ESCRITOS CONTEXTATARIOS
Sobre el hambre y las ganas de comer. Gastropolítica, amor y mitologías
Prólogo de ‘Como los griegos’, de Guillem Martínez
Germán Labrador Méndez 22/02/2024
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Este libro va de comer con los ojos y leer con el gusto. Del gusto de leer con el gusto. De la amistad como una de las artes culinarias. Del canibalismo como fábrica secreta de la vida en común. Del hambre y de las ganas de comer. De compartir, de partir el pan y de hacerse compañía. De eso también va su autor, como supe cuando, tras cocinar para mí, me propinó un cordial “tú molas: comes con ganas”. Aquello me sonó a comentario de abuela. De una abuela, claro, que haya sido previamente deglutida por un lobo disfrazado de su nieta. Ese es el nacimiento de la gastropolítica: todos hemos sido antes devorados por otros, incluso por nosotros mismos, o por los que nos suceden. Si no, ¿cómo se explica que la madre de Caperucita sepa lo que le espera a su hija en el bosque? ¿Y los dientes tan largos que tiene? Al cabo, todos somos supervivientes de mil banquetes ajenos.
Comer con ganas. Aquel piropo fue el pórtico de una amistad que se ha ido alimentando entre platos hechos en casas y restaurantes populares de los que ya no quedan en Barcelona, porque, en efecto, como en una aventura gráfica de los años ochenta, algunos van cerrando según los visitamos. “Aquí me traía mi padre”, añade Martínez, mientras bendice la mesa. Al cabo, comer es un permanente diálogo con lo que ya se ha ido, un arte del presente, un mandala, el punto de intersección entre lo que ya está listo y su recuerdo, por rico que estuviese. Comer es la felicidad que suspende la cocina ensuciada y los residuos, los alka-seltzer y la cuenta. Las comidas solo existen, como las canciones del verano o como los domingos, encarnadas en el aquí y ahora de ese plato servido en esta mesa, en su desvío o en su destello singular respecto de lo que esperábamos de él, de lo que desconocíamos. Por eso, toda comida es, etimológicamente, la eucaristía, un alimento bueno, el momento exacto en el que gastronomía y nutrición aún no se han divido, en el que espíritu y materia permanecen atados por la gracia de una forma. Es cierto: toda comida es una buena hostia, una misteriosa y exacta, temblando en el aroma ante la barrera de los dientes.
Es así como este libro va también de hacer magia, o de su pariente pobre, de dar cariño. Cuando en el agosto de 2021, Guillem comenzó a publicar sus églogas culinarias me entraron ganas de ponerme a cocinar, como en pandemia. Por momentos, incluso, pensé en leer a Manuel Vicent. Y es que yo no sé qué tiene ese mar que tanto los enloquece.
Comer es la felicidad que suspende la cocina ensuciada y los residuos
Nacer en el Mediterráneo. En este libro se van cosiendo múltiples revoluciones. Unas solo suceden en la imaginación de los lectores. Otras –como las gambas de Palamós o el descubrimiento del fuego– pasaron hace tanto tiempo que pensamos que lo que han producido nos pertenece. El autor subió a los palacios borbónicos de la mano de Vatel y bajó a las cavernas del caviar soviético con su amigo Cyril. Vamos en el submarino de los socialistas utópicos hasta el bacalhau de los claveles portugueses. Del exilio anarquista al muro de Berlín, entre plato y plato. Hay una cuestión de escala y de tiempos, entre estos viajes del paladar y de la mente. Finalmente, Martínez nos explica que las revoluciones de verdad son las de la vida cotidiana, con su cocina histórica y secreta. Son la memoria de las manos. Su fidelidad a unos remotos orígenes genéticos. Nuestras manos, como las de Orlac, saben hacer de pronto cosas imprevistas, que antes otras manos ya han hecho en su lugar, como estrangular inocentes o hacer migas manchegas.
Para Martínez la revolución tiene que ver con la repetición de los ciclos. Con la posibilidad de dejarse acariciar por las estaciones, a través de los alimentos que retornan con ellas, mientras los cuerpos envejecen y se marchan en ese antiguo baile. Quizá ya no habrá de ser así: hoy las trufas de verano no nacen porque ha subido la temperatura del subsuelo. El final de las estaciones nos habla del triunfo de otra revolución, la neoliberal, sobre la que enseguida volvemos.
Frente a su tiempo inapelable, la vida es una cuestión de escala. En las recetas y la vida, la medida lo es todo. Martínez cocina para muchos en pequeñas cantidades. En esas escalas teje un relato de intercambios y escuchas, de herencias y viajes. Con ellos un mapa secreto de un mar que quizá todavía existe en su sentido antiguo: Marsella, Cerdeña, Grecia, el Magreb, Oriente Medio, pero sobre todo Italia, Nápoles, Roma, Génova, Sicilia, el Levante, de Málaga a Mallorca, de Ibiza a Cádiz, desde Almería a Trento. A golpe de alimentos se va pintando el lago de los romanos. El Mediterráneo de Fernand Braudel se ha encarnado en un manual de cocina, en una guía de sabores complejos entramados, en la biografía de un gastrógrafo. Es este también el mar de mares de Robert Graves con sus dioses de la paz y la guerra. Y vemos a Perséfone entre las estaciones robadas, la belleza obligada de Afrodita, las hazañas de Perseo y Heracles, los cantos de la guerra y los viajes de Homero. A Apolo y a la cebolla de las Espérides. Podían ser los Fruitis, pero son los griegos con sus fábulas: Pausanias, Erixímaco, Fedro, Aristodemo, Apolodoro. Ha nacido un animal quimérico, híbrido de Wikipedia y del manual de cocina de Simone Ortega, dicen las malas lenguas. Pero les daremos donde les duele: en la cosa mitológica.
Los dioses de Guillem ayudan a descifrar otras divinidades gastronómicas y literarias. Pienso en los poemas de Góngora, donde se comía a los héroes de la Antigüedad al grito de “sea mi Tisbe un pastel”. Al cabo, Góngora dedicó los mejores años de su vida a describir la vida secreta de los Cíclopes en un lenguaje no menos monstruoso. Polifemo, en su humilde zurrón, lleva la entera sección de frutería de una gran superficie, entre castañas, membrillos verdes y datilados y manzanas hipócritas. Lleva también bellotas. Con los alimentos que aparecen en las obras de Góngora se puede cocinar la mayor parte del grimorio martinesco. Si esto es así es porque aún existe una cultura, lo que es como decir que aún no han cambiado los dioses del mundo Mediterráneo, ese universo panteísta, glotón, hedonista y mutante. Allí, la cocina es la sublimación de Las metamorfosis. Para hacerse un lugar entre toda esta gente, el cristianismo supo volverse católico, para así poder pactar con los guardianes de las pequeñas cosas. El catolicismo adora a los manes, a Atlas, a Apolo, a Dionisio, siempre que se les presenten, como el lobo, convenientemente disfrazados de abuelas. Con la pluralidad de las cosas, se reconoce su singularidad irrepetible. En el interior de cada alimento late secreto un trozo de una divinidad, un pedazo del misterio. Eso dice la etimología de la palabra entusiasmo: afirma la posibilidad de tener un dios dentro. Esa es también la sabiduría de esos “griegos” de los que habla Martínez, a los que, como a los gnomos, o a los celtas, cada vez los vamos viendo menos.
Mitologías culinarias. En nuestras cocinas se convocan los dioses. Es posible que en la cultura española haya una figura equivalente a Francesco de Asís, aunque no hablase con los pájaros sino con las tarteras. En el Libro de las fundaciones, Teresa de Jesús escribió aquella genialidad de que “en la cocina, entre los pucheros anda el Señor, ayudándoos en lo interior y exterior”. En el cacharrear, lo cotidiano y lo eterno se reencuentran. Cocinar es un rito, comer un sacramento. Es un saber de los dioses: tiene que ver con volverse un poco ellos. Las monjas tridentinas siguieron haciendo dulces árabes: los dioses prohibidos saben acompañarnos, lo suficientemente lejos de los altares, lo suficientemente cerca de los cuerpos. Tan cerca al menos como para meterse dentro. En uno de sus delirios hambrientos, Lázaro de Tormes ve en forma “de panes la cara de Dios dentro de la nevera”. En realidad, dice “dentro del arcaz”, y no del frigorífico, porque entonces estaríamos hablando más bien de Trainspotting, pero el significado es el mismo. Para el que tiene hambre, no hay dios como el que puede ser comido. Comer es reafirmar nuestra fe en la vida. Cocinar es reescribir el Génesis. Así, Italo Calvino en sus imprescindibles Cosmicómicas supo situar el origen del Big Bang en los trabajos de amasado de una madre italiana: de los esfuerzos de extender la pasta hasta lograr la dignidad del espagueti nacen cosmos.
Cocinar es un rito, comer un sacramento. Es un saber de los dioses
Una mitología es un lugar, una consistencia desde la que se organiza un mundo. Es el reconocimiento de que las cosas no están solas entre nosotros, tomadas de una en una. El modo de las materias de presentarse ante nuestros ojos en figura de la mercancía no es aceptable. Es evidente que ni el pollo nace deshuesado, ni los kiwis crecen de cuatro en cuatro en paquetes de plástico, por más que esas formas nos quiten de delante el trabajo, la explotación y la destrucción del medio. La diferencia entre la mercancía y el mito es que la mitología ni borra la violencia ni el trabajo: los legitima, los transforma, los explica. Una mitología cocina la violencia que funda una mercancía. Organiza una trama de mundos presentes y pasados que expresan el sentido necesario e irrepetible de una presencia aquí y ahora. Es algo así como la historia que Clarice M. Starling le cuenta a Hannibal Lecter para explicarle cómo llegó al FBI, logrando de este modo que le quiera, esa forma superior de lo caníbal, de su deseo de comer y ser comido.
En 1957, Roland Barthes publicó Mitologías, un libro hecho a pedazos, para un programa de radio, lo que para un profesor del CNRS de entonces no dejaba de ser una excentricidad. Es un volumen increíble, donde analiza los anuncios de detergente para descubrir la profundidad de la materia, las misteriosas oquedades del wáter donde vive Pato WC. Hay un texto donde se nos habla de la religión de la carne y de la sangre en la Francia gaullista y que hoy nos recuerda a aquel famoso “chuletón al punto imbatible” de Sánchez. En otro momento, se analiza el volumen de la Guía Michelin dedicado a la España de Franco, donde las cárceles desaparecen frente al patrimonio, la sociedad frente al paisaje, la España real frente a la España eterna. Mitologías es un texto que anuncia el mundo que vivimos. Nos habla de la teogonía del capital en la sociedad de masas, durante la Guerra Fría, cuando la religión del consumo desarrolla un nuevo panteón, gracias a los ejércitos del Tío Sam.
Algo hay en común entre el libro de Barthes y el de Martínez. Ambos comparten una estrategia interpretativa: ponen en el centro elementos en apariencia anodinos hasta que entran en ebullición y se densifican. Pero el sentido de la operación es otro. En sus mitologías gastropolíticas Martínez acaricia lo que nos queda de materia. Le habla al dios del champiñón, a la ninfa de la ostra, al espíritu del ajo (a gogó y sin timidez) para despertar sus poderes en un mundo en desaparición. Es el de Martínez un culto herético: frente a la religión neoliberal –y, sobre todo, a la religión de la cocina neoliberal– hay que recuperar las viejas palabras, los ritos antiguos, la cocina de la raya, de la castaña, del huevo frito. Abracadabra.
Sancho-Quijote, Quijote-Sancho. Martínez asoma muy poco el pico por las anchas Castillas y apenas se moja en el Atlántico, lo que demuestra que gastropolíticamente España es una federación de naciones autistas entre sí. Así, por ejemplo, su interés por los celtas se reduce a mencionar que, algunas veces, arrojan zumo de limón sobre un bivalvo, con la misma flema con la que Estrabón afirmaba que se lavaban los dientes con orina envejecida en cisternas. Y, sin embargo, en algunos furanchos gallegos todavía hay ramas –de laurel– en la puerta, como las hubo en Catalunya. Quizá la culpa es de los celtas, o de los extremeños y astures, por no invitar a Martínez a probar las delicias de nuestras respectivas marmitas. Es esta una provocación, pero solo para imaginar algo a propósito de los dioses del estómago que pueblan las grandes, las solas, desiertas llanuras del libro de Martínez, separando su imaginario grecorromano de una más larga historia del hambre y de las ganas de comer. Si uno presta atención, esta veta secreta se escucha también en algunos párrafos del libro. Lo diremos por él: en mitad de la Península, mientras el Mediterráneo va perdiendo su nombre, las estaciones adquieren aristas, una dureza ajena a los ritmos del baile del tomate y la botarga, que supo capturar un refrán gallego: “Febreiro, lobo no quinteiro”, esto es, en el patio trasero de tu casa.
Entre mesetas y estribaciones, otras fuerzas componen la relación cultural con la comida en los páramos ibéricos. Son dioses mucho más antiguos que las ánforas y los mármoles, que los imperios a los que estas comidas solares del verano de Martínez nos devuelven. Son el hambre del invierno y las ganas de comer de la primavera, los lobos de febrero y el festín de los excedentes guardados para pasar los fríos. La fiesta de la carne y la del renacimiento, los nuevos brotes, las insólitas verduras, las berzas y los grelos. Es la antigua batalla entre las huestes de la Cuaresma y las de Carnal. Ambas fuerzas un día habían encontrado un equilibrio.
En el Libro de buen amor todavía se necesitan mutuamente. Son –en los términos de Guillem– un mar y montaña, la compleja capacidad de armonizar contrarios del xató. La primera de esas fuerzas representa un poder que nace del hambre y se resuelve en la matanza, que debe ser conjurada. El otro poder nace de la acumulación y se resuelve en el cultivo, que debe ser protegido. Porque en la Edad Media la Cuaresma no era el no comer, sino un comer de otro modo. No como los griegos, sino como sus primos listos, los árabes. En la Cuaresma uno podía hincharse de sardinas y salmones. El Arcipreste de Hita –un antepasado evidente de Martínez– enumera en su poema, entre otras posibilidades a su alcance, un festín de lampreas, jibias, ostras, langostas, pulpos, cangrejos y ballenas con la misma fruición con la que al tiempo invoca jabalíes, capones, faisanes o conejos.
Es necesario ocuparse del hambre de los muertos para evitar que se coman a los niños
Nuestro apetito –el de quienes tenemos al menos tres generaciones a la espalda de un comer algo más que razonable– se elabora también a través de estas dos genealogías campesinas, el hambre antigua del invierno y la fecundidad de la primavera. La comunidad se constituye en su capacidad de negociar la tensión entre la amenaza del invierno y el despertar irresistible de la vida. Es necesario ocuparse del hambre de los muertos para evitar que se coman a los niños. Es necesario ocuparse del hambre de los niños para evitar que se mueran. La Modernidad desincroniza ambas fuerzas de conservación. Con el proceso todavía en sus albores, en 1559, Brueghel aún logra pintar a doña Cuaresma y a don Carnal sometidos ambos a la lógica desbordante del Carnaval, con su festín político, con su banquete popular, con su comilona sin término. El Carnaval representaba una entera estación del año, el camino que iba del solsticio de diciembre al equinoccio de primavera. En un libro sobre el origen de las Navidades, Alberto del Campo cuenta cómo la Contrarreforma supuso un corte de ese mundo y la imposición de los rituales católicos que lo dividieron en pedazos. Porque el colonialismo bien entendido empieza por uno mismo. Y así la Cuaresma cambió de significado. Todavía en 1606, cuando Cervantes publica la primera parte del Quijote, aquella vieja alianza cómplice se reconoce en el hambre del hidalgo y en las ganas de comer de su escudero. Pero ya será muy difícil aliar sus estómagos, reconocer y transmitir a través de ellos aquel pacto entre los dioses viejos, entre la vieja chupona invernal y el niño panzudo de cada primavera.
El Quijote representa –por más que le pese a los propagandistas católicos que trataron de nacionalizar esa novela en el siglo XX– la última gran expresión de la antigua cultura del carnaval ibérico y de su éxtasis gastropolítico. El Quijote puede comprenderse como el equivalente español de Gargantúa y Pantagruel de Rabelais. Aquellos gigantes erasmistas todavía podían incorporar el mundo por medio de sus bocas. Sin embargo, tras la Contrarreforma, los estómagos políticos de don Quijote y Sancho han sido conducidos a una contradicción irresoluble: a la imposibilidad quijotesca de ver la comida como una bendición y no como un límite, y a la condena sanchesca de no poderse emancipar de su inminencia. La tradición moderna acabará por hacer de don Quijote un anoréxico y de Sancho un bulímico, describiendo la imposibilidad de comer y la imposibilidad de dejar de comer como las dos caras de la misma compulsión biopolítica contemporánea. El estómago cerrado del Quijote contrasta con el efecto narrativo de su imaginación desbordada, con su alimentación a base de ficciones.
Los juegos del hambre. Hay un momento en el que Martínez declara que la gran revolución culinaria contemporánea comenzó en la Barcelona de los años sesenta y setenta, en los inicios de la Nueva Cocina, un estilo global de experimentación gastronómica que ha recibido varias etiquetas, y que hoy identificamos en su versión televisiva con las formas del Master Chef. Me cuesta ver el potencial emancipador de aquella experiencia, que no pude conocer en su momento. En todo caso, Martínez escribe en realidad contra sus derivadas, contra las formas de cocinar, las formas de construir el gusto y las formas de hacer dinero que surgieron a partir de aquello. No se trata solo de una cuestión moral o política, sino también epistemológica. De la misma manera que el valor electrónico ha logrado desprender la idea abstracta de dinero de la idea de materia, la cocina experimental trabaja al servicio de una distopía equivalente: quiere liberar el gusto del alimento, la cocina de la nutrición, el paladar del estómago. Es como si hubiesen puesto a gobernar en los fogones al Quijote, y nos lo pagase sustituyendo la materialidad de los ingredientes por su espejismo, a Aldonza Lorenzo por Dulcinea, a las ventas por los castillos.
En algún momento, cercano a 1992, Barcelona fue un laboratorio clave en la articulación del estilo gastronómico de la globalización neoliberal, de su captura del gusto y la utopía de la cancelación de la materia alimenticia que lo sostiene, en una suerte de nuevo Retablo de las maravillas, como denunciaba Albert Boadella en una obra notable, compuesta poco antes de tomarse la pastilla azul que le puso al frente de los Teatros del Canal. A través de la conversión de la comida en espectáculo, el neoliberalismo ha borrado las genealogías del hambre occidental. Y, al tiempo que se producen y reproducen nuevas formas de hambruna globales, se destruyen las relaciones históricas entre ecosistema, alimento y trabajo.
Parece necesario hacer que cocine nuevamente Sancho Panza. Aunque Martínez no se refiera casi a la crisis económica de 2008, hay una mención clave a la misma en el libro. Es el retorno del hambre. Aunque aquella vieja conocida nunca se había ido del todo, de pronto empezó a dejarse ver en las calles del centro de nuestras ciudades. Era el momento de las fotos de Samuel Aranda, con personas buscando comida en los contenedores, publicadas en The New York Times para forzar el rescate financiero del país. El hambre se convirtió en un arma de guerra y propaganda. En 1978, el pacto constitucional juraba, a la manera de Scarlett O’Hara, que los españoles nunca más iban a pasar hambre. Sin embargo, la crisis financiera mostró las costuras de aquel pacto. Desde entonces la comida –y su pariente rico, la gastronomía– se han politizado, porque la alimentación vuelve a ser el terreno más atroz de la lucha de clases. Si los comedores populares durante la primavera indignada de 2011 trataban de paliar una condición ciudadana hambrienta y humillada, en 1936 habrían ocupado el Ritz, dice Martínez, para convertirlo en el Hotel Gastronómico número 1. En esa distancia entre la socialización de la escasez o del lujo se expresan los cambios de una época.
En los últimos años, una grieta cultural y económica atraviesa los fogones y las cocinas populares
Las consecuencias gastropolíticas de la crisis del 2008 fueron tres, y son claves para el libro de Martínez, porque representan los tres enemigos de su alma pagana y grecolatina. De un lado, la radicalización política e identitaria de los movimientos de defensa de una alimentación ética y pacifista que quiere romper con las cadenas antropológicas de sufrimiento y dolor que construyen los regímenes de explotación y las lógicas de alimentación neoliberales. En segundo lugar, la erosión del tejido popular y plebeyo de la alimentación en España, por el efecto en gran medida de la transformación monopolística del sector de la alimentación. En los últimos años, una grieta cultural y económica atraviesa los fogones y las cocinas populares, donde se han roto las cadenas familiares de transmisión de saberes culinarios, en favor del auge de comida ultraprocesada a domicilio. Ejércitos de riders precarizados y molestas cocinas clandestinas han tomado los barrios populares para sostener la infraestructura privada que esta mutación sociológica requiere. Y, finalmente, el tercero de los cambios estructurales que se producen tras el año 2011 tiene que ver con el gusto: se han modificado las prácticas culinarias de las clases medias a través de lo que podemos llamar el triunfo del foodismo hipster. La España disfrutona persigue cocinas de fusión, con alimentos sanos y exclusivos y rituales nuevos, cuya primera función es distintiva. Se asumen profusos rituales gastronómicos, como un modo de separarse de una clase media depauperada, incapaz de proporcionarse una alimentación rica y variada. Podemos personificar estas tres amenazas con los nombres del PACMA, Just Eat y Master Chef. Contra tales demandas, imagina Martínez un buen comer, un buen cocinar y un buen vivir.
‘Chefs and Commanders’. ¿Quién tuvo la idea de poner a cocinar a don Quijote? Encarnación del máximo poder soberano, mezcla de Steve Jobs y de Amancio, de Lutero y de Hugo Boss, en el imaginario neoliberal posterior a la crisis el chef –o, mejor, lo chef– emerge como una mitología de autoridad, para instruir y disciplinar una masa anónima de concursantes y espectadores precarios, atravesados de deseos de buen gusto y aventura, de experimentación y lucha por la vida. El acceso a los misterios de la cocina de avanzada representa una suerte de vacuna antizombie, un salvoconducto inmunitario que nos protege en el interior de la nave espacial frente a la atmósfera irrespirable del afuera. Entre los múltiples shows gastropolíticos que triunfaron en la anterior crisis, se impuso por propia capacidad Master Chef, gracias a su insuperable mezcla de sadomasoquismo, costumbrismo españolista, sentimentalismo y verticalidad. Solo tres notas sobre la sofisticada maquinaria ideológica del programa: a) los concursantes no prueban la comida que preparan, son manos sin cerebro ni papilas, que necesitan de un chef que les explique cada vez lo que acaban de hacer, pues deben carecer de opiniones o ideas propias; b) las restricciones a la hora de cocinar son estilísticas, nunca materiales: si toca hacer langosta, es para practicar una técnica, nunca se habla de dinero ni de costes; c) la atroz competencia laboral y las jerarquías socioeconómicas que articulan la dinámica del programa se diluyen en la exaltación igualitaria de la amistad y del compañerismo. Algún deseo muy profundo se juega en este mecano para explicar el éxito del formato incluso entre sectores supuestamente progresistas. Quizá se soñaba a través del 15-M, pero se deseaba mediante los realities. La nueva política se acabaría organizando al grito de “¡Sí, chef!!”.
Frente a los fogones disociados del neoliberalismo pop, frente a la disgregación de la cadena de producción del gusto que conllevan, la propuesta de Martínez es sencilla, modesta y contundente, como un bocata de calamares. Consiste en volver al convivio republicano, al banquete utópico. Michael Bajtin, en La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, identifica el mecanismo clave de los estómagos del pueblo. Estos se abren y se cierran al ritmo de las mareas sociales. El “cuerpo monstruoso” popular funciona como una boa constrictor: su fantasía es que le quepa dentro el mundo. Pero no se trata de comérselo, sino de volverse mundo a través del comer. A esa fantasía que todo lactante ha acariciado con sus labios, Bajtin la llama “el banquete utópico”. Los escritores con antenas populares han sabido elaborarla, a través de múltiples figuras: del zurrón de Polifemo al festín de Gargamel, de la mesa de Proserpina a los griegos de Martínez. Sin olvidar que Santiago Alba Rico tiene un texto precioso partiendo de Chesterton.
Es importante no confundir el banquete utópico –hijo, como vemos, tanto del hambre como de las ganas de comer– con el festín imaginario, con el trampantojo gastronómico, con lo que podemos llamar “la cena de Trimalción”. Esta aparece en el Satiricón, donde un nuevo rico ofrece a sus huéspedes carísimos experimentos culinarios dignos de un cuadro de Dalí: unas palomas salen vivas volando del estómago de un pavo guisado que sale del cuerpo de una gran vaca cocinada al horno. Trimalción es el enemigo de Pantagruel, porque captura su deseo de ser cosmos y lo transforma en espectáculo. La comida se vuelve pura forma para representarse exenta de función. Pasa de dios a ídolo, de sacrifico a simulacro. Al mismo tiempo que el banquete utópico lucha contra el festín opulento, también se ve amenazado por la comida mística. En su institucionalización, la eucaristía quiso intervenir sobre el régimen alimenticio. Para ello, buscó desmaterializar el ágape, eliminando toda proteína, todo valor nutricional, sustituyéndolo por su representación idealizada. De este modo, una lámina finísima de pan ácimo logra desplazar, capturándolos simbólicamente, la presencia en la iglesia de verdaderos alimentos sacrificiales –corderos, palomas– y panes de trigo multiplicados. Otra de las características del banquete utópico es la redistribución. El problema no se vincula tanto al misterio de ingerir un dios, pues en el estómago es todo enigma. La regla primera de comer en casa ajena requiere no preguntar por el origen de lo que tienes en el plato.
El banquete utópico de Guillem es –además de mitológico– biográfico y bioliterario
Comer es recordar haber comido. O, dicho en las más hambrientas palabras de Guillem, “uno se alimenta de recuerdos”. El banquete utópico de Guillem es –además de mitológico– biográfico y bioliterario. Convoca una genealogía familiar y de lecturas. Un padre añorado y presente. Y sus lecturas. Atendemos a la imaginación de una nación mediterránea entre las páginas de Pla, como otros supieron descubrir una cocina atlántica entre las páginas de Cunqueiro. También se recuerda a una madre hermosa con delantal, en una cocina diminuta pintada de color verde. Allí, unas arengades eran capaces de transmitir la lealtad política de la memoria sin trasladar el daño de la brutalidad y la violencia. Hay una memoria de la Guerra Civil en este libro, las consecuencias de un muy distinto acceso a la comida desde los años cuarenta, en un país donde los periódicos servían para tapar el arroz recién hecho y la gente iba y venía del exilio y luchaba por guardar su dignidad en cada plato.
Al tiempo, en la calle, vemos aparecer padres distintos. Algunos literarios, como Manuel Vázquez Montalbán. Hecho también de una catalanidad obrera y mestiza, también dueño de una palabra rápida, una curiosidad infinita y un estómago sin fondo. Hay unas páginas increíbles donde Martínez, a base de caviar del Lidl, hace que Montalbán reformule a Pla en su L’art de la cuina catalana, de 1977, justo mientras todo se estaba reformulando al mismo tiempo: la imaginación de la democracia, el PSUC, la contracultura y el Estado, las relaciones sexuales y la novela policiaca. De esto último debe ser de lo único que Martínez aún no se ha ocupado. Porque cuando yo supe de él escribía unos textos preciosos en las contras de El País dedicados a las distintas canciones del verano. El suyo ha sido el intento más hermoso de reescribir la Crónica sentimental de España de Montalbán para un mundo nuevo y una nueva sentimentalidad. Se cierra un círculo. Ello es condición para tratar con los muertos.
Al cabo vivimos en medio de ellos. Con los fantasmas comemos y dormimos. En San Andrés de Teixido incluso se les ponía un plato en la mesa y un vaso de vino: para que no volviesen. Dar de comer a alguien puede ser una garantía excelente de que tarde o temprano se marche sin comerte. Mientras preparaba estas páginas he estado cocinando un pavo trufado que hacía mi abuela, y luego mi padre. Una receta que parece provenir de Italia, pasada por Salamanca, convocada desde Galicia, para celebrar un día americano de Acción de Gracias, otro festín para los muertos. El Atlántico es el Aqueronte, dicen los griegos.
Una última cuestión, que no está dicha en el libro pero que tiene que ver con esa misma encrucijada de reformulaciones del país y de sus gustos tras la muerte de Franco. Es una clave que surgió en conversación con Martínez: la lectura de la revista Sobremesa. Desde 1984 ligada a la figura de Rafael Chirbes, un curioso laboratorio literario, un observatorio de la transformación de la buena vida entre las increíbles élites crecientes de la España democrática. Allí también trabajaba el escritor y enólogo Juan Manuel Ruiz. Los reportajes de Chirbes en Sobremesa tienen esa materialidad gozosa, la reivindicación de los oficios, de la cultura del trabajo que está en las bases de las gastronomías patrias. Eso es algo que comparte con Martínez, por lo que parece otro usuario habitual de esta revista.
Hay algo más, un punto crítico: la lectura de Sobremesa administra el acceso a un gusto vedado, la capacidad de colarse en una cena privada. Es el gusto culpable de los intelectuales de izquierdas en las novelas de Chirbes, las trampas arribistas de un deseo terrible, disfrazadas a través del artificio de la sofisticación o el cosmopolitismo. Un síndrome del impostor. Las manos delatan el lugar del que venimos. Y, así, comer en las excelentes páginas de Chirbes resulta muchas veces angustioso. En las de Martínez, es siempre una fiesta. Es otra generación. Su voz se relaciona con ironía y cariño con esa barrera social –la del gusto burgués cosmopolita, la del dinero y la clase– que está en el contraplano de cada uno de los textos del libro. Frente a la impostura del gusto, contra ella, aquí se reconstruye literariamente una memoria culinaria que linda con el hambre, a través de las manos infinitas de la eterna cadena de gente que nos ha querido mucho o algo mientras nos daba de comer sin pedir nada a cambio.
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Este libro va de comer con los ojos y leer con el gusto. Del gusto de leer con el gusto. De la amistad como una de las artes culinarias. Del canibalismo como fábrica secreta de la vida en común. Del hambre y de las ganas de...
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Germán Labrador Méndez
es filólogo, catedrático de Estudios Culturales Hispánicos en la Universidad de Princeton.
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