MADRÍ, ZONA DE OBRAS
Dos de mayo
La afluencia de santos bebedores abarrotó la plaza, la iglesia de Nuestra Señora de las Maravillas se convirtió en un paredón de orines y la vida del vecindario se tornó imposible. El siguiente paso fue la “gentrificación”
Ricardo Aguilera 23/03/2024
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Dos de Mayo. Plaza. DosDe, para amigos, colegas y vecinos. 2D para millennials, telecos y amantes de los acrónimos. Ágora de resistencia desde hace siglos. Núcleo de esa pequeña aldea anti-gala que aguanta lo suyo incrustada en este Madrid empeñado en ser España dentro de España. Barrio-barrio en constante peligro de extinción, reducto bohemio a su pesar, pieza cotizada por las inmobiliarias. Un trozo de historia urbana y sangrienta. Y un futuro incierto.
La plaza del Dos de Mayo se abrió hueco en 1869 sobre los restos del parque de Artillería de Monteleón. El nombre con fecha lo dice todo. La referencia histórica es obligada. Ese día de 1808, los capitanes de artillería Daoíz y Velarde pusieron los cañones almacenados en Monteleón mirando a las tropas francesas. En la refriega murieron ambos. El pueblo llano también tuvo sus muertos, como Manuela Malasaña, costurera del barrio, a la que ejecutaron por llevar encima las tijeras de su oficio. El caso es que los madrileños se rebelaron contra el poder napoleónico y, de paso, contra lo que con él se avecinaba: ilustración, modernidad, fin del antiguo régimen… Mucha sangre derramada para poder quedarse con las cadenas bien puestas, los rosarios en las manos y los borbones en el trono. Guerra de la Independencia. Mal negocio.
Hoy la plaza muestra un recuerdo de su pasado que los guías urbanos repiten en voz alta
Hoy la plaza muestra un recuerdo de su pasado que los guías urbanos repiten en voz alta a los visitantes; es el mismo pasado que desconoce la mayoría del vecindario. En medio de la plaza, enmarcados en un arco rescatado del viejo cuartel, están las estatuas enlazadas de los dos capitanes. Daoíz y Velarde fueron inmortalizados por Antonio Solá, escultor neoclásico, que tuvo el gusto de mostrar a los militares tomados de la mano con una espada en alto. Todo muy tierno. La espada fue destrozada hace tiempo. En su lugar suele haber una litrona. Signo de los tiempos.
Durante buena parte del siglo pasado, la plaza y el barrio entero fueron el nicho ecológico de un casticismo sin alarde folclórico. Vecinos y comerciantes de clase trabajadora ocupaban casas galdosianas construidas a caballo entre el XIX y el XX: ni ascensores ni calefacción. Muchas siguen así. En los años 50 se llevaron un susto. La alcaldía del Conde de Mayalde imaginó un proyecto temible, la Gran Vía Diagonal. La idea era unir Colón con la cuesta de San Vicente, por entonces calle de Onésimo Redondo, un falangista de primera hornada. Ya que estamos, glosemos la figura de ese alcalde aristocrático. José María de la Blanca Finat y Escrivá de Romaní, el conde de marras, era hombre de confianza de Franco y del cuñadísimo, Serrano Suñer. Estuvo al frente de la Dirección General de Seguridad (DGS) y fue embajador en la Alemania nazi. Por si le faltaban honores, también destacó como colaborador de la Gestapo. Un alcalde a la medida de Madrid, como tantos otros. Volvamos al plan urbanístico. Para unir Colón y la Cuesta había que tirar todo el barrio de Maravillas. Lo iban a sustituir por amplias avenidas con nuevas edificaciones que dieran lustre a las bondades del Régimen. Todo muy bonito, pero no había dinero. Por más que echaron de una patada a la mitad del vecindario, la España del hambre no estaba para ensanches. Eso sí, el barrio pasó de tener 332.000 habitantes en 1955, a 167.000 en 1980. El gusto de la derecha por el desahucio.
Décadas después, en 1977, se quiso retomar el destrozo mediante el Plan Malasaña, que proyectaba derribar 550 edificios, casi nada. La excusa era sanear el sector, mejorar el tráfico, elevar el nivel de las viviendas… De lo de hacer caja con las inmobiliarias no se decía ni pío. Los vecinos de Malasaña hicieron piña ante el ataque de los nuevos mamelucos y plantaron cara. Menos mal que eran años de incertidumbre política y la alcaldía no contaba con fuerza suficiente para realizar tamaños desmanes. Luego llegó Tierno y tiró con mucho cuidado el plan a la papelera. Un alivio.
Ese mismo año de 1977, otra revolución se hizo fuerte en la plaza. Esta vez, era en son de paz. Sin ayuda municipal alguna, los vecinos habían recuperado las fiestas del dos de mayo desde hacía un año, justo tras la muerte de la momia. Las del 77 trajeron cola. Una juventud en pie de gozo tomó la plaza con cánticos, arrumacos y cervezas. La policía, desconfiada ante estas actitudes peligrosas, había cercado el lugar. No lo tenía complicado: la comisaría estaba en la calle Daoíz. Cuando litronas y porros habían combinado adecuadamente sus efectos, surgió lo impensable: una pareja se encaramó a las estatuas de los aguerridos capitanes y se quitó la ropa. Un gesto tan naíf como liberador. Aplausos, vítores, éxtasis, ilusión de una vida con color. Pura revolución. La foto de Félix Lorrio da fe de que aquello sucedió. Él con el puño en alto, ella haciendo el arco ácrata con los brazos. Luego cayeron. La chica se rompió un brazo. Después cargó la policía. 46 detenidos y un herido grave, un chico al que reventaron un ojo. Salimos de allí por patas. Por cierto, que todo el mundo dice haber estado en ese momento y lugar. Imposible dadas las dimensiones de la plaza. Esto debe tener un nombre en la psicología de masas. Tanto es así, que empiezo a dudar si estuve yo. Los moratones de aquella noche, sin embargo, lo confirmaban.
La plaza y sus aledaños se convirtieron en refugio de una bohemia de nuevo cuño
La lúdica desnudez trajo cola. La plaza y sus aledaños se convirtieron en refugio de una bohemia de nuevo cuño. Artistas, músicos, mucha juventud, gente rara… todos buscando pisos baratos y vidas nuevas. Se abrieron bares que el tiempo ha convertido en leyendas por encima de sus realidades. A todo aquello se le llamó ‘el rollo’, porque había rollo. Luego se transmutó en ‘movida’, porque había movida. La vida de barrio cambió de la noche al día, literalmente. Por las mañanas siguió siendo un pueblo en medio de Madrid. Por la noche se transformó en un hervidero de ganas de cambiar las reglas. La plaza se convirtió en un punto de encuentro imposible entre gentes de muy distintos palos. En el desaparecido kiosco Antonia se daban cita los currelas en busca del pincho de tortilla y los yonkis en busca de algo de algo. La pastelería La Oriental, también desaparecida, era un carrusel de personal de derribo entre bambas de nata y cuartos de baño con fiambres. Por cierto, que La Oriental estaba en el único edificio notable de la plaza, un bello ejemplo de modernismo edificado en 1913, obra del arquitecto José Carnicero.
Durante décadas, la convivencia entre vecinos de siempre, nuevos en la plaza y visitantes nocturnos se mantuvo en un tenso ten con ten. Parecía que la plaza –y el barrio entero– se había librado de lo peor, la demolición por orden especulativa. Parecía que la savia nueva reflotaría la vida de sus habitantes. Un espejismo. Con el paso de los años la balanza se inclinó, inevitablemente, por el negocio. La afluencia de santos bebedores abarrotó la plaza, la iglesia de Nuestra Señora de las Maravillas se convirtió en un paredón de orines y la vida del vecindario se tornó imposible. El siguiente paso fue la “gentrificación”, esa palabra extraña que adquiere diferentes significados según la zona. Todos malos. En el caso del Dos de Mayo supuso la huida de muchos de sus habitantes, sustituidos por un flujo constante de viajeros alojados en régimen de Airbnb. Miles de personas se acercan a la plaza para ver la representación de lo que fue, el parque temático de unas movidas que ya no conmueven. Han desaparecido las mercerías, los ultramarinos, las ferreterías, los comercios que sirven a los vecinos. En su lugar hay tiendas de caprichos para los que están de paso. La plaza, monocultivo de terrazas. Tras un asedio de más de dos siglos, ha caído por fin. Muere de éxito en manos de los nuevos bárbaros: los turistas. No es nada nuevo. En Europa, como siempre, nos llevan la delantera. En 1965, Charles Aznavour miró lo que quedaba de su querido barrio de Montparnasse y escribió La Bohème: “Ya no reconozco / Ni los muros ni las calles / Que vieron mi juventud… La bohemia, la bohemia, ya no significa nada en absoluto”.
Dos de Mayo. Plaza. DosDe, para amigos, colegas y vecinos. 2D para millennials, telecos y amantes de los acrónimos. Ágora de resistencia desde hace siglos. Núcleo de esa pequeña aldea anti-gala que aguanta lo suyo incrustada en este Madrid empeñado en ser España dentro de España. Barrio-barrio en constante...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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