MADRÍ, ZONA DE OBRAS
Plazaka
Este y oeste son los lugares cardinales de esta no plaza donde late un mínimo de humanidad. El resto son las prisas del intercambiador, las maldades que se urden tras las cristaleras ahumadas o los cohechos que se dirimen en los juzgados
Ricardo Aguilera 1/01/2024
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Es un sitio tan inhóspito que a nadie se le ocurriría vivir allí. De hecho, nadie vive allí. La plaza de Castilla tiene el privilegio de no albergar ni un solo edificio de viviendas, lo cual da una idea de lo desagradable que resulta. Y es que, en realidad, no es una plaza, un ágora, un lugar de encuentro; más bien es una no plaza.
A diferencia de otros lugares, la creación de Plazaka no se puede datar con fecha alguna. En los años 50 y 60, era el fin de Madrid, la salida norte. Más allá de esta no plaza no había nada, solo yermos. Bueno, estaban las casas de protección oficial de los tranviarios, la colonia San Cristobal, diseñada por el gran Secundino Zuazo (Casa de las Flores), y conocida popularmente como “los nichos”. Si quieren saber el por qué de ese nombre no tienen más que acercarse a verlas, o pensar mal y acertar.
Plazaka era también el final de la Castellana, así que se diseñó un remate glorioso: el monumento a Calvo Sotelo. Ese conjunto escultórico, bautizado como “la corbata” por el gracejo madrileño, se levantó en medio de la plaza en 1960. Un monolito de hormigón revestido de piedra, con la efigie del homenajeado y un paralelepípedo detrás. Como cortina para que no se apreciara la desolación de los eriales “transmadrileños”, plantaron una hilera de chopos que hace décadas desaparecieron. Todo espeso, trascendente y feo. Su autor fue Carlos Ferreira, escultor tan adicto al régimen que no solo dejó su obra desparramada por el Valle de los Caídos, sino que se especializó en vírgenes castrenses: la Virgen de la Inmaculada, patrona del Ejército de Tierra; la Virgen del Carmen, patrona de la Armada, y la belicosa Virgen de África, que conmemora el comienzo de la Guerra Civil, que ya es conmemorar.
Ahora que ya no mueve las caderas, solo cuesta 150.000 euros al año. Una ganga. Dicen los chatarreros que hoy día no dan por el obelisco ni su peso en metal
Pese al buen trato administrativo que reciben los mártires del franquismo, quizás por su escasez, años después arrumbaron a Calvo Sotelo a un lado de la plaza para oxigenarla con una fuente lejanamente inspirada en un diseño de Fernández Alba. Tampoco cuajó, porque acabaron demoliéndola para dar lugar a uno de los timos más espectaculares que ha sufrido la villa y corte: el obelisco de Calatrava. Según los papeles, dicha espingarda fue una donación de Caja Madrid a la ciudad. Un gesto, vaya. Por aquel entonces, Caja Madrid estaba presidida por Miguel Blesa, compañero de pupitre de Aznar, muerto años después en eso que se llama “extrañas circunstancias” para no ir al fondo de reptiles del asunto. Poco después del puntiagudo donativo, la caja de marras pasó a ser el instrumento utilizado por el mago de la economía, Rodrigo Rato, para estafar a unos cuantos de cientos de miles de personas. Con estos precedentes no es de extrañar que el regalo estuviera envenenado. El obelisco de Calatrava, de 92 metros de alto, se compone de un fuste metálico revestido por unas costillas que debían moverse para dar la impresión de que aquel lapicero descomunal ondulaba sobre sí mismo. La inauguración corrió a cargo del preemérito y unas cuantas autoridades más bajas, pero de su misma talla moral, incluidos el extinto Blesa y el faraón Gallardón. El trasto “onduló” solo dos veces, luego se caló el mecanismo porque al Ayuntamiento le costaba 300.000 euros al año el mantenimiento, además de los quince millones que puso a tocateja para levantar el falo dorado. Ahora que ya no mueve las caderas, solo cuesta 150.000 euros al año. Una ganga. Dicen los chatarreros que hoy día no dan por el obelisco ni su peso en metal. El PP y los negocios: disparar con pólvora del rey y quedarse con los casquillos. Para acabar de redondear la triste andadura del trasto calatraveño, admiremos en estos días tan señalados la ristra de luces nacionalnavideñas que se ha marcado Pulgarcito alrededor del falo metálico. A primera vista, todo el conjunto parece una atracción de coches de choque. Tal vez lo sea.
La parte norte de la plaza está presidida por las famosas Torres Kio, de nombre oficial y rimbombante “Puerta de Europa”: dos rascacielos inclinados 15 grados uno contra el otro, obra de una pareja de arquitectos made in USA. Cristal oscuro y metal pulido por duplicado. Por lo visto gustan, porque han salido mucho en el cine. En uno reside el poder económico del levante, Caixabank, y en el otro los tejemanejes inmobiliarios de Realia, o sea, de la morena de las Koplovitz. Mirando al sur, encontramos un edificio que supura gravedad: los Juzgados de Plaza de Castilla, lugar de encuentro de todos los timadores de alcurnia de este país, que son legión, y de todas las televisiones que los graban entrando con cara de circunstancia, que no son pocas.
El lado este de la plaza es un remanso: las instalaciones del Canal de Isabel II, con ese pedazo de depósito de agua que tiene la belleza de la funcionalidad: hormigón armado que sirve para algo. A sus pies se han habilitado unas salas de exposiciones que da gusto visitarlas. Y a la entrada, en la acera, un kiosco de churros muy solicitado. Bien. En la parte oeste de la plaza muere Bravo Murillo, la Gran Vía de los pobres, y nace la novísima Avenida de Asturias, donde se ha tenido que refugiar el Rastrillo de Tetuán tras ser desahuciado de Marqués de Viana, su lugar original. Este y oeste son los lugares cardinales de esta no plaza donde late un mínimo de humanidad, gente que va buscando cosillas en el rastro o arte en las exposiciones. El resto son las prisas del intercambiador, las maldades que se urden tras las cristaleras ahumadas o los cohechos que se dirimen en los juzgados. Y en medio, tráfico y estrambote.
Es un sitio tan inhóspito que a nadie se le ocurriría vivir allí. De hecho, nadie vive allí. La plaza de Castilla tiene el privilegio de no albergar ni un solo edificio de viviendas, lo cual da una idea de lo desagradable que resulta. Y es que, en realidad, no es una plaza, un ágora, un lugar de encuentro; más...
Autor >
Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí