencontrables, míticos, carísimos. El grupito estaba integrado por Cora Pearl, Céleste Magador, y Blanche d’Artigny, cuya biografía condensa la de las anteriores: chica humilde, a los 15 años huye con un zíngaro a Budapest, vuelve, triunfa en París, hasta que uno de sus pretendientes se suicida por despecho, lo que la obliga a salir por piernas –bellísimas y que le empezaban en el cuello– a Egipto donde, evidentemente, se enrolla con el Pachá. Vuelve a París para morir pobre, joven y envejecida. Como Parmentier, que también vino al mundo a coparlo de amor, está enterrada en el Père Lachaise. También se entiende mejor todo el asunto si comprendemos qué era el Café Anglais. Era un gran restaurante fundado en 1802 –desapareció, snif, en 1913, en el primer centenario Parmentier–, con cierta épica –allí se celebró el famoso menu des trois empereurs, que fijó la moda culinaria para un periodo; se trata de un cenorrio en el que Napoleón III invitó a Alejandro II de Rusia y a Guillermo I de Alemania, que la lió porque no le sirvieron foie, en pleno y caluroso verano–. El restaurante aparece en Balzac, en Flaubert y en Zola –en la novela Nana, en la que Nana no es otra que Anna Deslions–. Pero el restaurante era aún más cosas. Disponía de 22 salones privados, que se cerraban desde dentro, a los que la clase alta parisina acudía a cenar, y a lo que surgiera, por lo que el colectivo demimondes era asiduo al edificio. De hecho, Les Lionnes iban en modo emparejadas, a currar, pero también solitas, a liarla. Coral Pearl, por ejemplo, en uno de esos cenorrios, se hizo servir a sí misma al resto de sus invitados, desnuda, escondida dentro de una ostra gigante, que le habían construido con cartón. No es de extrañar que el chef Dugléré quisiera homenajear a Les Lionnes, grandes clientes y, más aún, grandes proveedoras de clientes, con un plato especial, que es como ellas: de origen humilde, pero hermoso, divertido e inolvidable. No se lo pierdan. Necesitan patatas, mantequilla, sal y pimienta blanca. Nada, repito, nada más. Corten las patatas –1 Kg– con una mandolina, que queden finitas. Póngalas en capas, en un molde redondo, como si fueran las manzanas de un pastel de manzanas. Salpimienten en cada piso. Ir agregando, tras la construcción de cada piso, la mantequilla –100-125 gr–, que previamente habremos fundido y clarificado. Se mete el todo en el horno a 180 –grados, no kilómetros por hora, o no acabaremos nunca–, por 45 minutos-una hora. Al finalizar, expulsar a las tinieblas exteriores la mantequilla no asumida por el plato. Dicen que las mejores Pommes Anna se sirven, por cierto, en el Élysée, donde, incluso, se reivindica la autoría del plato. Lo que como que no. No existe, en todo caso, nada más bueno ni sencillo. Salvo, claro, el gratin dauphinois, un plato unido a la Revolución Francesa desde unos segundos antes de que se iniciara.
-LE GRATIN DAUPHINOIS. El plato nace formalmente en 1788. Es decir, nace mucho antes, y de forma anónima y colectiva –tal vez hecho con nabos, el antecesor de la patata en muchos platos–, en el Dauphiné –al sur de los Alpes–, e ilustra lo que Alfonso Reyes, citando a Curnonsky –1872-1956; el gran crítico gastronómico francés– decía de la cocina francesa. Decía que son cuatro cocinas. La a) alta cocina, la b) cocina burguesa, la c) cocina regional, y d) la improvisada, aquella que se hace con lo que se pilla. Pues bien, el gratin dauphinois –a partir de ahora, GD– ha sido, en el tiempo, a), b), c) y d). Todo empieza con la Journée des tuiles, un motín previo a la Revolución y que la presagiaba, en el que la ciudadanía del municipio de Gap se rebotó en defensa de una convocatoria de los Estados Generales de la región. La cosa podría haber acabado en un baño de sangre si no hubiera sido por la actitud del jefe militar del territorio, el duque de Clermont-Tonnerre, que no solo consiguió parar el calentón, sino que el rey se comprometiera a convocar los Estados Generales de todo el reino. Cuando todo quedó un tanto aliviado, el duque, para hacer un momento pelillos-a-la-mar, ofreció un cenorrio a los cargos municipales de Gap, en cuyo menú aparece por primera vez el término GD, que adquiere valor simbólico y revolucionario. Como la Revolución, el plato recorrerá el territorio con fortuna y rapidez. En 1830 ya existe en París un restaurante denominado Au gratin dauphinois. Sobre el GD hay muchas variables, incluso contradictorias. Estos ojos, que se van a comer los gusanos, han visto, por ejemplo, GD hechos, simplemente, con leche entera en una fuente, a los que una mamá arroja cachos irregulares de patata, sal y nuez moscada desde la puerta de la cocina. Les paso la receta del que hago en casa, que viene, creo de Poitiers, en el Atlántico, como quien dice. Ahí va. Cortar patatas –800 gr, pongamos– con la mandolina. Disponer en una bandeja para el horno, previamente frotada con un ajo, y sobre la que se ha vertido un charquito de nata. Una vez culminado un primer piso, salpimentar, y echar emmental y parmesano rallados, sin pasarse, cinco nueces discretas de mantequilla y, otra vez, la nata, que todo lo ahogará, si bien evitando anegarlo. Y así hasta el infinito. Es decir, formando no menos de tres pisos. Meter al horno, con fuego solo inferior, una hora y media. Sencillamente delicioso y rotundo. Como la revolución. Como el regalo de Parmentier. Hasta la próxima.
-LA SENCILLEZ. El cementerio del Père-Lachaise, en París, es, como todos los cementerios, un catálogo de actitudes. Limitadas, pero emocionantes, como lo fueron en vida. Por eso es sobrecogedora la tumba de Antoine-Augustin Parmentier, en la que priman dos actitudes turbadoras: la sencillez y el...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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