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Eran nuestros primeros días de relación. Apenas los recuerdo. Y eso es bueno, supongo, pues en los primeros días de una relación –los primerísimos; a lo sumo, las dos primeras semanas, poco más– se crea la lógica y el fondo de una relación, su paraíso, su infierno, o su carácter insípido, que a partir de ese momento se solidifica y deja de ser fácilmente modificable sin dolor, esfuerzo o sorpresa. Esos quince días son, por otra parte, fabulosos. Son como vivir un verano en otro país, donde el verano, aún siendo reconocible como tal, posee otra temperatura, otros matices y otras normas. Tal vez lo que conocemos como amor no es más que la explosión y la luz o la sombra posterior a toda esa negociación vital, trascendente y, más aún, corta, de no más de quince días. Lo poco que recuerdo de nuestra quincena fundacional es, en todo caso, su facilidad y su éxito silencioso, el carácter sólido e inaudito de cada encuentro, la voluntad de prolongarlo, la experiencia de ser una esfera de Platón, y la sensación de plenitud que ello confirma. Tan solo hubo una cosa que recuerdo en concreto, es decir, que de alguna manera me sorprendió. En aquellos días en los que nos mostrábamos nuestros gustos y las arrugas de nuestro cerebro, un día me enseñó su película favorita. Era un film de los 70, protagonizado por una actriz en verdad minoritaria y brillante, como una joya, dirigida por su marido, un hombre iniciado en el teatro, y que rodó algunos filmes que le hicieron abandonar, definitivamente, la esfera minoritaria, a la que volvió, creo entender, tras su muerte. Conocía la película, pero no la recordaba. La película era un festival de la actriz, intensa, repleta de matices, que interpretaba a una ama de casa de clase trabajadora, con algún tipo de desequilibrio, que se iba acentuando a lo largo de la película. Sin otro guión que ese cada vez menos tenue desequilibrio, la película evolucionaba hasta la explosión de su protagonista, los gritos más descarnados y la putrefacción de una pareja. Era una película en verdad sensacional, pero que, en esa ocasión, se me hizo larga e inquietante. Sabía que, de alguna manera, esa película no era una película, sino una pista. Un dato, un acuerdo fundamental en la primera quincena de una pareja, que yo ya había aceptado con su simple visionado. Creí, empero, que lo que había aceptado era el culto a aquella actriz y a aquel director, que ya compartía, por lo que no le di al asunto más importancia. Pero, en realidad –lo supe, de pronto, unos meses después; en ese momento de epifanía, lo recuerdo también, se me heló la sangre–, lo que había aceptado resultó ser el carácter de la actriz en aquel papel, la normalidad de sus gritos y de su furia. La imposibilidad, en fin, de la relación, pactada, como todas, en quince días.
En términos generales, la Humanidad es bondadosa, al punto que, cuando alguien prevé lo contrario a la bondad en el futuro inminente –un desequilibrio, un punto oscuro, el grito o la furia–, suele avisar. Suelen ser avisos crípticos, mudos, incomprensibles, escondidos tras un escondite. Pero son, cuando podrían no haber sido. Es más, son evidentes y diáfanos cuando se les agrega, simplemente, el paso del tiempo, que a su vez no es más que el material más extenso y barato. El mero hecho de la existencia de esos avisos ocultos, informa, otra vez, del carácter más bien benigno de los humanos, inventores de máquinas que todo lo facilitan, de químicos que salvan vidas y de infinidad de libros, repletos de personajes de ficción, como el vampiro, que antes de entrar en una casa debe pedir permiso a su habitante. ¿Me dejas entrar?, en ese sentido, no es más que la información, la señal más evidente, callada y severa. No hay otra indicación que proclame tanto y con tanta intensidad la indicación y la alarma, que podrían haber sido negadas y silenciadas. Y, con todo ello, también proclama, otra vez, la bondad.
Eran nuestros primeros días de relación. Apenas los recuerdo. Y eso es bueno, supongo, pues en los primeros días de una relación –los primerísimos; a lo sumo, las dos primeras semanas, poco más– se crea la lógica y el fondo de una relación, su paraíso, su infierno, o su carácter insípido, que a partir de ese...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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