MADRÍ, ZONA DE OBRAS
Ópera
Plaza dura de granito pagado al contado. Ni rastro de tierra. Vegetación nivel cero, bancos sin sombra… Eso sí, mercadillos de artesanía, medievales, de comidas regionales. Todo a mayor gloria de la tasa municipal
Ricardo Aguilera 11/02/2024
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“La música, oro. El resto, papel moneda”. La frase me la regaló un amigo que sabe de esto. Uno, que lleva décadas ganando el parné haciéndose pasar por periodista musical, le tiene cariño al tema. La música es el arte más etéreo: no está en ninguna parte, no se puede tocar, no tiene representación física. Hay que sentirla. Por eso siempre me ha resultado chocante que el templo por antonomasia de la música en Madrid sea un mamotreto tan sólido y denso como el Teatro Real.
Este bloque neoclásico fue encargado por Fernando VII, aquel canalla que usó España como palangana de sus fétidos humores. Un Borbón de pura cepa. El encargo era un brindis al sol que más calienta: no había presupuesto. La parte mollar de la construcción del teatro, a manos de un buen puñado de arquitectos reales y municipales, transcurrió durante el reinado de Isabel II, “la de aquí”, no confundir con Beth, “la de allá”. En 1850, el búnker de la ópera ya estaba listo. En sus tiempos de gloria pasaron por allí genios como Verdi o Rossini. Sin embargo, las noches en la ópera de la aristocracia madrileña fueron decayendo. No cuadraban las cuentas, los ricachos no acudían en masa –no había tantos– y tampoco tenían mucha afición por la música: sus vicios eran otros. La Casa Real se quitó de en medio privatizando la gestión del teatro, que recayó en sucesivos empresarios. Fueron a la ruina uno detrás de otro. En 1925 se bajó el telón definitivamente. Además, el teatro se venía abajo físicamente: las obras del metro hacían temblar los cimientos.
En los sesenta se proyectó la demolición del edificio. Astutamente, la Fundación Juan March, haciendo honor a la memoria del pirata que le da nombre, presentó la alternativa de construir otro teatro de la ópera en la Castellana. Al final se optó por remozar el antiguo, que abrió en 1966, aunque ya no estaba para óperas, porque no contaba con los artilugios escénicos necesarios. Esta segunda inauguración se abrió con la actuación de la Orquesta Nacional, dirigida por Frübeck de Burgos, que interpretó piezas que fueron sesteadas por el Caudillo, la Collares y los principotes de entonces. Tres años después, subió el nivel del público, porque allí se celebró el XIV Festival de Eurovisión, donde nuestra Salomé triunfó arrastrando los 14 kilos de flecos de porcelana azul celeste con que la había cubierto Pertegaz. En los noventa se volvió a remodelar el mazacote para adaptarlo a las necesidades operísticas. Durante la obra se cayó la suntuosa araña central sobre el patio de butacas: 2.700 kilos de vidrio y 80 millones de pesetas hechos añicos. Menos mal que ya habían declarado BIC el edificio. Hoy sigue ahí, todo él pompa maciza, pero sin el glamur de antaño: el Sorteo de Lotería de Navidad se celebra allí desde 2012. Cantinela operística postmoderna: ¡400 millones de eeeeuros!
Otra de las curiosidades del Teatro Real es que no hay manera de saber cuál es la fachada y cual la trasera. Ambas son de mucho fuste, porque este monstruo de dos espaldas da a la Plaza de Oriente y a la de Ópera. Pero como de Oriente ya hemos hablado, vamos a por Ópera. Lo primero que hay que reseñar es que no figura en el callejero, porque el nombre oficial es Plaza de Isabel II. Madrid y su manía de llamar a las cosas por dos nombres a la vez. De Isabel II lo único que tiene la plaza es una estatua de bronce, obra del escultor de cámara José Piquer y Duart. Fue destruída durante la II República y recuperada después copiando una réplica de mármol que obraba en la Biblioteca Nacional. Pero por más empeño que se ponga, la estatua no ha podido con la estación de metro, que ha bautizado la plaza en la jerga popular: Ópera. Era inevitable que esta plaza albergase el Teatro Real, porque antaño acogió el teatro del los Caños del Peral, y aún antes un corral de comedias. Algunas de estas curiosidades arqueológicas, incluyendo los arcos de las fuentes de los Caños del Peral, se pueden ver en la reforma de la estación de metro, que ha puesto vidrieras para lucir las raíces madrileñas. En superficie, la remodelación de la plaza realizada por el faraón Gallardón, luce como era de esperar: plaza dura de granito pagado al contado a los proveedores gallegos, gente de bien que hace el agosto con los alcaldes madrileños. Ni rastro de tierra, vegetación nivel cero, bancos sin sombra… Eso sí, mercadillos de artesanía, medievales, de comidas regionales…. Todo a mayor gloria de la tasa municipal y de un proyecto en común para convertir la ciudad en negocio. Da resultado. Les votan.
Frente al Teatro Real estuvo el Real Cinema, obra de Teodoro Anasagasti, inaugurado en 1920. Cuatro años después se pasó por allí Howard Carter para dar cuenta de cómo había saqueado la tumba de Tutankamon. Recibió aplausos. En 1977 estrenaron La Guerra de las Galaxias, en 2012 lo cerraron y en 2020 lo demolieron. Sic transit gloria mundi. Todavía andan por ahí pidiendo responsabilidades al Ayuntamiento por tirar un edificio histórico: en los despachos del consistorio no se oyen más que risas. En los sótanos del antiguo cine había una discoteca temible: Heaven. Para ascender a este cielo subterráneo había que lidiar con unos porteros que no eran precisamente discípulos de San Pedro. Fueron protagonistas de tiroteos, apuñalamientos y palizas en la calle de la Priora, por donde se entraba al antro. Todo este complejo es hoy el hotel Ocean Drive, de pésimo gusto arquitectónico, que no tiene nada que ver con la famosa avenida de Miami más allá del nombre y los precios.
Como todas las plazas viejas, Ópera invita a la nostalgia. Los lugares que conocimos no existen y los sustitutos son franquicias temibles. El Gran Musical, tienda de instrumentos con solera y belleza, es hoy un chiringuito de souvenirs. Entré el otro día para comprar un bolígrafo; estaba tomando notas sobre la plaza y lo eché en falta. Me miraron como a un extraterrestre. ¿Bolígrafo, escribir? Los locales de otra vida han desaparecido. Recuerdo con especial cariño el bar Monje (muy ricas las navajas) donde me llevaba el Reverendo, que vivía muy cerca, en la calle Campomanes, en un quinto sin ascensor al que subir su piano Hammond era tarea reservada para amigos en plena forma. Nada queda. Bueno, algo: el Asador Real nada más encabezar la calle de la Escalinata. Quedan también los clubs de alterne de la calle Caños del Peral, tan sórdidos hoy como hace medio siglo, eso sí, cambiando los acentos del sur de España por los del sur de América. Y la música, encofrada en el monolítico Real, que será feo, pero por lo menos suena a algo.
“La música, oro. El resto, papel moneda”. La frase me la regaló un amigo que sabe de esto. Uno, que lleva décadas ganando el parné haciéndose pasar por periodista musical, le tiene cariño al tema. La música es el arte más etéreo: no está en ninguna parte, no se puede tocar, no tiene representación...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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