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Es incomprensible que el cuerpo diminuto y frágil, que está a mi lado, en la madrugada, emita estos ronquidos fabulosos, pero es lo que sucede en este preciso momento. Desvelado, hace rato ya que solo puedo pensar en esos ronquidos, hipnotizado, obsesionado casi. Noto que cada ronquido, siendo el mismo, es diferente. Lo que me lleva a pensar que los ronquidos quizás son una lengua nocturna, que ella habla cuando está poseída por el sueño, que no deja de ser una divinidad. Por lo que, en este momento, ella me está explicando, tal vez, algo incomprensible, prodigioso y que nunca me explicará en otra lengua y en otro horario, y que un Dios olvidado le dicta al oído. Lo que me cuenta serían, así, misterios inauditos, que lo cambiarían todo, y que tendrían que ver con su amor, con el sentido cierto y escondido de la vida, o con lo experimentado en los primeros meses de la muerte. Sería posible, en todo caso, una lengua parecida a ronquido. Las lenguas más antiguas del mundo, las que hablan los bosquimanos, las joisanas, pueden crear esa sensación. Carecen de consonantes, que son sustituidas por clics, uno chasquidos y sonidos profundos, que provienen, sencillamente, de la imitación de los sonidos de los animales. Es posible que esas lenguas no sean sapiens, sino un tesoro y hallazgo anterior. Es emocionante, en todo caso, escuchar esas lenguas. Nos trascienden. Sus sonidos profundos son los más hondos emitidos por la garganta humana. Son su límite inferior. El límite superior de los sonidos humanos está en los labios, los mismos que, en ocasiones, te comes a besos. Esta gama de sonidos posibles, desde el clic hasta los labios, que no se utilizan simultáneamente en ninguna lengua concreta, es una parte de lo que el Chomsky lingüista denomina los universales lingüísticos, el cúmulo de posibilidades fonéticas y gramaticales, vasto, si bien limitado, del que disponemos los humanos, solo por el hecho de serlo, para hablar una lengua. Los bosquimanos, a su vez, son más que todo eso. Son una suerte de universales humanos. Son los sapiens con el ADN más antiguo. Quizás por eso mismo poseen todas las características de todas las razas posibles, empezando por el color de su piel, un color de piel cercano, a la vez, al africano, al europeo, al asiático. Ellos son todos nosotros y, de alguna manera, nos llevan dentro, en lo que es una labor antigua, abnegada y jamás reconocida. Es más, Coetzee explica que, a principios del siglo XX, era común en Sudáfrica descansar, al final del día, bajo el porche de la granja. Y que si, en ese trance, se veía a un bosquimano en el horizonte, se le disparaba. Mis abuelos, en aquella época, serían niños. Resulta muy difícil imaginar a los abuelos cuando eran niños. Más aún a los bisabuelos. Es difícil imaginar, incluso, su ropa. Y su piel, esa información absurda, con la que cargan, absurdamente, los bosquimanos. Dispongo, en ese sentido, de una foto de parte de mi familia, de principios del XX, en la que todos son mucho más oscuros que yo. Algo nos ha pasado. O algo nos ha dejado de pasar. Es imposible, aún así, imaginar a los antepasados lejanos. Aunque, sin saberlo, tuvimos contacto con ellos en la infancia, a través del lenguaje. Recuerdo que, de pequeño, mi abuela más antigua, asombrosamente anciana, me encargaba recados de una manera peculiar. Decía mi nombre en diminutivo y, después, utilizaba un imperativo molesto, casi insultante: “me vas a ir a buscar”, a lo que agregaba, posteriormente, el objeto que necesitaba. Ese tipo de frases no eran una herencia de sus padres, es decir, mis bisabuelos, sino que, por fuerza, eran mucho más lejanas. Aludían a una realidad que ni mi abuela ni sus padres conocieron. El esclavismo, un fenómeno constante, habitual durante siglos, y que impregnó el lenguaje de una manera tan profunda que llegó hasta mí, más de un siglo después del fin de la esclavitud. En castellano, en fin, era usual llamar a los esclavos por su diminutivo –eran niños eternos, sin la capacidad de acceder, nunca jamás, a la mayoría de edad–, a los que se les hablaba con esos imperativos apremiantes. Me pregunto si aún alguien habla a sus hijos con esas fórmulas centenarias. Es muy posible, pues esas fórmulas, libres de su función inicial, hoy tendrían otra connotación, que, incluso, podría ser hermosa. En Andalucía he escuchado expresiones parecidas para pedir un encargo a alguien, ya sea un menor o un adulto. Consiste en empezar o finalizar la demanda, el encargo, con la partícula “niño” o “niña”, otra forma de llamar a los esclavos en castellano. Esas frases, brutales, son ahora dulces, benignas, tiernas. Se trata de frases como “dame un beso, niña”, luminosas, que no guardan nada de su sentido original –e indignante: “dame tu trabajo, niña”–. La lengua, en fin, es una mole pesada y autónoma, que solo se debe a ella. Se mueve a su propia velocidad y con su propia lógica, de manera que aún hoy hay lenguas antiguas, que imitan a unos animales que, por otra parte, ya empiezan a no existir. Es imposible intentar cambiar una lengua con otro criterio que no sea el tiempo, ese criterio que no nos pertenece. A lo sumo, podemos decir, gracias a la lengua, cosas útiles, que nos apelen, que nos involucren a todos, que acaricien al bosquimano que llevamos dentro, ese ser que nos lleva a todos en su interior, por lo que también puede comprendernos a todos. Querer cambiar una lengua instantáneamente, solo lo han intentado los autoritarismos. Y no lo han conseguido. Es difícil, imposible, cambiar la realidad a partir del lenguaje. Es más probable, y absolutamente lento, lo contrario, cambiar el lenguaje después de haber cambiado la realidad. El lenguaje, en fin, no deja de ser un ronquido. Y es incomprensible que el cuerpo diminuto y frágil, que está a mi lado, en la madrugada, emita estos ronquidos fabulosos, pero es lo que sucede en este preciso momento.
Es incomprensible que el cuerpo diminuto y frágil, que está a mi lado, en la madrugada, emita estos ronquidos fabulosos, pero es lo que sucede en este preciso momento. Desvelado, hace rato ya que solo puedo pensar en esos ronquidos, hipnotizado, obsesionado casi. Noto que cada ronquido, siendo el mismo, es...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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