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Literatura

La tragicomedia de ser joven en el mero DF

Sobre ‘Mundo anclado’, de Alejandro Espinosa, que admite ser leída en clave de novela policial alternativa latinoamericana

Rubén A. Arribas 21/02/2024

<p>Singular retrato del novelista mexicano Alejandro Espinosa Fuentes.</p>

Singular retrato del novelista mexicano Alejandro Espinosa Fuentes.

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Hay una antología llamada Sol, piedra y sombras (FCE, 2008) que reúne una veintena de cuentos imprescindibles para acercarse a la narrativa mexicana de la primera mitad del siglo XX. Hasta donde recuerdo, la persona que me lo regaló –una amiga del DF que vive en España– destacó que la selección le parecía excelente, pero no me dijo nada sobre el título; en cambio, otro amigo chilango, también radicado aquí, no me comentó nada sobre los cuentos, pero me explicó que el título lo encontraba espléndido: esas tres eran las palabras más frecuentes de la literatura mexicana. Pese a que el prólogo no decía nada de todo ello, elegí creer a mi amigo.

De ahí que lo primero que aclararé sobre Mundo anclado (Contrabando, 2023), la tercera novela de Alejandro Espinosa Fuentes publicada en España, es que cumple con esa marca de identidad mexicana. Es más: se compone de seis partes, y una de ellas se llama “Diccionario de piedras”, donde lo enciclopédico y lo literario se entremezclan de una manera original de la mano de Pedro Vallejo. Este veterano estudiante de la UNAM –lleva más años allí como alumno que muchos catedráticos dando clase– estructura su discurso narrativo alrededor de una veintena de entradas dedicadas a piedras conocidas o a expresiones coloquiales que contienen este sustantivo lítico. Así, Vallejo hace avanzar la trama a la par que nos habla de la piedra angular, la filosofal, la Rosetta, la nefrítica, la que compite con el papel y la tijera, la que se cuela en el zapato, etc.

Según Vallejo, el mayor mérito de Octavio Paz es haber sido el primer poeta del país en convertirse en millonario

En cuanto a la palabra sol,ese mismo diccionario incluye una entrada sobre el poema “Piedra de sol”, de Octavio Paz. Según Vallejo, el mayor mérito del tótem académico mexicano por excelencia es haber sido el primer poeta del país en convertirse en millonario. Paz no es el único damnificado por las críticas algo arbitrarias de este eterno doctorando en bares de la UNAM. También lo es Bolaño, quien, según Vallejo, “hizo el Disneyworld de los poetas malditos, le dio al mercado masivo algo consumible, y sin querer se chingó a todas las voces peculiares encasillándolas como detectives salvajes”. Ironías de la vida literaria, Vallejo terminará convertido en detective bolañesco en una novela que no oculta su deuda con el autor chileno.

Por último, resta la palabra sombra. Quizá una de sus apariciones más relevantes sea en esta sencilla frase: “Conduje con cautela por la ensombrecida noche capitalina”. La escribe Julián Segovia –otro de los narradores de la novela– cuando recuerda el día en que Vallejo, Mélida y él fueron a buscar a su amigo Cuautli hasta el Reclusorio Sur, donde estaba encarcelado por haber robado unas zapatillas. Por el momento y el contexto en que aparece, la frase remite al espíritu chilango, antisolemne y decadente que recorre esta novela, que bien podría etiquetarse de campus o académica debido a la omnipresencia de la UNAM.

Volviendo a esos universitarios que atraviesan la noche del DF en un coche que les han prestado para ir –supuestamente– a la presentación de un libro, vale decir que Mundo anclado es una narración muy urbanita. Si bien una parte de ella transcurre en la Huasteca potosina –a unos 400 km de la capital mexicana–, el regusto final que deja la lectura es similar al de Mantra de Rodrigo Fresán o Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, esto es, el de hacernos sentir que el DF es un desmesurado animal mitológico que exige ser adorado presencial y literariamente al menos una vez en la vida.

Salir a buscar la verdad

En total, Mundo anclado tiene seis partes y seis narradores, de los cuales cinco son los que vertebran el grueso del relato –unas 370 páginas– a través de una narración fragmentaria que transcurre siempre en este orden: Julián, Mélida, Cuautli, Jenny y Vallejo. En esencia, lo que une a estos cinco personajes es que, al poco de hacerse amigos en su juventud en el DF, se marcharon a vivir juntos en una casa de campo en la Huasteca. Al cabo de unos meses, colisionaron de lleno con el horror: Mélida apareció en la bañera con tres tiros en la cabeza y Jenny desapareció sin dejar rastro. Ese día se les terminó la juventud y, por extensión, cualquier resto de inocencia que les quedara.

El sexto y último narrador es un tal Jerónimo Hierro, que dice ser “amigo de la familia”, pero de quien el lector no sabe nada previamente. Su intervención se limita a unas escasas –pero decisivas– diez páginas, que se anuncian como un epílogo. Hierro dice ser el abogado de Emilio Bazán, un eminente catedrático de la UNAM que adoptó a Mélida cuando esta quedó huérfana y que dio trabajo a Julián como asistente. Si bien Hierro cumple con la tarea de informar al lector para que ate cabos sueltos, en realidad, le imprime un último giro al asunto central de la novela: a qué llamamos verdad y de qué modo eso compromete ciertas decisiones personales.

La organización temporal de Mundo anclado tiene su complejidad. A grandes rasgos, baste decir que la historia alterna el plano presente, donde están instalados Julián y Vallejo como relatores de referencia, y un plano pasado donde los cinco narradores hablan de los meses que duró su amistad, pero también de otros momentos importantes de su vida. Entre esos dos planos principales –presente y pasado–, hay unos diez años de diferencia. El punto de partida es que Julián, hastiado de ser un burócrata de la Secretaría de Cultura y cansado de la mediocridad que envuelve su existencia, retoma el hábito de escribir a deshoras y se propone “devolverle un poco de orden al pasado” y reconstruir aquel momento en que todavía tenía ilusiones, expectativas y ganas de bailar. Aquello que alguna vez llamó juventud.

En ese presente tan poco halagüeño, Julián retoma el contacto con Vallejo –de quien se había distanciado desde la muerte de Mélida– y le propone que investiguen qué ocurrió aquella noche en la Huasteca. Puesto que los dos comparten frustración ante la proverbial inoperancia y desidia de las instituciones mexicanas, enseguida se ponen en marcha. Como sostiene Julián, son tantos “los muertos últimamente” que “si nosotros no salimos a buscar nuestra verdad, a nadie más le importará descubrirla”.      

Metamorfosis de una juventud anclada

Además de rica en sol, piedras y sombras, la novela de Espinosa Fuentes es generosa también en otras palabras tan mexicanas como las anteriores. Una de ellas es desencanto, un sentimiento que emana de la imposibilidad de cambio que transmite un país que ha normalizado la corrupción, la violencia contra las mujeres o la falta de voluntad política para enmendar la situación. Así nos lo cuenta Mélida, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores y activista del movimiento feminista: “Desencanto es una palabra muy bonita para lo que siento –le dije–, yo tengo rabia, estoy harta de esta mierda, a todos les vale madres y nada cambia”. Y, un poco más adelante, agrega: “Cada vez está más aceptado ser un vendido, renegar de cualquier creencia alegando una madurez sensata”.

Mélida se sentía abrumada porque vivía rodeada de compañeras y compañeros que fingían defender el bien común mientras esperaban que les llegase la oferta adecuada para traicionar su militancia política. De ahí que ella presionara a Julián, Vallejo, Cuautli y Jenny –que nada tenían que ver con el activismo– para marcharse juntos a una casa de su familia y probar allí la receta neorrural como empujón definitivo a sus vidas ancladas. De repente, cultivar un huerto, criar gallinas o matar un pavo para cocinarlo, según Mélida, era “tomarse la vida en serio”.

Otra palabra importante es orfandad. Pese a tener orígenes sociales, trayectorias vitales o bagajes culturales muy diferentes, la mayoría de los protagonistas estaban atravesados en su juventud por algún sentimiento de pérdida. Por los “orígenes rotos”, como se refería Mélida al hecho de ser huérfana de un padre asesinado y una madre suicida. Cada quien tenía lo suyo. Así, Julián había perdido a su madre debido a un cáncer fulminante y no se hablaba con su padre, mientras que Jenny se prostituía desde los 12 años en el peligroso barrio de Tepito. En cuanto al mestizo Cuautli, él se creía una suerte de reencarnación maya de Batman, si bien su experiencia tenía más que ver con el abandono, la precariedad económica o el racismo policial.

Estamos ante una novela que utiliza estrategias del género policial, pero que establece un modo de lectura típico de la alta literatura

La excepción era Vallejo, procedente de una familia adinerada con la que no parecía tener desavenencia alguna. De hecho, ese bienestar económico le permitía mostrarse cínico, nihilista y desapegado, pues, a diferencia de Jenny, Cuautli o Julián, no necesitaba trabajar. Sin embargo, como escribe él mismo al poco de empezar la novela, ya en tiempo presente, ver el rostro baleado de Mélida le hizo entrar en contacto con una “imagen del horror” que, desde entonces, sopla sobre “su pasado hecho de escombros” y lo condena “al miedo”, en especial cuando las luces están apagadas. Esa es su orfandad.

La medida de su metamorfosis entre el pasado y el presente nos la dan fragmentos como este: “Veo pasar la destrucción del mundo en esta página. Veo el pasado vivo, se repite por primera vez , las cosas aparecen en la hoja en blanco y al nombrarlas les doy cuerda. Capto lo perdido a través de estas piedras con forma de palabra. Aquí existen. Un mundo anclado los preserva. Es lo único que nos queda a falta de respuestas, nada de lo que suceda aquí tendrá respuesta, la forma de este país es un enorme signo de interrogación clausurado abruptamente por el interrogante de sus muertos”.

Un espejo burlón para contar la realidad

Mundo anclado admite ser leída en clave de novela policial alternativa latinoamericana, por seguir la nomenclatura propuesta por Diego Trelles Paz, autor del esclarecedor ensayo Detectives perdidos en una ciudad oscura (cuya genealogía arranca, según este autor peruano, en Borges, pasa por escritores mexicanos como Vicente Leñero, Jorge Ibargüengoitia o José Emilio Pacheco, y alcanza su esplendor con Piglia y Bolaño). Al fin y al cabo, estamos ante una novela fragmentaria y polifónica que utiliza estrategias del género policial, pero que huye de él estableciendo un modo de lectura típico de la alta literatura. Como sostiene Trelles Paz, y como demuestra Mundo anclado, la realidad latinoamericana desborda los moldes del policial anglosajón, mientras que el cauce bolañesco proporciona una estructura idónea para expresar esa complejidad.

El mero DF es hoy la ciudad literaria por antonomasia

De hecho, Vallejo y Julián están perfectos en su papel de letraheridos que realizan una serie de pesquisas que parecen alejarles más que acercarles a la resolución del enigma. Más que énfasis en averiguar quién asesinó a Mélida, que pasó con tal o cual personaje o dar cuenta de las corruptelas que acontecen en la UNAM, la novela construye un espejo que nos devuelve una imagen tragicómica respecto del horror que vive México desde hace tiempo. De hecho, estos dos amigos metidos a detectives improvisados repiten cada tanto una frase que Mélida hizo célebre: “A la justicia siempre llegamos tarde”. Ante lo que Vallejo, anforita de ron en mano, podría acotar chistosamente algo como: “Si es que llegamos, carnal...”.

Esa lectura, más despegada del realismo y más apegada a la imaginación o el humor, viene sugerida desde la cubierta, que está dedicada a un cuadro tan irónico y divertido como La extracción de la piedra de la locura, de El Bosco. También la corrobora el propio Vallejo, quien le dedica una entrada a la piedra en cuestión y lee el cuadro no solo como un “fiel testimonio de la época”, sino “como un espejo burlón de la locura creativa” y como la prueba fehaciente de que “la locura se cura con locura”.

Eso explica la saludable desmesura que desprende esta novela, donde cabe de todo: juegos verbales, coloquialismos fascinantes, guiños a la cultura popular –como el uso de la palabra catafixia, inventada por el humorista Chabelo–, reflexiones sobre política o diversidad cultural, y hasta un homenaje a Las mil y una noches. Y todo ello teniendo por motor literario una voluntad desacralizadora de la literatura y de lo académico similar a la que encontramos en Antonio Orejudo.

Ahora bien, si esta novela deja huella en quien la lee, es también porque bebe de una tristeza que se palpa entre broma y broma. Este es el libro de un joven autor que, como dice Vallejo de Julián, asumió el reto de “rendirle tributo a los muertos” y que apostó por “relatar una historia a la altura de su orfandad” (cuatro in memoriam abren la novela). El resultado no solo supone la irrupción definitiva del enorme talento que ya se avizoraba en obras anteriores de Espinosa Fuentes, sino la constatación de que el mero DF es hoy la ciudad literaria por antonomasia. Allí, como cuenta Mundo anclado, sigue habiendo vacantes para ejercer como detectives salvajes... Eso sí, acaso nada de lo que suceda tendrá respuesta.

Hay una antología llamada Sol, piedra y sombras (FCE, 2008) que reúne una veintena de cuentos imprescindibles para acercarse a la narrativa mexicana de la primera mitad del siglo XX. Hasta donde recuerdo, la persona que me lo regaló –una amiga del DF que vive en España– destacó que la selección le...

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