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Historia racista

Dos novelas anticoloniales y una Exposición Universal

Sobre ‘Huaco retrato’, de la escritora peruana Gabriela Wiener, y ‘La jaula de los onas’, del argentino Carlos Gamerro

Rubén A. Arribas 29/01/2024

<p>Los onas secuestrados por Maurice Maître (izquierda) para un zoológico humano. / <strong>Adolfo Kwasny, Punta Arenas, Chile</strong></p>

Los onas secuestrados por Maurice Maître (izquierda) para un zoológico humano. / Adolfo Kwasny, Punta Arenas, Chile

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Cuando murió su padre, Gabriela heredó dos objetos: el teléfono móvil y un libro. Gracias al primero pudo leer el correo electrónico paterno y descubrir que existía otra familia, clandestina y paralela, desde hacía treinta años; según los mensajes, en algún lugar de Lima, había otra mujer, otra hija y otra casa. Dicho de otro modo: su padre había sido un mentiroso, un bígamo y un impostor. Semejante hallazgo, además de obligarla a reconstruir la historia familiar, le dejó a Gabriela un legado emocional difícil de gestionar.

Por si fuera poco, el libro que heredó, Perú y Bolivia. Relato de viaje, escrito por su tatarabuelo Charles Wiener, le sirvió para descubrir una segunda mentira. Wiener era el gran orgullo familiar, pues no solo ocupaba el lugar del patriarca autriaco que había dado origen al apellido en Perú, sino que se hablaba de él como de un Indiana Jones que había aportado unas 4.000 piezas precolombinas para la Exposición Universal de París (1889) y como un explorador que había estado a punto de descubrir Machu Picchu. Dado que había escrito su libro en francés, nadie lo había leído, pues este ni se tradujo ni se editó en Perú hasta 1996. Luego, cuando estuvo disponible, es de suponer que las casi 900 páginas del volumen resultaron demasiadas para la mayoría.

De hecho, si alguien hubiera leído el libro, nos cuenta la protagonista de Huaco retrato (Random House, 2021), difícilmente habría triunfado esta leyenda familiar. Así, Wiener explica en su dietario que solo estuvo en Perú entre 1876 y 1878, y no tiene el menor pudor en mostrarse como un racista, un clasista y un imperialista convencido. La descripción de sus actuaciones como supuesto arqueólogo tampoco lo dejan en buen lugar: metodológicamente, era un chapucero. Y más que comerciar con arte, lo que hizo fue saquear y destrozar yacimientos, cuando no tomar prestadas obras de coleccionistas que no pensaba devolver... En ese sentido, Wiener fue un excelente ejemplo del llamado racismo científico, que gozó de total impunidad a finales del siglo XIX.

Charles Wiener se muestra en su dietario como un racista, un clasista y un imperialista convencido

Quizá el colmo de esa pretendida superioridad cultural sea el fragmento donde Wiener explica que le compró un niño a una chola alcoholizada por un puñado de monedas y que se lo llevó con él a Europa para civilizarlo... En fin, poco hablamos del tráfico de seres humanos en la época colonial, en especial de menores de edad. Por eso mismo, vale tanto el gesto de Gabriela al leer el libro de su tatarabuelo anclándose en su “identidad marrón, chola y sudaca” que “intenta disimular la Wiener” que lleva dentro. Es todo un ejercicio de descolonización del mito familiar.

Sexo de choque y fuga

En Huaco retrato, la escritora peruana Gabriela Wiener incursiona en la autoficción, algo novedoso en su trayectoria por cuanto su obra anterior era eminentemente periodística. Sin embargo, este libro debe ser leído como una novela –así lo ha subrayado ella en varias entrevistas– donde la protagonista actúa como un trasunto suyo. Eso sí, resulta complicado entrar en ese juego porque autora y personaje comparten no solo nombre y apellido, sino también experiencias vitales tan singulares como una identidad y un cuerpo racializados, una relación poliamorosa estable o un padre bígamo. En cualquier caso, quede hecho este disclaimer autoficcional.

De todos modos, lo anterior no influye gran cosa a la hora de acompañar a la novela en tres reflexiones al margen de la clave de lectura familiar. Una de ellas es que Charles Wiener había viajado a América no para zambullirse en otras culturas y admirarlas, sino para verificar que la europea era superior y que cualquier otra no pasaba de ser una manifestación más o menos lograda de la barbarie. Por desgracia, tipos como él fueron grandes impulsores del racismo epistemológico que acompañó al movimiento colonial, y que pervive hoy en forma de eurocentrismo.

La segunda reflexión es que los Wiener peruanos proceden de un hijo bastardo abandonado. Charles o Karl Wiener –afrancesó su nombre para disimular que era judío– dejó embarazada a María Rodríguez, una chica viuda de 15 años, que dio a luz a Carlos; sin embargo, el ilustre aventurero no menciona nada de todo ello en Perú y Bolivia. Asimismo, según las fechas que él mismo aporta, debió de acostarse con María y, a continuación, viajar a Bolivia. Fue una relación, como subraya Gabriela, de “choque y fuga”, nadie sabe si consentida o no. Aunque Wiener jamás regresó al país ni escribió para preocuparse por su familia peruana, se convirtió en el héroe del mito familiar, un papel que evidentemente le correspondía a María, que fue quien sacó adelante al hijo de ambos.

Sin hombres como Wiener, aquel “Disney del colonialismo”, como llama Gabriela a la Exposición Universal, no hubiera sido posible

Por último, el expolio de arte precolombino. Las alrededor de 4.000 piezas con que mercadeó Wiener contribuyeron decisivamente al éxito de la Expo Universal de París. De hecho, pese a que la comunidad científica lo consideraba un tipo fraudulento, el Gobierno francés lo premió dándole la nacionalidad francesa –que tanto anhelaba– y condecorándolo con la Legión de Honor. Y es que, sin hombres como Wiener, aquel “Disney del colonialismo”, como lo llama Gabriela, no hubiera sido posible.

Pese a que hoy sabemos que aquella Expo fue un delirio racista –baste ver el famoso Jardín de Aclimatación–, Charles Wiener conserva todavía parte de su prestigio. Es más: su legado puede visitarse en el Museu du quai Branly (París), que tiene una colección con su nombre donde no se cuestiona la procedencia o pertenencia de esos objetos. Por suerte, ahora disponemos también de la novela que ha escrito su cholísima tataranieta peruana. Ella, Gabriela Wiener, nos recuerda algo que el eurocentrismo quiere olvidar: existen muchos “museos muy bonitos levantados sobre cosas muy feas”.

Los zoológicos humanos

Quizá lo menos obvio de lo mucho que comparten Huaco retrato y La jaula de los onas (Alfaguara, 2022), del argentino Carlos Gamerro, sea lo más literario de todo: ambas novelas tienen su origen en un libro de la biblioteca paterna. En el caso de Gamerro, se trata de La Patagonia trágica (1928), del abogado y escritor donostiarra José María Borrero, quien denunció el asesinato de indígenas y obreros por parte de los estancieros de las provincias argentinas de Santa Cruz y de Tierra del Fuego. Esa lectura, en la década del 80, encendió su interés por la cuestión.

Gracias al libro de Borrero, Gamerro tomó contacto con la historia de Kalapakte, el protagonista de su novela. Este indio ona –selk'nam en su lengua– y otras diez personas de su comunidad fueron secuestradas en bahía San Felipe por un tal Maurice Maître, quien vio en ellos una oportunidad de negocio en boga a finales del siglo XIX: abrir un zoológico humano itinerante. Este emprendedor francobelga pensó que, si lograba transportar a los onas hasta la Exposición Universal de París y los exhibía en una jaula, ganaría mucho dinero. Y eso hizo.

Puesto a exotizar aún más su mercancía, Maître se inventó que los onas eran antropófagos, así que la única comida que les daba era carne cruda de caballo. Dado que el racismo lo impregnaba casi todo en aquella sociedad colonial, a mucha gente aquello le pareció normal y acudió a visitar la jaula. Ya se sabe: un espectáculo es un espectáculo. A nadie pareció preocuparle tampoco que hubieran muerto dos onas en el viaje y otros dos dentro de aquella jaula parisina.

Por suerte, entre tanto idiota racista, apareció gente que creía en la dignidad del ser humano y denunció aquella aberración. En consecuencia, Maître liberó a los siete onas cautivos. Seis fueron embarcados rumbo a Tierra del Fuego, pero dos murieron en ese viaje. Al séptimo, Kalapakte, se le perdió la pista en París y no se tuvo noticias suyas hasta un año después, cuando reapareció en Montevideo. Allí lo encontró un hermano salesiano, de los que estaban en las misiones patagónicas, y se lo llevó a Tierra del Fuego. Todo esto según Borrero.

Fascinado por esta historia –incluidos sus datos erróneos y mitificaciones–, Gamerro comenzó a fabular el meollo de La jaula de las onas: ¿qué había hecho Kalapakte ese año que estuvo solo, si nadie hablaba la lengua de los onas y estos solo hablaban la suya?

El salvaje sur argentino

Gamerro ha contestado a esa pregunta a través de una novela que sintetiza las versiones derivadas de su investigación –cuatro según un artículo que publicó en Clarín– y las libérrimas hipótesis narrativas que él fue forjando en su imaginación. Y es que, como aclara al final de la novela, la explicación buena le llegó cuando llevaba ya varias décadas ficcionando historias –algo alocadas– sobre lo ocurrido, muy en el estilo de lo que había hecho con Eva Perón o el Che Guevara en otras novelas.

Por esa razón, no conviene ingresar en este libro solo con ánimo de conocer la historia de Kalapakte y los otros onas secuestrados. En realidad, ese es el episodio inspirador de una narración mucho más abarcadora. Con casi 500 páginas y escrita con una ambición decimonónica, La jaula de los onas dibuja un fresco algo licencioso de la transición del siglo XIX al XX en Tierra del Fuego, una época y un enclave que poco tienen que envidiar al salvaje oeste estadounidense, pero sobre el que disponemos de menos literatura o cine.

El sur patagónico también tuvo sus buscadores de oro, sus reverendos, sus viajeros insignes. Por tener, tuvo su propio exterminio de pueblos indígenas

Sin embargo, como muestra Gamerro, aquel sur patagónico también tuvo sus buscadores de oro, sus reverendos, sus viajeros insignes, sus cazadores –de animales, de recompensas, de personas– o sus capitalistas con ánimo latifundista. Por tener, la Patagonia tuvo su propio exterminio de pueblos indígenas: ese episodio histórico que unos llaman Conquista del Desierto (1879-1885), pero otros han rebautizado como Campaña contra el Indio.

Por eso mismo, si bien hay partes de la novela que transcurren en París, Groenlandia o Estados Unidos, estas aportan, sobre todo, contexto histórico para comprender el meollo del asunto narrativo. A saber: los argentinos no solo descienden de los barcos, como rezan el dicho popular o la samba de Litto Nebbia –o como dijeron los expresidentes Mauricio Macri y Alberto Fernández–, sino que también proceden de los llamados pueblos originarios. Por mucho que la cultura argentina se resista a otorgarles el peso simbólico que les corresponde en la construcción de la identidad nacional, la historia es tozuda.

De ahí que resulte particularmente llamativo el dispositivo novelístico que Gamerro monta para dar cuenta de un variado crisol de voces y de estilos narrativos. Así, en diecinueve capítulos, el lector conoce el punto de vista de afrancesados argentinos de clase alta que estaban en París en 1889, del traficante Maurice Maître o de misioneros salesianos, pero también el de Rosa Shemiken –hermana de Kalapakte– o el del antropólogo Franz Boas, contrario al racismo científico que practicaban los tipos como Charles Wiener. Al mismo tiempo, la narración va saltando del formato clásico al intercambio epistolar, el diario, la entrevista o el teatro.

Entre esa pléyade de voces, destaca la de Karl, un obrero alemán, anarquista y judío que trabaja en la recién construida Torre Eiffel. A lo largo de la novela, Karl se autoimpondrá como misión cuidar de Kalapakte –otro anarquista, pero por naturaleza– y acompañarlo de vuelta a casa, una odisea que durará casi dos décadas. En los capítulos que protagonizan ambos, Karl fungirá como narrador testigo y nos relatará las aventuras y desventuras de Kalapakte mientras ambos se enrolan con el capitán Cook rumbo al polo Norte, apoyan la primera huelga sindical en Estados Unidos o forman parte de la rebelión obrera contra los estancieros del sur de Argentina.

Reinvindicación de la cultura ona

Pese a tanto destino internacional, el momento cumbre acontece en Argentina, cuando Kalapakte y Karl se integran en la vida de la comunidad ona de la que había sido secuestrado el primero. Pasado un tiempo, ambos son aceptados como participantes del hain, el secreto ritual de paso en que los onas jóvenes se convierten en adultos de pleno derecho. Tal es la complejidad narrativa de este ceremonial, según afirmó Gamerro en una entrevista, que irradia un nivel de sofisticación teatral a la altura de una ópera de Wagner o de la La divina comedia. De hecho, este capítulo 16, con sus casi sesenta páginas, puede leerse como una declaración de amor por la cultura ona.

Además de la extensión y profundidad con que Gamerro escribe sobre el hain, impacta que sea él quien lo haga. Al fin y al cabo, no deja de ser un koliot –un blanco– especialista en el Ulises de Joyce, un traductor de Shakespeare o un erudito ensayista sobre la literatura argentina, amén del autor de Las islas, la gran novela sobre la guerra de Malvinas. En otras palabras: Gamerro encarna, como pocos, la alta cultura. De ahí que tras leer La jaula de las onas sea difícil no concluir que la cultura ona o selk'nam –y cualquier otra procedente de comunidades indígenas– forma parte de la identidad argentina tanto o más que la europea. Lo demás es racismo.

Cuando murió su padre, Gabriela heredó dos objetos: el teléfono móvil y un libro. Gracias al primero pudo leer el correo electrónico paterno y descubrir que existía otra familia, clandestina y paralela, desde hacía treinta años; según los mensajes, en algún lugar de Lima, había otra mujer, otra hija y otra casa....

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