LITERATURA
Bajarse del autobús patriota, clasista y racista
Dos novelas latinoamericanas recientes cuestionan el patrón de la identidad como sustento de la patria
Rubén A. Arribas 5/08/2023
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Hay que fundar una patria propia. Hay que reclamar el derecho a inventarla a partir de la cambiante y singular diversidad que somos. Hay que pelear por la palabra patria, reapropiársela y resignificarla, y evitar así que el nacionalismo monolítico, regresivo e inquisitorial siga cargándola de connotaciones arcaicas, monolingües, etnocéntricas, monoculturales y heteropatriarcales. En Seúl, São Paulo (Periférica, 2023), Gabriel Mamani Magne parece hablar sobre España; sin embargo, como escritor boliviano que reside en Brasil, lo hace sobre su país natal y sobre lo indefinible que le resulta a él mismo la bolivianidad.
Tayson, el protagonista de la novela, nació en 1997 en el seno de una familia migrante boliviana radicada en la ciudad brasileña de São Paulo. Cuando tiene dieciséis años, sus padres deciden deshacer el camino migratorio y volver a El Alto, localidad próxima a La Paz. El movimiento le ocasiona una crisis identitaria del tamaño de la cercana cordillera andina. Así, harto de que sus adolescentes compañeras y compañeros de clase se burlen de su acento brasileño, Tyson abandona el instituto: nadie entiende que es un bolibrasuco, esto es, un híbrido boliviano y brasileño.
Allí solo ondea la bandera tricolor, y nunca la wiphala –la bandera de los pueblos indígenas–, pese a que el presidente Evo Morales la ha declarado oficial
Algo similar, aunque en una escala de violencia superior, le ocurre en la academia militar de las Fuerzas Aéreas donde su padre lo ha apuntado para que convalide el servicio obligatorio. Al poco de empezar, Tayson pide la baja, pues, como explica su primo –narrador testigo de la novela–, “Querían meterle la patria a palazos”. ¿Qué clase de palazos? Por ejemplo, uno tan simbólico como que allí solo ondea la bandera tricolor, y nunca la wiphala –la bandera de los pueblos indígenas–, pese a que el presidente Evo Morales la ha declarado oficial.
Otro palazo, nos explica el primo de Tayson, es que la patria equivale a practicar la “subordinación total” ante el mando militar como “requisito primordial” si ellos, los reclutas, quieren ser considerados no solo “patriotas de verdad”, sino “hombres”. En definitiva, el nacionalismo entendido como una manera de perpetuar la sumisión, las jerarquías y lo heteronormativo.
La patria equivale a practicar la “subordinación total” ante el mando militar como “requisito primordial”
Un tercer palazo tiene que ver con la típica verborrea exaltada. En el caso de estos militares encargados de instruir a la juventud del país –también hay mujeres en la academia–, ser boliviano o boliviana es estar dispuesto a partirse la cara con quien haga falta por defender que la zampoña es suya, y no peruana. Y, por supuesto, también a echarse el máuser al hombro al grito de que “cada bala es un chileno muerto”.
Acaso ese sea el último palazo: heredar como propias y actuales dolorosas derrotas bélicas del pasado. Más de ciento cuarenta años después, Bolivia sigue sin recuperarse de la invasión chilena de Antofagasta y la pérdida de los territorios del litoral en 1879, y ha convertido en identitario reclamar cada 23 de marzo su anhelada salida al mar. No compartir este entusiasmo por odiar a los chilenos y entrenarse para matarlos en una hipotética revancha futura, hace de Tyson, en lenguaje patriótico, un cobarde y un desertor. Y de su primo, el primo de un cobarde y un desertor.
Por una patria no binaria, fluida y no excluyente
Como escribió el argentino Federico Jeanmaire en sus novelas La patria (Seix Barral, 2006) o Wërra (Anagrama, 2020), la palabra patria procede etimológicamente de padre. Son los hombres y, en particular, los padres –casi nunca las madres–, quienes definen qué es y qué no es la patria (nótese que para hablar de la madre patria se utilizan expresiones como los padres de la patria y hombres de Estado, pero no las madres de la patria o mujeres de Estado). Volviendo a Jeanmaire, en su caso, la dictadura de Videla, la guerra de Malvinas y un padre autoritario favorable a ambas contextualizan su reflexión sobre la necesidad de disputar el significado de esta palabra, de “no abandonarla a su suerte para que los otros la utilicen a su antojo”.
Asimismo, según Kim de l'Horizon en El libro de sangre (De Conatus, 2023), el análisis histórico del discurso nacionalista creado alrededor del haya de sangre, símbolo helvético por excelencia, es concluyente: abunda el macho germanoparlante “buscando una figura materna” llamada patria. A lo que agrega: es “como si hubiera una gran falta de madres”. A fin de cubrir esas carencias del varón suizo medio, De l'Horizon cede gran parte del protagonismo narrativo a la madre y a la abuela materna de su narrador (una persona no binaria).
En ese sentido, Seúl, São Paulo puede leerse en la estela de las novelas mencionadas anteriormente. Por un lado, las mujeres están condenadas al silencio –a propósito, como explicó Mamani en esta entrevista– y sometidas al autoritarismo masculino a la hora de definir la bolivianidad. Por otro, el padre de Tyson opta por pegarle un puñetazo a su hijo al saber que este se ha “bajado del bus del patriotismo a mitad de camino”. Le resulta inconcebible que desobedezca su mandato, es decir, que quiera ser boliviano a su manera.
Las mujeres están condenadas al silencio y sometidas al autoritarismo masculino a la hora de definir la bolivianidad
Y es que Tyson necesita que la bolivianidad sea una herencia menos pesada, opresiva y cerrada. A él le va mejor entenderla como una membrana permeable a otras culturas, como el origen aimara familiar o su fascinación por bailar K-pop surcoreano. Sin necesidad de sesudas teorías ni palabras altisonantes, el joven Tyson nos enseña que el origen se elige y que la identidad nacional es un constructo personal donde es posible conjugar varias pertenencias. El suyo, por decirlo así, es un patriotismo no binario, fluido y no excluyente.
A caballo entre la villa miseria y el barrio privado
En La banda de los polacos (Anagrama, 2023), Federico Jeanmaire aborda, desde su siempre singular punto de vista, la argentinidad, un asunto recurrente en su obra. Esta vez lo hace construyendo una trama delirante donde el racismo y la clase social desempeñan un papel fundamental (dos temas, por cierto, esenciales también en la novela de Gabriel Mamani).
Jeanmaire narra las peripecias de un puñado de siete jóvenes de una villa miseria de Buenos Aires que forman una banda llamada Los Wojtyla, cuyo propósito es “cambiar el mundo” y “hacerlo menos injusto, hacerlo mejor”. Estos siete pibes tienen en común que, debido a su piel blanca y su pelo rubio, reciben el apodo de polacos. Lejos de ser un dato anecdótico, el epíteto connota su singularidad. De hecho, sus hermanas y hermanos suelen ser oscuros, “tan oscuros como su madre”, aclara el narrador.
Ese narrador, un quiosquero de la villa llamado Borges, también nos aclara esto otro: “Por esas cosas de la vida, los polacos suelen ser los hermanos mayores. Asunto que seguro debe tener algo que ver con el hecho de que sus madres van a limpiar bien jóvenes las casas de los ricos de la ciudad y de los barrios privados vecinos de la villa”.
Ese es el caso de la Yesi, alias la Colorada. A sus dieciocho años, esta bella, inteligente, pelirroja y blanca polaca lidera Los Wojtyla. Si bien sus compañeros no lo saben –aunque sí el lector–, ella quiere vengar a su madre, a la que un importante secretario de juzgado pelirrojo dejó embarazada cuando tenía catorce años. Al principio, la Yesi quiere intentarlo por la vía legal e interponerle un “juicio de filiación al hijo de puta” de su padre. Sin embargo, un abogado le hace ver que su padre biológico es ahora un importante juez y que esa es, para una mujer pobre y de piel oscura como su madre, una batalla perdida de antemano. Ese es el mundo injusto que la Yesi quiere mejorar con su banda.
Despolaquizarse o no, he ahí la cuestión
Al grito de “Polonia va a cambiar el mundo”, la Yesi guía a Los Wojtyla en la ejecución de un plan que solo ella conoce, pero que irá revelando con cuentagotas a sus compañeros. Un detalle notable es que el plan debe contar con el apoyo del párroco de la villa y del obispo de Buenos Aires, pues la Yesi se propone un acercamiento entre quienes habitan los lujosos barrios privados porteños –oyentes asiduos de la misa en la catedral– y quienes habitan las precarias casillas de la villa (algunas incluso sin cuarto de baño).
El plan en cuestión está sugerido a través del título del primer y el último capítulo: si Argentina quiere resolver el racismo y la desigualdad existentes, debe dejar de pensarse como “Polonia del sur” y empezar a hacerlo como “África del norte”. Como sugiere hiperbólicamente otro título, el futuro pasa por convencerse de que “El amor cambiará el mundo”, esto es, por mestizarse y oscurecer la actual identidad nacional.
El futuro pasa por convencerse de que “El amor cambiará el mundo”, esto es, por mestizarse y oscurecer la actual identidad nacional
Jeanmaire conecta así, por ejemplo, con el país pluricultural, plurilingüe y multiétnico que retrató Hebe Uhart en sus crónicas y cuentos. Es más: La banda de los polacos propone hacer sexualmente más inclusiva y diversa la argentinidad. A diferencia de lo que ocurre en la Polonia real –epítome de la homofobia ultraderechista europea–, Los Wojtyla apuestan por dejar que las personas, incluidos los sacerdotes, vivan su homosexualidad libremente. Puede que así, da a entender Jeanmaire, los curas no sientan tan a menudo la diabólica tentación de cometer abusos sexuales o violaciones.
Fiel a su estilo antisolemne, polisémico, metaliterario y humorísticamente cervantino, Jeanmaire propone arreglar los problemas argentinos por la vía del amor. O, como mínimo, del sexo interclasista divertido y consentido entre rubias aburridas de barrio privado que se llaman Delfina y tatuados morochos musculosos que se llaman Diego Armando. Quizá así la inagotable cantidad de problemas políticos, laborales y culturales que acarrean el racismo y el clasismo comience a ser agotable. Seguir como hasta ahora, parafraseando al quiosquero Borges, es taparse los ojos para no querer ver. O, claro está, obstinarse en no querer cambiar el mundo.
Hay que fundar una patria propia. Hay que reclamar el derecho a inventarla a partir de la cambiante y singular diversidad que somos. Hay que pelear por la palabra patria, reapropiársela y resignificarla, y evitar así que el nacionalismo monolítico, regresivo e inquisitorial siga cargándola de...
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